“La recta provincia”, me dice misterioso Germán Marín, mirando fijo la silla y la mesa donde solía sentarse su amigo Raúl Ruiz en El Parrón. ¿Esa serie de televisión medio latera?, le pregunto. Me dice que no. Me habla de esa sociedad secreta de brujos chilotes que hicieron ingobernable la isla –otros dicen que Chile entero– durante todo el siglo XIX. “Mira todo lo que ha pasado con Ruiz desde su muerte”, me dice Marín. Y es cierto, uno no puede evitar mirar con extrañeza todo lo que la muerte de Raúl Ruiz ha ido despertando en Chile. Una increíble cantidad de amigos íntimos, productores, financistas, actores, benefactores y deudores han salido hasta de las piedras. Raúl Ruiz Pino, que parecía también gozar de un tiempo infinito para almorzar, cocinar, comer, dormir siesta, tomar té y dirigir trescientas o doscientas o cien películas según la generosidad de quien cuenta su filmografía. ¿A qué hora? ¿Cómo? ¿No hay en esa pasividad hiperproductiva algo de brujería? Tantas infinitas películas en los cuatro rincones del mundo, obras de teatro, instalaciones; ese hombre que parecía cualquier cosa menos un ejecutivo, ese hombre que se movía tan poco, que lo hacía con tanta lentitud y parsimonia, que en casi todas las fotos y los recuerdos de los amigos aparece sentado a la mesa de algún bar. Los rodajes de sus películas que interrumpían una eterna sobremesa, distintos rodajes encadenados unos a otros, la misma película nunca terminada que no era otra cosa que un capítulo de la serie, como esa telenovela infinita que filmó en Chile en uno de sus primeros retornos. Otra cosa que Ruiz hizo y nunca dejó de hacer fue volver a Chile, retornar una y otra vez a buscar el único premio que le mezquinaron: ser un cineasta chileno.

“Cineasta raro con país raro no juntan”. Así explicaba el desencuentro, que nunca fue total. Su muerte entonces acumula todas esas extrañezas que coleccionaba cuando se trataba de hablar de Chile, la marcha de 150 mil personas en que los estudiantes se disfrazan de carabineros y carros lanzaagua, el cadáver de Raúl Ruiz bajando entre las lacrimógenas, justo cuando un grupo de encapuchados intenta quemar las puertas de la iglesia de la Gratitud Nacional.

Recta provincia, pura recta provincia todo eso, sigue en tono misterioso Germán Marín. ¿El mismo Germán que protagoniza, junto a un tal Waldo, un tal Tomás y un viejo poeta borracho de nombre de Braulio, la película Nadie dijo nada? La veo en youtube a pedazos varias noches, como si se tratara también de un ritual mágico. Un Chile de coloquios en la SECH, prostíbulos sin sexo, interminables charlas universitarias, borracheras en medio del archivo colonial de la Biblioteca Nacional, pasillos congelados de departamentos, cabezas de chancho sobre la mesa. Un Chile completamente distinto al que conocí y poderosamente igual, sin embargo. Una obra maestra que podría durar seis horas o veinte minutos: la historia de unos escritores que terminan en conjunto un cuento para un concurso del diario El Sur, un cuento con la misma historia que estamos viendo, la de un escritor mediocre que hace un pacto con el diablo (Nelson Villagra, un argentino que asegura haber nacido en Antofagasta) para ser eternamente famoso y viajar en el tiempo a ver su fama. Y los poetas en la sección de intoxicados por alcohol del hospital Salvador contándonos el Chile del futuro (el futuro del año 97).

“Estamos bien”, dice el Germán de la película: “Vamos a limitar con Colombia”. “¿Cómo nos va a ir en el fútbol?”, pregunta Waldo. “No existe el fútbol, en los estadios se plantan lechugas marca milanesa. Árboles, muchos árboles frutales”. Y la plata no existe aunque existe el dólar.

¿No somos parte, el Germán real (supuestamente real) y yo, de ese viaje en el tiempo de los personajes de la película? ¿No son ese bar y esa tarde parte de ese ilusorio viaje en el tiempo de los personajes de la película que se dan cuenta de que la posteridad los ha convertido solo en personajes de un filme casi imposible de encontrar? El nuevo Parrón, sus piedras pintadas de gris, sus puertas demasiado barnizadas, la versión en estudio de El Parrón de ayer. La imagen de sus pasillos poblados de perros vagos, una vez que por pura admiración ruiziana visité el bar a mediados de los años noventas, cuando se suponía que estaba clausurado. Los salones, las cocinas, el parronal seco poblados de perros negros rozándose sin tocarse como anguilas venenosas, que me hicieron retroceder asustado. Yo que buscaba en El Parrón deshabitado de esos años, la sombra de Ruiz, me encontré con una imagen propia de sus películas, a medias soñada, a medias recordada.

