En los primeros meses de la guerra del Golfo, el escritor Dennis O’Neill publicó una breve columna en la página final de un número regular de Batman. Allí se refería al viejo tema: ¿por qué inventar historias sobre el futuro mientras en la televisión vuelan las bombas? O’Neill se contestaba a sí mismo: porque inventar un futuro, por distópico o absurdo que sea ese futuro, es creer en la posibilidad de uno.

De ese buen deseo provino buena parte de la ciencia ficción clásica o tradicional, aquella a la que le rindió homenaje David Pringle en su Ciencia-ficción: Las 100 mejores novelas. Un buen deseo que Pringle asumió como esencial al género incluso en autores de apariencia tan negra como Philip K. Dick o J.G. Ballard.

Lo que nos lleva a Rick and Morty, la serie animada de Dan Harmon y Justin Roiland que es una negación absoluta de esa esperanza.

Rick and Morty transcurre en un presente similar al nuestro: el gran inventor y aventurero galáctico Rick Sánchez viaja por el universo pero siempre vuelve a la casa de su hija, donde vive como allegado y donde pasa buena parte del tiempo torturando a su nieto Morty Smith. La dinámica entre ambos funciona como una versión extraoscura de la amistad entre Christopher Lloyd y Michael J. Fox en la trilogía de Volver al futuro. De hecho, la semilla de la serie viene de un corto animado que Justin Roiland desarrolló como parodia a los viajes en el tiempo de Volver al futuro y que recogió la clave de esa amistad entre un viejo solitario y un adolescente perdido: abuso emocional, matoneo y servilismo.

Ese es el frente hogareño. Pero cuando Rick obliga a Morty a seguirlo en sus viajes por las galaxias es cuando la historia se abre y las referencias a la ciencia ficción más rancia se multiplican. Porque (y he ahí una de las maravillas de la serie) lo que se dice en Rick and Morty subvierte buena parte de lo que se consideran los valores basales de la ciencia ficción tradicional: que ese futuro tan anhelado, discutido y temido no nos sirve. Todos los avances tecnológicos soñados por un siglo de sci-fi no pueden, nunca podrán, hacernos más felices o prósperos. Un visor que permite mirar las realidades alternativas donde nunca nos casamos o jamás estudiamos Medicina no maravilla, sólo acarrea miseria y dolor emocional.

¿El universo y la última frontera prometida por Gene Roddenberry en Viaje a las estrellas? Pamplinas. La buena voluntad del capitán Kirk y su Federación (heredada de la nostalgia sesentera por el sueño fallido del gobierno de Kennedy) sólo puede ser acá objeto de burla. Los sistemas y galaxias que Rick recorre están habitados por personajes tan tontos y fatuos como los propios terrícolas.

Rick and Morty expande la idea central de Hombres de negro (el universo como una gigantesca mezcla de naciones tercermundistas en perpetuo desorden, una visión del Otro muy propia de los noventa) y la convierte en una distopía post-revolución, post-América Morena, post-Unión Europea, post-Sueño Americano. El universo ya no es ese continente amable de gente de color que en Hombres de negro llegaba al Estados Unidos de Clinton buscando asilo o ayuda. Ahora es más bien un montón de barrios y favelas que de vez en cuando rodean uno de los dos elementos omnipresentes en las tres temporadas de la serie: el mall y la base militar.

En estas galaxias a mal traer, a medio morir saltando, todas las razas alienígenas gastan su tiempo comprando o haciendo la guerra. Hay planetas-guarderías infantiles, planetas-restaurantes de cadena y planetas-estacionamientos. Incluso hay un planeta-centro vacacional cuyo campo de fuerza provoca la resurrección instantánea. Lo que significa que la mayor parte de quienes lo visitan son familias interesadas en matarse entre ellas por diversión.

Harmon y Roiland pueden no ser los primeros en recurrir al potencial subversivo o paródico de la ciencia ficción (la serie contiene homenajes a predecesores tan ilustres como Vonnegut y Douglas Adams), pero hay una veta de su creación que resulta muy atractiva y que tiene que ver con la destrucción de los valores familiares.

(Y, antes de que alguien diga «Pero Los Simpson…», hay que aclarar que el discurso de Los Simpson jamás ha sido en contra de la familia. Más bien al revés: no importa cuán caótico sea el mundo, en cada episodio la familia sobrevive).

La ciencia ficción clásica, desde Asimov hasta los delirios paranoicos de Philip K. Dick, siempre supuso la conservación de los valores unitarios (familia, amor romántico, concepto de patria), incluso en los entornos más extraños: en esas historias los viajeros galácticos podían convivir con criaturas interdimensionales pero seguían creyendo en la monogamia, la paternidad, la democracia y la defensa del más débil. El supuesto era que el futuro y el espacio profundo nunca dejarían de ser territorio virgen para la expansión del modo de vida del Primer Mundo. Incluso en los momentos más negros de profetas del apocalipsis urbano como Ballard, incluso en películas con conceptos tan crueles como Soylent Green o Matrix, habría un deseo de recuperar los viejos valores a la luz de las nuevas tecnologías.

