En este recuerdo, los objetos, los lugares y las personas se encuentran completamente obsoletos. Ah, la memoria personal: un basural de imágenes muchas veces prescindibles o bañadas por un brillo lívido e intermitente, como el de esos tubos fluorescentes defectuosos.

esos tubos fluorescentes defectuosos. En este recuerdo, decía, está mi padre, ahora muerto, llegando a casa con una cinta de VHS. Estamos en la población San Pablo, San Javier, 1995. La película: Toy Story. Mis padres aún están casados y esa casa parece ser la promesa de algo. En este recuerdo, el HD y el Internet aún no han llegado. Yo tengo cinco años y uso el pelo cortísimo. Mis tías me dicen «pelado». Mis compañeros de curso, «mechas de clavo». Cuando llega septiembre me dicen «Chispita», en referencia al personaje de Chilectra diseñado para prevenir el uso de volantines en zonas con cableado eléctrico. «Crespito» es otro apodo. Sigo sin entender de dónde viene lo de «crespito». Pero da igual. Soy un niño y mi pelo hirsuto podría servir para esquilar ovejas. Soy un niño, me digo ahora, y el mundo es pura potencia. Cosas esperando ser descubiertas. Asisto a una escuela particular subvencionada. Soy hijo de una familia joven que crece al amparo de los jugosos años 90. Vivimos en una población de la periferia, pero no importa: los sueños de las familias jóvenes crecen en cualquier parte.

Entonces llega este tipo, mi padre, con una cinta de VHS. Toy Story. Una historia de juguetes. Para los que no conocen la película, el argumento es más o menos sencillo. Andy es un típico chico norteamericano de los suburbios. Como muchos niños norteamericanos de los 90, y como muchos niños de este calco rasca del capitalismo yanqui que es Chile, Andy tiene un montón de juguetes, que fungen como extensiones de su imaginación. Cuando Andy no está en su pieza, los juguetes cobran vida. Una vida espantosa, tan similar a la nuestra, con sus jerarquías y burocracias. En ese Estado-de-Juguetes, el autoproclamado líder es Woody, un vaquero veleidoso y posesivo. Un Clint Eastwood naïf. Un alguacil que, como todo policía, es moralista, aprehensivo e insoportable. La fantasía autoritaria de Woody, sin embargo, se rompe cuando Andy recibe el nuevo juguete de moda: Buzz Lightyear, un guerrero espacial bravucón de mentón pronunciado y delirios galácticos parecidos a los de Sun-Ra. La tradición, de pronto, choca con la modernidad.

Esa disputa, como cualquier película norteamericana para niños, deriva en un escape de casa, ese afuera, el lugar de lo otro, que cierta cultura popular norteamericana suele ilustrar como peligroso. Ese lugar extraño, poblado de seres monstruosos, que alimenta la imaginación, pongámosle, de un Donald Trump construyendo un enorme muro en la frontera sur. Miedos antiguos para las nuevas generaciones.

El viaje de los personajes, vaquero-tradición y modernidad-guerrero-espacial, con su obvia mecánica aristotélica, funciona como el camino hacia la redención. Está también el desmantelamiento del relato moderno de este guerrero espacial que, como Ícaro, descubre que en realidad no puede volar y cae, aunque esta vez de un segundo piso y sin glamour mítico, mientras de fondo escuchamos una canción que dice «y por fin yo comprendí quién soy y lo que hago aquí / no navegaré nunca más».

Vean, si pueden, esa escena. Vean, si pueden, la primera película completa. No como niños, sino como adultos. Buzz Lightyear descubriendo que es un juguete, descubriéndose un mero objeto en serie, es, para mi gusto, una de las escenas más conmovedoras y tristes que he visto en una película infantil. Alguien debería adaptar el Altazor de Huidobro en clave Toy Story. Buzz Lightyear, al infinito y más allá, hacia el abismo.

El conflicto entre tradición y modernidad que parecen representar esos dos personajes se resuelve en una amistosa síntesis, y vaquero y guerrero espacial conviven fraternalmente en ese espacio privado cálido donde las familias reposan en paz, sin conflictos. Antes de eso, por supuesto, pasan las de Quico y Caco, conocen a una tropa de juguetes mutantes y a su artífice, un chico llamado Sid que –obvio, el cine gringo mainstream siempre reduce el mundo a dicotomías burdas– lleva una polera negra y se comporta todo el tiempo como un completo cretino.

Todas estas lecturas emergen hoy, en pleno 2019. A la sazón, el niño que vio esa película en una pequeña televisión en la pieza de sus padres, el niño de las mechas de clavo, encontró en esa trama una sugestión potente.

No podía ser de otra forma.