“Ahí, ahí”, me muestra Germán Marín la silla y la mesa de madera sin adorno y gracia alguna, a no ser lo escaso de la luz de sol, donde se sentaba Ruiz hasta que, cercado por los admiradores que su timidez a veces altiva no sabía cómo rechazar, se vio obligado a desplazarse al Normandie o al Japón, porque había descubierto que sólo la comida japonesa le hacía bien al hígado, ese que perdió y reemplazó por el de otro señor los escasos años que le quedaron por vivir.

¿Cómo sabes si está muerto de verdad? Podría volver a sentarse en cualquier momento, le digo desafiante al viejo Marín. “Sería típico de él”, concede: “Morirse solo para hacer un chiste”. ¿No son sus películas “chistes prácticos”, como dicen los gringos? Enormes pitanzas escolares filmadas porque sí. ¿No es parte de su gracia no haber dejado nunca la audacia, la inocencia, la falta de profesionalismo del colegio, ese donde escondido escribía radioteatros que grababa en su casa del barrio Santa Lucía con algún compañero de curso que supiera imitar voces? Los mitos eran, por lo demás, para Raúl Ruiz, solo chistes tomados en serio. Moisés que dice para alegrar un rato la travesía por el desierto: “¿Imagínense que Dios fuera uno solo?”. “Ya pus huevón, no huevís con la huevada, ¿un solo Dios? Puta la huevada chistosa”. El chiste que es repetido una y otra vez hasta que un sobrino o un nieto le quita los signos de interrogación y la sonrisa en los labios y lo dice como una verdad indesmentible. El peligro mismo del chiste que en otra lengua y en otro tiempo pierde su matiz cómico, su sentido irónico y se vuelve dogma de fe.

La carrera de Raúl Ruiz fue en gran parte un viaje del chiste al mito, o al chiste que esconde un mito, o al mito que esconde un chiste. Tres tristes tigres parece un reportaje sobre una borrachera pero es la exploración profunda a una ciudad que es como una trampa de la que nadie puede salir. La hipótesis del cuadro robado es en el fondo un enorme chiste cruel.

Cómo lo conociste, le pregunto a Marín, a ver si ha cambiado su versión ahora que el amigo está muerto. “En la Librería Universitaria, espiando mutuamente los libros que compraba el otro”, me vuelve a contar apurado. Ruiz joven y sin bigote pero ya experimentado. Ex estudiante de Derecho nunca titulado, autor de más de cien obras de teatro, que arrancaba por entonces de Argentina donde le habría quemado un auto al actor chileno-argentino Lautaro Murúa.

“Yo a ti te conozco, me dijo. Caminamos horas y nos fuimos a tomar algo”, me cuenta Marín: “Me habló de dos películas que quería hacer. Increíbles las dos. Nadie contaba mejor las películas que Ruiz. Yo quedé alucinado. Al final me dijo: tengo un solo problema, me estoy quedando ciego, como Borges”.

Su cine bien podría ser el cine de un ciego para ciegos, un cine donde la voz –confusa e inaudible– importa tanto o más que las imágenes. Largas improvisaciones que cubren por entero el metraje de Tres tristes tigres, Nadie dijo nada, o Palomita blanca, los acentos, los murmullos, las indecisiones verbales que son la esencia misma de estas películas casi sin trama, o cuya trama es una historia que se descompone y se descompone en un coro infinito de voces que quieren y no quieren contar lo que cuentan.

En Nadie dijo nada, le digo a Marín, los huevones borrachos hablan de cualquier huevada menos de minas, que es de lo que más habla uno cuando está curado. “Era de prostíbulos, Raúl, pero no le hacía nada a las niñas. Le gustaba ir a bailar cueca”, dice Marín, bajando la voz: “Se compró unos zapatos de fútbol porque según él se bailaba mejor la cueca con estoperoles. Cuando se enojaba, amenazaba con sacar la navaja chilote. ¿Tú sabís lo que es la navaja chilote? Una uña del pie que se dejan crecer hasta convertirse en un arma invencible”, me explica Marín. Algo con que Ruiz solía amenazar cuando la conversación se ponía espesa, cosa que solía ocurrir cuando Federico Schopf o el propio Marín estaban en la mesa.