En los años cincuenta era obvio que la idea de viajar a otra galaxia tenía que ser sobrecogedora. Los lectores de esas aventuras habían visto surgir y entrar en la vida cotidiana maravillas como el teléfono, la televisión y los vuelos transcontinentales. En cambio hoy los adelantos son parte de un continuo perpetuo

Pero no es el caso de Rick and Morty: aquí no hay viejos valores a los cuales volver. Por lo mismo, no hay nada que fundar, en tanto no hay una herencia desde la cual se puedan tender lazos a las generaciones posteriores. Lo que explica, en parte, que la serie exprima y exacerbe en Rick Sánchez la figura del científico loco –un cliché que se puede rastrear hasta Julio Verne– como un hombre que no respeta el pasado ni piensa en el futuro.

Rick, con todo su genio científico y saber enciclopédico, no es un maestro. Siente afecto por su nieto Morty, pero no le considera su discípulo o sucesor. No existe en la lógica de Rick la idea del traspaso de conocimiento (un gag recurrente en la serie son sus esfuerzos por esconder sus inventos de sus enemigos) o la sospecha de una trascendencia a través de la enseñanza. Rick vive en un eterno presente, gracias a su conocimiento de otras dimensiones, de múltiples versiones de sí mismo, y a su capacidad para trasladar su conciencia a distintos cuerpos manufacturados.

En muchas ocasiones parece tener las facultades de un dios. Incluso hay universos de bolsillo donde se le considera como tal. Pero es un dios sin credo, ni texto sagrado ni Edén futuro. Esa anomia conecta con otro factor permanente en la serie en tanto pieza de ciencia ficción: no hay asombro por las maravillas o rarezas que el universo despliega ante los personajes. Al contrario, Rick suele mirar sus propias aventuras con desinterés e incluso fastidio. Morty reacciona a la novedad desde el miedo y la duda (lo que es razonable, ya que la mayoría de las aventuras con su abuelo implican lidiar con criaturas mortíferas) y el resto de la familia tolera las peripecias del abuelo inventor/viajero estelar mientras no alteren el frágil equilibrio interno.

En ese sentido, hay algo muy post-Apple, post- Google en Rick and Morty: un desdén hacia las nuevas invenciones que a veces se disfraza de naturalidad. En los años cincuenta era obvio que la idea de viajar a otra galaxia tenía que ser sobrecogedora. Los lectores de esas aventuras habían visto surgir y entrar en la vida cotidiana maravillas como el teléfono, la televisión y los vuelos transcontinentales. En cambio hoy los adelantos son parte de un continuo perpetuo: en menos de quince años pasamos de teléfonos que podían enviar mensajes de texto a un computador en miniatura que puede grabar, editar y difundir un cortometraje y que nos cabe en el bolsillo.

Entonces no hay deslumbramiento, sino terror. La vida en la Tierra es tediosa y plana, mientras que la existencia en otras galaxias y dimensiones es un caos donde nadie entiende a nadie, todo se mueve por deseos egoístas y corre la sangre con una facilidad asombrosa. Uno llega a entender un poco a los Smith, esa familia  de gringos blancos suburbanos que tienen en su garaje a un genio capaz de mostrarles el universo y que sin embargo prefieren tenerlo tranquilo en el living mirando televisión.

Rick and Morty es la ciencia ficción más importante, más urgente que se esté produciendo hoy día. Es un resumen o resumidero (entendido a veces como basural) de todas esas maravillosas ideas que empujaron tantas grandes novelas y relatos del género y que acá merecen apenas un guiño, un chiste de cinco segundos, o a veces un ataque con aires de demolición. La serie entiende que hay un elemento protodarwiniano en la ciencia ficción: reinar en el género implica pisotear y destruir los conceptos que vienen detrás, de la misma forma como Rick Sánchez patrulla el universo y las dimensiones vigilando que nunca aparezca alguien más listo que él.

Pero nada, por cierto, existe en el vacío y la calma total, por más que ese suela ser el deseo secreto de Morty. Si bien la serie se alimenta de un siglo de ciencia ficción, su emoción primordial, ese hastío, ese pequeño filo de abismo que se cuela incluso en los episodios más desaforados, no fue anunciado en un relato de sci-fi sino en una canción.

En «New Jersey Turnpike», la canción de Laurie Anderson, que aparece en el boxset United States Live, de 1984, un hombre añora la época de su infancia, cuando el anuncio de la carrera espacial fue como el descubrimiento de América. Recuerda cuando los astronautas hablaban de viajar al espacio distante:

«Y ahora ni siquiera tratamos de llegar tan lejos. Ahora es más bien como tomar el bus. Ahora es más bien como subir para tener una buena vista. Apuntan sus cámaras hacia abajo. Ya no las apuntan arriba. Y luego vuelven a la Tierra y revelan las fotos. Así es ahora».