En marzo de este año, Gustavo Cardinale, dueño de una
empresa de transporte de carga, intentó ingresar al exclusivo barrio cerrado donde vivía escondiendo a una trabajadora doméstica en la maleta de su auto. Sus vecinos lo denunciaron, asustados por la amenaza biológica que implicaba un cuerpo pobre y desconocido, y fue detenido por la policía bajo el cargo de contravenir el decreto de cuarentena, arriesgando hasta dos años de cárcel.

Es difícil comprender una acción semejante sin reconocer que, de todas las crisis desatadas por el coronavirus –del trabajo, de la cultura, de la salud mental–, una de las más radicales ha sido la del cuidado. Para cientos de miles de familias, la empleada doméstica cumple un rol invisibilizado pero fundamental. Se trata, sin más, de la principal ocupación laboral femenina de la historia de Latinoamérica, que en Chile emplea hoy a cerca de 300.000 mujeres. Entre sus funciones suelen estar tareas como cocinar, hacer aseo, lavar, planchar, comprar, cuidar menores y alimentar mascotas; en otras palabras, son mujeres que tejen la reproducción diaria del hogar, y que permiten a hombres y mujeres de clase media y alta implementar sus proyectos de equidad de género sin tener que cuestionar el orden patriarcal en sus propios hogares.

La pandemia tensionó este entramado principalmente porque la circulación –tan apreciada por la modernidad, los futuristas y los escribanos de la globalización– perdió su condición virtuosa, y el 90% de las empleadas que se movía a diario por la ciudad se volvió objeto de sospecha. Quizás si viviéramos en ciudades integradas no hubiese sido tan grave, pero en ciudades tan segregadas como las nuestras, donde las trabajadoras se mueven desde lo que muchos empleadores imaginan son los peores barrios de la ciudad hacia sus calles floridas, es fácil que las perciban como figuras amenazantes.

Para protegerse y cuidar la excepcionalidad inmunológica de sus barrios-santuario, durante la cuarentena hubo familias que buscaron formas legales e ilegales de contar con personal doméstico. Muchos obligaron a las empleadas a aceptar contratos puertas adentro, y el miedo al exterior multiplicó las denuncias sobre abusos laborales: que no las dejaban salir, que no podían tomar sus días libres ni ver a sus familias. En un sitio de Facebook donde las trabajadoras comparten sus vidas, varias se refieren a amenazas de ese tipo. M., por ejemplo, escribe: «Llevo encerrada de marzo en mi trabajo, tube que quedarme porque ella me amenazó que si me iva me quedaba sin trabajo, ahora le pregunte que me quería ir ami casa me dijo que no, que hasta que no salga la vacuna. Ellos piensan que somos poco menos sus esclavas y me quiere cambiar mi contrato de puertas afuera para puertas adentro».

No fue el único escenario. Durante los meses más duros de la cuarentena hubo numerosas familias que despidieron a sus trabajadoras, mientras que otras les pidieron que se cuidaran, manteniéndoles el sueldo. En ambos casos el dilema fue el mismo: ¿y ahora quién lava, quién ordena, quién cocina o hace los baños? Así se reveló que la crisis del hogar era también
la crisis de la división sexual del trabajo, del orden patriarcal y de la idea tradicional de familia nuclear.

La pandemia ha abierto muchas heridas que costará sanar, pero también ha aplacado el vértigo del consumo, ha girado las prioridades de vida y hecho resurgir redes y relatos solidarios. Quizás, como este último grupo de familias, podríamos aprovechar el momento de excepción nacional –pandémico y constitucional– para imaginar nuevas formas de relacionarnos, cuestionando violencias y discriminaciones que teníamos naturalizadas. El empleo doméstico, por muy digno que sea, es un trabajo que sintetiza enormes desigualdades sociales de género, etnia, clase y territorio, y ante él cabe preguntarnos: en el mejor mundo posible que podemos imaginar, ¿existe?