Dos italianos. Escritores. Ella, muerta hace veinte años, contó historias sobre gente común y corriente: sus vecinos, sus compañeros de trabajo, su familia, ella misma. Él, un académico prestigioso con aura de rockstar, hizo de la historia su oficio, pero innovó al poner el ojo sobre los microcosmos de campesinos, molineros y brujas. Ambos tienen todo que ver entre sí y los dos son de culto.

Esta crónica tiene el objetivo confeso de presentar a dos intelectuales italianos que exhiben –sobre todo él– un éxito de ventas poco compatible con el mundo académico. Dos plumas privilegiadas que comparten la obsesión por los detalles y los indicios, cada uno desde su vereda, pero que, mucho antes que eso, por casualidad o por alguna afortunada conjunción de astros, resultan ser madre e hijo.

Natalia Ginzburg, fallecida en 1991 a los 75 años, fue una escritora a medio camino entre la autobiografía y el ensayo, además de editora, dramaturga, poeta y parlamentaria por el Partido Comunista en sus últimos años de vida. En Italia la consideran una de las autoras más influyentes del siglo pasado, pero no todo el mercado hispanoparlante la conoce bien, a excepción de España y Argentina, donde sus libros –Léxico familiar, Ensayos y Las pequeñas virtudes, entre otros– se han publicado varias veces.

Carlo Ginzburg, su muy famoso hijo historiador, es el autor de El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI (1976), el libro símbolo de una nueva corriente de investigación histórica, la «microhistoria», cuya característica principal es, como su nombre sugiere, poner bajo la lupa una situación local, aparentemente aislada, para reproducir el universo mayor de sus ramificaciones sociales, culturales y económicas. Difícil de clasificar por la amplitud de sus intereses y, además, reacio a las autodefiniciones, Carlo no ha querido asumir la paternidad de este nuevo método y sigue presentándose como un «historiador» a secas que se interesa en disminuir la escala de observación entre la relación de hombres y paisajes, suele encontrar sus tesoros en los archivos judiciales y recomienda a todos los historiadores leer muchísimas novelas para estimular «la imaginación moral».

Además de estas buenas razones para leerlos, está la menos confesable –pero irresistible– tentación de hurgar en la intimidad de una familia pródiga en talento y circunstancias extraordinarias, entre ellas, pasar completa una guerra. A los Ginzburg les tocó padecer la persecución fascista en todas las modalidades del horror: la huida, la relegación, la cárcel, la muerte, la lenta recomposición de la vida y el intento por encajar en las nuevas circunstancias bajo la doble condición de víctima y sobreviviente.

En el origen de todo está Leone Ginzburg, el primer marido de Natalia y padre de Carlo, un profesor de literatura especializado en lengua y literatura rusas. Ginzburg nació en Odessa, en una familia judía, llegó de niño a vivir a Turín y fue amigo desde la infancia de notorios antifascistas italianos, entre ellos Giulio Einaudi, con quien formó, a principios de los años treinta, la legendaria editorial Einaudi, una de las más importantes del país, de la que fueron primeros autores y colaboradores Cesare Pavese e Italo Calvino.

La vida de Leone ya era turbulenta antes del comienzo de la guerra: fue expulsado de la Universidad de Turín por negarse a jurar lealtad al régimen de Mussolini, se le acusó de meter textos antifascistas a través de la frontera suiza y estuvo arrestado por sus actividades en el grupo Giustizia e Libertà. Todo esto sin dejar de trabajar para la editorial en la publicación de autores no necesariamente contrarios a Mussolini, pero sí generadores de debates e ideas amplias.

En 1938, a los veintinueve años, se casó con Natalia, de veintidós, que comulgaba con sus ideas, siendo como era la hija de un hogar judío acomodado, donde el padre, un prestigioso biólogo anatomista de apellido Levi, obligaba a toda su camada a emprender sacrificadas excursiones a la naturaleza y a comer yogur, porque era más sano. Dos de sus hermanos habían estado presos por activistas.

Las escasas imágenes que circulan de Leone Ginzburg evocan sus treinta años, muy serio –porque la vida era urgente entonces–, de frente grande, pelo rizado y voluminoso, la mirada franca debajo de un respetable par de cejas. Sus amigos dijeron de él que era bondadoso y valiente como un personaje de Chéjov, justamente el autor favorito de Natalia durante su juventud.

