Hace poco más de tres años, la editorial Andrés Bello publicó un grueso volumen con tres obras escogidas de Franz Kafka, libro que entonces reseñé para la revista en donde trabajaba. Además de ese estupendo cuento llamado “La metamorfosis”, el mamotreto aludido incluía las novelas El proceso y El castillo.

A manera de introducción, sostuve que Kafka nunca me había parecido un novelista medianamente digerible. Como era fácil de prever, los kafkianos no tardaron en enrostrarme la evidente falta de juicio que embadurnaba mi escrito de pies a cabeza. Pero uno de ellos fue más lejos que el resto, y, a través de una columna en el diario El Mercurio, me acusó -con mucha elegancia, debo admitirlo- de ser un niñato pelotudo por el hecho de no apreciar a Kafka. El columnista también sugirió que mi parecer sobre el bueno, torturado y genial Franz era un acto más propio de un iletrado matoncete de esquina que de un lector medianamente sensible.

Con toda seguridad, la opinión de mi acusador no ha cambiado en los últimos tres años, así como tampoco ha variado mi percepción sobre Kafka. Sin embargo, la anécdota es válida porque nos permite comprobar que la infalibilidad del crítico puede -y debe- ser zamarreada por los lectores íntegros: cualquier persona que, como yo, se dedica a leer libros para reseñarlos semanalmente en base a un ideario parcial de virtudes y defectos, es un ser de opinión vulnerable. Y es que, claro, las razones que invitan a emitir un veredicto errado son tan numerosas como subjetivas, y van desde una traumática experiencia escolar con tal o cual autor, hasta una resaca pesada como odre que no tan sólo nubla la vista, sino que también el juicio.

El crítico literario es un tipo que al estar comprometido a emitir opiniones periódicas falla con mayor periodicidad que, digamos, los silenciosos o los inopinados. Y esto es algo que los mismos críticos -los venales, los irresponsables, los ingenuos, y también los intachables- saben mejor que nadie: basta leer la entusiasta reseña que tal o cual colega le hizo a ese libro que a nosotros nos pareció repugnante para entender de qué va todo esto.

Pero hay más: no es raro que las opiniones propias tiendan a cambiar con el tiempo, aunque en algún archivo recóndito siempre exista una página impresa lista a desmentirlas. Releyendo El inútil de la familia, de Jorge Edwards, me he dado cuenta de algo que, en su momento, pasé olímpicamente por alto: el autor se demuestra demasiado ansioso por compartir protagonismo con el personaje central, Joaquín Edwards Bello. Algo similar me sucedió con El huerto de mi amada, de Bryce Echenique: ¿en qué estaba pensando cuando sostuve que dicha obra “se lee con placer?”. Basta una rápida hojeada para comprobar que los excesos de retruécanos allí presentes no causan ningún placer. Otro tanto podría decirse de Los sueños del pintor, de José Miguel Varas: hoy por hoy, este libro me parece muy extenso, algo en lo que no reparé al momento de reseñarlo con entusiasmo sin mencionar que hay que quitarle 100 ó 150 páginas. Puede también que El corazón a contraluz, de Patricio Manns, no tenga ningún interés para quien no se haya obsesionado alguna vez con Tierra del Fuego.

Por el otro lado, es decir, por la vereda de las mezquindades, también hay material al alcance de la mano: el libro póstumo de Carlos Cerda, El espíritu de las leyes, no es tan confuso como puede parecer en un principio. Y es muy probable que no todos los personajes de Me parece que no somos felices, la novela de Jorge Marchant Lazcano, sean totalmente estúpidos. Mano de obra, de Diamela Eltit, es un texto que merece ser releído en estos días: ahora pienso que hay mucho mérito en esas páginas.

Alguna vez Evelyn Waugh se jactó de que nunca había escrito una reseña desfavorable de un libro que no hubiese leído. Tal vez bromeaba o, con mayor probabilidad, estaba borracho al momento de decirlo. En cualquier caso, sus palabras apuntan hacia una ética primigenia del gremio: es necesario leer muy bien un libro antes de destrozarlo. Pero, al mismo tiempo, la frase de Waugh nos permite vislumbrar la escalofriante vastedad de un oficio en el que no es necesario leer un libro para criticarlo.