Gracias a una abuela excesivamente dadivosa y a otros factores, ese niño tuvo también su colección de juguetitos. Uno que otro auto de lata, soldados de plástico, muchísimas figuritas de Dragon Ball, probablemente la serie de animación japonesa más exitosa de mi época, y

«¿No están siendo desplazados los juguetes en el viejo sentido y uso de la palabra? ¿No habrá pasado, el mismo oso de peluche, junto con la muñeca de trapo, de ser un universal de las estanterías de la infancia a ser meramente una antigualla y un vestigio?»

un largo etcétera. Puesto que la casa y la familia del recuerdo evocado se quebraron pronto y para mejor, todas esas pequeñas piezas, que hoy podrían llenar un estante destinado a la memorabilia, fueron lentamente desapareciendo. Algunas fueron sacrificadas bajo la inclemente llama de un desodorante spray activado con un fósforo: en el patio de esa casa de la población San Pablo, ese niño encontró fascinante quemar sus juguetes. Observar cómo el plástico se deformaba. Oh, el fuego. Van a pasar años y nos cubrirán capas y capas de futuro, pero el fuego siempre estará para sobrecoger esa parte primitiva que ora lo busca para el regocijo, ora para la destrucción.

Los juguetes, en esa época ya remota, eran una forma de llenar la soledad. Una primera forma de panteísmo, también. Jean Piaget decía que el animismo es una forma de pensamiento propia de cierto momento de la infancia. Siguiendo la hilacha de estos recuerdos, esos figurines eran a su manera mis compañeros de aventuras.

Epidemia

Este 2019 se estrenó la cuarta parte de Toy Story. La llegada a los cines locales coincidió con las vacaciones de invierno. En vacaciones de invierno, los malls suelen llenarse de familias, y como en regiones casi todas las salas de cine están en los grandes centros comerciales, ir a verla al cine era ir a meterse a un mall atestado de familias dizque contentas. Un panorama terrible, estremecedor.

Fuimos.

Me acompañó V, mi pareja. En una sala llena de adultos y un puñado de niños, volví a encontrarme con esa historia de juguetes. Mi primera impresión fue más o menos obvia: una película para niños, hoy por hoy, no puede tratar sobre juguetes. El público era la prueba más evidente de ello: adultos. Oxidados adultos atiborrando las butacas. A más de una persona la escuché decir: «Los niños no están entendiendo nada». Toy Story se transformó, obvio, en una película para adultos. Los juguetes son objetos melancólicos. Y la melancolía de los adultos nacidos entre los 80 y los 90 es una tuerca gruesa de la industria cultural actual. Sirva como ejemplo la explotación del tópico en series como Stranger Things. Esta actitud naïf hacia el pasado, que esconde esa necesidad de restablecer un orden perdido, me genera muchas suspicacias. Martín Cerda, en uno de sus ensayos breves, describía la actitud del nostálgico de la siguiente forma: «El pasado que este invoca y conmemora (litúrgicamente) no es nunca el pasado realmente ocurrido, sino, en verdad, un gestuario rígido, embalsamado, estatuario». Rígido como un juguete. Continúa: «Su amor es, pues, sólo la máscara de una fijación (neurótica) y esta, a la vez, un síntoma de un terror (u horror) al curso cambiante de la historia que vive como presente».

Estas ideas de Martín Cerda volvieron a mí en otra ocasión. Fue el 2016. Me ofrecieron ir en calidad de cronista –¡y estudié Sociología para esto!– a cubrir algunas bandas en la versión chilena del Lollapalooza. El infierno, de existir, debe ser un gran Lollapalooza. Hordas de rubios. Manadas de gente ondera. ¿Hay algo más deprimente que la gente con onda? Pues bien, en esa ocasión me ofrecí para cubrir la presentación de la banda de Cachureos en el Kidzapalooza, que es la versión para niños de este evento de exportación. Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen.

Cachureos, en reducidos términos, fue un programa infantil de los 90. Puesto que se transmitía por televisión abierta, muchos fuimos sometidos de manera sistemática e impune a sus canciones y personajes: un lápiz que no sabía hablar y se comunicaba a través de silbidos, un monstruo deforme llamado Epidemia –excelente nombre para una banda de hardcore crust– y un gato vagabundo llamado Juanito. Entre otros.

A los brillantes inversionistas detrás del evento les pareció una buena idea que Cachureos, con bastante tiempo fuera de la televisión como para ser relegado al más justo olvido, volviera a los escenarios. Lo que mis ojos vieron aquel día, querido e hipócrita lector, fue absolutamente ominoso. Después de la gente ondera, los adultos infantilizados son otra categoría deprimente que produjo el siglo de XXI.

Y los vi por montones.

¡Dios me libre de estos recuerdos!