En 1940, el matrimonio es condenado por Mussolini a relegarse en Pizzoli, un pueblo montañoso de los Abruzzos de poco más de cuatro mil habitantes. Natalia se sumerge en la vida de pueblo y el cuidado de sus tres hijos: Carlo, de un año, el bebé Andrea y la más pequeña, Alessandra, nacida en Pizzoli. También escribe. Cuando cae el régimen de Mussolini, Leone vuelve a Roma y reinicia sus actividades políticas, pero sobreviene entonces la ocupación alemana: es reconocido como judío y antifascista y detenido en 1943. No saldrá vivo de la sección alemana de la cárcel Regina Coeli, a causa de las lesiones recibidas durante la tortura.

En Conversaciones con Giulio Einaudi (1991), el periodista Severino Cesari relata esa última estación dolorosa:

Sigo pensando en aquellos jóvenes de 1933.
Einaudi tiene veintiún años, Ginzburg y Pavese
veintitrés. En el 43, Ginzburg tiene por tanto
treinta y tres años. Natalia y sus hijos se han
reunido con él en Roma. Una noche no vuelve a
casa. Llega en cambio, jadeante, Adriano Olivetti,
amigo de la familia. Ayuda a Natalia a recoger
aprisa y corriendo los zapatos y la ropa de los
niños, los ayuda a escapar a los tres, casi por los
pelos. Leone está en manos de los alemanes, en
Regina Coeli. Durante los interrogatorios le
rompen la mandíbula. A Sandro Pertini le da
tiempo de verlo ensangrentado tras el último
interrogatorio. “No habrá, en el futuro, que sentir
odio hacia los alemanes”, le dice Leone. En la
mañana del 5 de febrero lo encuentran muerto,
después de que un enfermero, por la noche, se
negara a llamar al médico.

La madre

En Pizzoli, rodeados de montañas y antes de que la tragedia ocurriera, Natalia Ginzburg había escrito su primera novela, El camino que va a la ciudad, cuyo personaje principal es Delia, una provinciana de diecisiete años que vive procesos simultáneos: está embarazada de su novio, asunto que la pone en un confl inmediato con su familia, especialmente con su padre que la golpea y humilla, y vive espacios de libertad con su prima, habitante de la ciudad cercana, quien se transforma para ella en un modelo de independencia femenina. Ambas intercambian favores: Delia le sirve de correo a la prima, llevándoles cartas a sus amantes, y esta la recompensa con comida, ropa y el alivio de salir por un rato de su situación de pobreza y castigo. La Ginzburg organiza la historia con todos los elementos de una teleserie, pero no está interesada en contar un drama. Ya entonces se sitúa frente a las emociones humanas con la distancia fascinada de un naturalista del siglo xix que mira el mundo, sus seres y sus cosas y simplemente los describe, poniendo atención a los detalles: una bufanda, un jarrón con fl es, un cuadro sobre la pared, el tamaño de las orejas de alguien, la bufanda en el cuello de un amigo. Y a continuación divaga un poco, sin teorizar, solo preguntando.

Publicó esa primera novela por sus propios medios y fi mó con el seudónimo de Alessandra Tornimparte, para distraer la atención sobre su apellido.

Tres años después, instalada en Roma con sus hijos tras la muerte de Leone, la reeditó con su verdadero nombre al alero de la casa Einaudi, la editorial fundada por su marido que la cobijó y le dio trabajo como autora y traductora. En esta última función, para la cual juzgaba necesario combinar «la minuciosidad de la hormiga y el ímpetu del caballo», uno de sus máximos trofeos fue atreverse con la traducción al italiano de Proust, Flaubert y Maupassant.

Como editora dejó también una anécdota califi ada como legendaria por el propio Giulio Einaudi, su jefe y amigo: negarse en primera instancia a publicar nada menos que Si esto es un hombre, de Primo Levi, testimonio del autor sobre su cautiverio en Auschwitz, que es considerado uno de los documentos emblemáticos del Holocausto. En su informe de lectura, la Ginzburg indicó que el problema no era el valor de la obra, que le pareció enorme, sino el momento de la publicación, que juzgó inoportuno. No dijo más. Era 1947, y posiblemente no era lo único que callaba: cualquier dolor removido, punzante como en el primer día, que le hubiese provocado la lectura del inédito de Levi se lo dejó para ella. Una pequeña tirada de Si esto es un hombre fue impresa por otra editorial. La casa Einaudi se hizo cargo de la segunda edición, una década más tarde.