¿Era realmente tan chilote Ruiz o era el típico invento suyo?, le pregunto. “Chilote, completamente chilote, de Quilpué, eso sí. De los Padres franceses”. ¿Cuico? “No, normal, clase media-media: papá marino mercante, estricto, no demasiado simpático”, dice Marín. Y la madre, la señora Olga, de la que Ruiz nunca se separó del todo. Ruiz que consideraba que su vida real sucedía en la calle Huelén donde vivía su madre, que todo en el barrio de Belleville en que vivía, era irreal como lo eran sus películas francesas. “Belleville con Argomedo”, como llamaba al departamento de Ruiz mi amigo Andrés Claro, testigo de los domingos familiares. Esa familia sin hijos en que los hijos eran también los padres que componían los Rojas (Waldo y la Elie) y los Ruiz (Raúl y Valeria). Boleros, empanadas, recuerdos de un Chile estacionado en un pasado improbable.

¿Tú crees que Ruiz se tomaba en serio todo esa huevada de los brujos chilotes?, sigo preguntando. “Sí y no. Una cosa es lo que le decía a los periodistas, otra cosa es la recta provincia. Eso ni los que son de allí lo saben. Esa es la gracia: tú puedes ser parte de la recta provincia sin saberlo nunca”.

La Pincoya, el Trauko, el Caleuche, los chilotes se mueren de la risa de eso. Son leyendas para turistas, las verdaderas son las que no cuentan pero que se saben con un solo gesto de cejas. Esa forma de autodefensa tan chilota, tan chilena, la de contar lo serio como una broma y las bromas como algo serio para que el antropólogo, el agrónomo, o el agrimensor se engañe y no pille los secretos mismos de la recta provincia.

¿Cómo sabes si está muerto de verdad? Podría volver a sentarse en cualquier momento, le digo desafiante al viejo Marín. “Sería típico de él”, concede: “Morirse solo para hacer un chiste”. ¿No son sus películas “chistes prácticos”, como dicen los gringos? Enormes pitanzas escolares filmadas porque sí. ¿No es parte de su gracia no haber dejado nunca la audacia, la inocencia, la falta de profesionalismo del colegio, ese donde escondido escribía radioteatros que grababa en su casa del barrio Santa Lucía con algún compañero de curso que supiera imitar voces?

Recuerdo haber visto a Ruiz en la televisión francesa explicándole a una sorprendida periodista rubia que cuando era chico el Estado chileno obligaba a los niños a tomar todas las mañanas una cucharada de vino tinto al desayuno y dormir por decreto con fuerza de ley la siesta todas las tardes. Pienso en sus ojos a media asta, en esa misma entrevista en la Croisette de Cannes: la desconfianza como sistema, la sonrisa al mismo tiempo cariñosa y distante con que aceptaba a casi todo el mundo a su mesa pero a muy pocos más allá de ella. París para defenderse de Chile, Chile para defenderse de Francia, la literatura para evitarse la impúdica rudeza del mundo del cine, el cine para evitarse las exigencias sin fin de la literatura. Raúl Ruiz obsesionado los años que vivió en Chile pero también los que vivió fuera por encontrar una forma específicamente chilena de narrar. Contar sin contar todo, sin contar nada, sin contar lo que importa, sin dejar de contarlo, contar como cuentan justamente los brujos a los antropólogos sus historias, contar para esconder el verdadero cuento, contar para vencer la grabadora, el recopilador, contar para esconder el cuento.

Eso que llamaron con Waldo Rojas “el realismo púdico”. El pudor ante el que se atreve a contar una historia: ese es el motor de sus películas chilenas. El relato es roto por el murmullo, las borracheras, las interrupciones permanentes que parecen diluir la trama. Películas de la Unidad Popular que se rebelan contra la autoridad del narrador, contra la dictadura del relato. Películas que contrastan con las películas de franceses del mismo Ruiz. Películas que solo en apariencia se resignan al relato y al narrador para destruirlo desde dentro, desde su misma autoridad. Las películas chilenas que son un caleidoscopio de voces mezcladas, perdidas. Que son justamente películas socialistas en el sentido que no aceptan una voz única. Que contrastan con sus películas francesas donde generalmente una voz única nos guía y se pierde en un laberinto de imágenes. Las imágenes en su etapa francesa vienen justamente a reemplazar las voces imposibles, el imposible acento que perdió cuando Raúl Ruiz perdió Chile, no solo el país sino el “proceso”, la revolución, el socialismo con empanadas y vino tinto, la utopía de una historia sin trama única, sin partido único, una revolución sin censores.