«Leone está en manos de los alemanes, en Regina Coeli. Durante los interrogatorios le rompen la mandíbula. A Sandro Pertini le da tiempo de verlo ensangrentado tras el último interrogatorio. “No habrá, en el futuro, que sentir odio hacia los alemanes”, le dice Leone. En la mañana del 5 de febrero lo encuentran muerto, después de que un enfermero, por la noche, se negara a llamar al médico».

El estilo de Natalia Ginzburg consiste, entonces, en observar, explicar y llenar los silencios de significado, con un tono general distraído, errático, interrumpido por trazos de intimidad y cercanía. A veces decidió exponerse: en Las pequeñas virtudes (1964), expresa,  destemplada y tierna, como en todos sus textos, cómo la vivencia de una guerra la marcó para siempre y da a entender por qué no está interesada en librarse de esa marca (sencillamente porque no es posible).

Ha pasado la guerra y la gente ha visto derrumbarse
muchas casas, y si una vez se sentía tranquila
y segura, ahora ya no siente esa seguridad
en su casa. Hay algo de lo que no nos curamos, y
pasarán los años y no nos curaremos nunca. Quizá
tengamos de nuevo una lámpara sobre la mesa
y un jarrón con flores y los retratos de las personas
queridas, pero ya no creemos en ninguna de
estas cosas, pues una vez tuvimos que abandonarlas
de improviso o las buscamos inútilmente
entre los escombros.

Hacia el final de su vida, Natalia Ginzburg tenía incluso menos ganas de hablar de sí misma. También consideraba que había escrito todo lo necesario. En un último arrebato de autonomía creativa se había presentado a parlamentaria, para escándalo de hijos y nietos, y salió electa –dos veces– por una mayoría contundente. El trabajo legislativo se lo tomó en serio: sus causas fueron disminuir el precio del pan, reformar la ley de adopción, endurecer la persecución penal en casos de estupro y la asistencia a los niños palestinos. Estudiaba todo, presentaba iniciativas, daba batalla. El diario argentino Página 12 consiguió entrevistarla a pocos días de que muriera de cáncer. Estaba en su casa, una mujer «alta, de cuerpo pesado, tez morena», melancólica, de pocas palabras y una sonrisa esquiva que no alcanzaba a prenderle los ojos. Se interesó cortésmente por la entrevistadora, procedente de un país lejano en el que, para su sorpresa, era conocida y admirada, principalmente por su novela derechamente autobiográfica, Léxico familiar (1963).

«Yo, en mis libros no hablo jamás de psicología, no comento psicológicamente mis personajes. No muestro los mecanismos internos que explican sus conductas. Jamás describiría hechos de la infancia buscando explicar conductas de hoy. Prefiero que se los vea vivir», se dignó a explicar.

Y agregó que no intentaba entender el mundo: solo describirlo.

El hijo y el legado

Donde la madre calla, el hijo –74 años, la misma mirada inteligente, cejas ineludibles y el pelo alto, canoso, que hubiera tenido su padre– se expresa con naturalidad, generosamente. En un libro de entrevistas a historiadores,.relata que el pizzolano fue el único dialecto que él y su hermano Andrea aprendieron a hablar, asegura que lo recuerda nítidamente y que todo lo vivido en esa experiencia tuvo que ser, sin discusión, determinante para convertirlo en lo que es hoy: un historiador renombrado, que alguna vez fantaseó con ser novelista como su madre, pero que se dio cuenta de que no tenía talento en ese género.

Ha contado que no había mejor momento en el vivir cotidiano en Pizzoli que la llegada de la tarde, cuando, ya acostado, divisaba a sus padres sentados ante la mesa, uno frente al otro, cada uno concentrado en sus papeles.

Sin perder de vista el valor de lo doméstico o de lo aparentemente pequeño, Ginzburg ha desplegado sus intereses en esa gama de campos intermedios que se despliega entre la cultura y lo social. Empezó trabajando sobre hechicería y cultos agrarios en los siglos xvi y xvii, pero el golpe a la cátedra lo dio con El queso y los gusanos. Cómo no preguntarse por la impronta de Natalia Ginzburg en la mirada que su hijo puso sobre Menocchio, el molinero friulano del siglo xvi que creía –y así lo explicaba sinceramente ante el tribunal de la Inquisición– que el cosmos se había formado a partir de un gran y caótico queso, del cual había surgido todo lo conocido y, por supuesto, los ángeles.

La historia apareció durante la revisión de documentos inquisitoriales en una parroquia de la región de Friuli, que poseía completo el expediente del proceso contra Domenico Scandella, el nombre verdadero de Menocchio. De la lectura de ese texto seguramente árido y, sobre todo, del abundante testimonio del acusado –un hombre simple al que le gustaba leer libros, que se había formado su propia visión de mundo y que quizás padecía cierta incontinencia verbal–, Carlo Ginzburg extrajo un personaje asombroso que le ayudó a componer un fresco de las relaciones sociales, económicas y culturales de un pequeño sector de Italia, cuya construcción teórica y metodológica podía funcionar en cualquier rincón de ese país o del que fuera. Describe a tu aldea y serás universal, decía Tolstói. Había nacido la microhistoria.

La biografía de Menocchio, el hereje ilustrado, fue publicada, por cierto, por la casa Einaudi, donde Ginzburg había obtenido su primer trabajo pagado años antes: la traducción de un libro de Marc Bloch, uno de sus referentes en historia. Ginzburg también se ha explayado sin complejos sobre cómo su identidad judía ha determinado sus intereses históricos. Ha dicho que es un judío que, pese a nacer y crecer en un país católico, nunca tuvo educación religiosa, por lo que el judaísmo en él es el resultado de lo que la persecución alemana le hizo a su familia.

En 1982 le dio una entrevista al escritor y periodista Adriano Sofri, líder de un grupo de extrema izquierda italiano, quien después sería condenado a veintidós años de cárcel por su implicación en el crimen de un policía. El debate intelectual, la rebeldía y el activismo político están entretejidos en el imaginario personal de Ginzburg. A Sofri le contó que trataba de entender por qué un judío como él estudiaba a brujas y herejes, una relación que no desconoce pero sobre la que, todavía, no saca conclusiones. «¿Es una autobiografía transpuesta, es una necesidad de ajustar las cuentas conmigo mismo? Puede ser, pero eso no me convence. (…) Está también el hecho de la pertenencia a la burguesía intelectual judía, que me ha dado esta percepción precoz de la persecución, y luego, una percepción tardía del privilegio», dijo.

En la misma entrevista habló de sus padres. De Leone en primer lugar, por respeto, como de una presencia invisible pero constante; de Natalia, más largo y sentido, tanto por su influencia en su formación general como por lo aprendido de ella como escritor dedicado a la historia. «Siento que me dirijo a ella cuando escribo a un público amplio, no profesional».

De las desprendidas respuestas de Carlo asoman indicios de la personalidad de su madre, la mujer callada que no hablaba directamente de sí misma. A partir de lo que aprendió de ella, el hijo la revela: la escritora dos veces viuda (en 1950 se casó con el profesor Gabrielle Baldini, de quien enviudó en 1969), que eligió a académicos como compañeros de vida, se rodeó de un ambiente profundamente intelectual y nunca estuvo interesada en lo más mínimo en ser uno de ellos. «No me es fácil hablar de mi madre sin traicionarla, pero ella es una intelectual al mismo tiempo muy culta y muy ignorante, distinta de las intelectuales vinculadas a los libros. Por ejemplo, el hecho de que la cultura en sentido antropológico es mucho más importante que la cultura libresca, aunque estas palabras no serían las suyas, lo he aprendido de ella. En resumen, que no solo la calidad humana de las personas, sino también su comprensión de la realidad, son independientes y algunas veces hasta inversamente proporcionales a la magnitud de su cultura escrita», le contó a Sofri.

Por eso el historiador fue capaz de tomar en serio al molinero quemado por la Inquisición, que no hizo nada más que interpretar la realidad. Pudo leer a contraluz la fuente documental directa, atento a la idea de que el testimonio dice algo, en primer lugar, sobre sí mismo.

El legado, entonces, consistiría en el respeto a la inteligencia básica y natural de todas las personas, diferenciada del brillo académico, accesible y siempre sorprendente, reproducida en formatos discursivos tan improbables como un proceso inquisitorio, presente en los detalles domésticos simples como un par de zapatos rotos o una anciana que levanta los brazos al cielo en las calles de Pizzoli, con un grito mudo, a un dios que no escucha, y es vista así por Natalia. Ese legado es, finalmente, la mejor razón para leer a los Ginzburg.


  1. María Lucía García Pallares-Burke, La nueva historia. Nueve entrevistas, Valencia, Universidad de Valencia, 2005.