El pudor, que en sus películas de Chile es una forma de amor, se convierte en el exilio en una venganza, la de Ruiz contra el aparato político del exilio y la resistencia chilena. Se convirtió en persona non grata por filmar y estrenar Diálogos de exiliados, una película en que los heroicos combatientes raptan a un cantante de la nueva ola, inician huelgas de hambre sin objeto y desconfían de los compañeros que hablan demasiado bien francés. Una película que el aparato político de la UP en el exilio juzgó “demasiado liviana”. ¿Por qué Diálogos de exiliados era un pecado y no lo era La expropiación, donde en plena Unidad Popular unos campesinos decapitan a Jaime Vadell porque quieren seguir teniendo patrón. Porque La expropiación era en Chile para chilenos que comprendían el chiste, porque en Francia la cosa cambió, porque la guerra había comenzado, porque esos pícaros borrachos, esos especuladores sin fondo ni fin, eran ahora combatientes en una guerra en que lo declararon espía, traidor. Los mismos actores de la película lo consideraron traidor a la causa no por mentir sino por improvisar en perfecta libertad.

Su siguiente largometraje, La vocación suspendida, retrata los conflictos teológicos entre monjes de distintas congregaciones (y sociedades secretas que sus miembros gobiernan en la sombra) de un modo que es cualquier cosa menos “liviano”. Una película que sin hablar de los “compañeros” refleja el comienzo del distanciamiento de Ruiz con la ilusión de una revolución que fuese una prolongación del bar por otros medios, la liberación de esa energía oculta que olía en Chile y que sabía ahora no sería reprimida y perseguida solo por Pinochet, que no sería peligrosa solo para él sino para la resistencia, la izquierda orgánica, el militante que quiere a pesar de todo convencerse de que su vida tiene un único y claro sentido y que las películas deben por eso mismo tenerlo también.

Raúl Ruiz, el brujo imperfecto, cometió a los 33 años el pecado de contar para el mundo –los franceses en este caso– los secretos de la recta provincia. Ruiz aprendió a duras penas el peligro que esto implicaba, la ira de los brujos, las distintas maneras que tienen estos de dejarte fuera del Aquelarre.

El exilio, el verdadero, el profundo exilio de Ruiz que empezó recién entonces cuando fue apartado de facto del mundo de la “solidaridad” internacional, donde a falta de apoyos chilenos no le quedó más que hacerse amigo de franceses (todo el equipo del Cahiers du Cinéma) y dejar que lo llamaran Raoul, no por esnobismo, como solía burlarse la mezquindad chilena, sino porque era la única forma en que los franceses podían pronunciar correctamente su nombre. ¿O quizás ese cambio de nombre no era del todo inocente? Los cambios de nombres no son nunca inocentes en la recta provincia. Un cambio de acento que es ahí también un cambio de sentido. Su forma de rebelarse y al mismo tiempo asumir la decepción política, el fin de su propia unidad popular, de su propio proyecto patriótico.

¿No cuenta eso la mayoría de las películas francesas de Raoul Ruiz, la historia de un secreto que se cierra lejos de esos espectadores que intentan, como pueden, volver a penetrar en él? No se entiende la primera vez justamente porque Ruiz no quiere que se entienda. Son películas europeas, iluminadas a la perfección, son lo menos chilenas que hay, quizás porque en el fondo mismo están filmadas para Chile, como una provocación y un abrazo, como un diálogo sin fin con ese país que conocía demasiado para no ser un sospechoso ahí. La recta provincia, Ruiz insistiendo en algo: que Chile era peligroso. Su cine aprendió a rodear ese peligro, a dar vueltas alrededor de él usando a Klossowski, a Proust o a la cábala judía: un enorme rodeo infinito para conseguir sin tanto peligro eso que Germán y yo creemos haber conseguido hace años, el retorno, el de su ataúd, pero también su leyenda, aterrizando en este momento mismo en Pudahuel.