Mientras Marcelo Cachureos y su tropa de animales antropomorfos interpretaban sus particulares versiones de canciones como «Beautiful ones» de Suede –«Míralos, son los ancianos / dales tu amor, la la la la lá»–, una tropa de adultos babeantes y melancólicos coreaba esos tracks del recuerdo a vista y paciencia de esos niños que no entendían qué demonios era lo fascinante de esta versión pobre de las fábulas de La Fontaine. Juro que vi en sus caras una indiferencia atroz.

Fue tal el entusiasmo que se apoderó de esos cuerpos cansados, peludos y fofos, que se agruparon alrededor del escenario como avispas sobre un cadáver. Yo los vi. Ahí, con mi libreta y mi lápiz pasta, muerto de la risa y muerto de vergüenza. Tomando apuntes para una crónica que escribiría más tarde, jurándome no volver nunca más a un lugar así. «Esto no es un show para niños», pensé ese día. Los niños, de nuevo, no estaban entendiendo nada. Los covers «cachureizados» de Marcelo y su tropa, a los oídos de estos pobres infantes, sonaban como ruido blanco. Pero esos tiernos adultos, lanzados de golpe a los noventa, fueron de súbito felices. De pronto, toda la miseria de la adultez en Chile pareció redimirse en el providencial acto de ser un niño de nuevo.

La nostalgia paralizante es más dura que la pasta base. ¡Quién no querría volver a ser niño por cinco minutos!

Algo parecido me ocurrió en aquel cine.

Ir a ver la cuarta parte de Toy Story, medianamente oxidado y con el vivo recuerdo de la población San Pablo, San Javier, año 1995, fue en parte un ritual similar: reencontrarse con ciertos afectos de la infancia. La película, de hecho, parte con esa cancioncita endemoniada e insoportablemente ingenua cuyo coro reza «Yo soy tu amigo fiel / si algún día tú te encuentras, lejos muy lejos de tu lindo hogar / cierra los ojos y recuerda que yo soy tu amigo fiel». La versión original, según leo en Wikipedia, es de un tal Randy Newman. La versión que nos llegó en castellano estuvo a cargo del mexicano Ricardo Murguia, que murió el 2017. Snif

La cancioncita, que en mi tierna infancia me llenaba de una especie de emoción pura en torno a la amistad, se me apareció esta vez como una montaña intragable de azúcar. El niño que llevo dentro, pensé, está completamente muerto.

No fue así para mis compañeros de sala: más de algún tarareo recuerdo haber oído. Uno que otro suspiro. En esa sala, por algo así como una hora y media, todo se llenó de una especie de atmósfera de ensueño. Diría que a más de alguno se le borraron las arrugas y las estrías, sus deudas terribles y cancerígenas con instituciones universitarias volvieron a cero; los hijos volvieron de golpe al vientre de sus madres; Juanita recordó, con claridad prístina, las Barbies que había mutilado y maquillado con devoción religiosa; Pedrito, abriendo los ojos mientras navegaba en el océano del tiempo, se vio a sí mismo nuevamente con las rodillas llenas de costras por los porrazos y la pichanga junto a la sombra de un moro. Las lenguas se trabaron para volver a balbucear los garabatos anteriores a la adquisición de la lengua madre, con toda su coacción y los fórceps de su gramática.

La cancioncita, que en mi tierna infancia me llenaba de una especie de emoción pura en torno a la amistad, se me apareció esta vez como una montaña intragable de azúcar.

Atrapado en mi butaca, diríase que una extensión de la misma: ahí permanecía yo. El niño que alguna vez fui estaba completamente muerto. Mi educación sentimental había caído en el largo sueño del olvido. No paraba de analizar la película en términos absolutamente moralistas y dizque teóricos: el vaquerito insoportable comportándose como un padre que no supera el síndrome del nido vacío; los juguetes como objetos fantasmales, residuales incluso. Pensaba en citas. ¡En citas! Los libros se transforman para algunos en una sublimación de lo que fueron los juguetes en la infancia: extensiones para la imaginación, espacios para que la fantasía campee a sus anchas, así sea en un aforismo de Kafka o en las teorías de Baudrillard. Pensé en una cita, decía. Es de La mano que mira, de Juan Cristóbal Mac Lean

«¿No están siendo desplazados los juguetes en el viejo sentido y uso de la palabra? ¿No habrá pasado, el mismo oso de peluche, junto con la muñeca de trapo, de ser un universal de las estanterías de la infancia a ser meramente una antigualla y un vestigio? (…) Tal vez habría que añadir, a la horrenda lista de especies animales en peligro de extinción, al oso de peluche, al caballito de madera –ya prácticamente extinto.»

No es una exageración señalar que estamos viviendo en vivo y en directo, con una mueca entre el espanto y la indiferencia, la extinción masiva de especies animales. Que los juguetes se están extinguiendo a la par es, a todas luces, una exageración. Pero sí vale la pena detenerse en la idea del sentido que estos tienen en la vida de los niños del siglo XXI. Hace poco leí al periodista Rodrigo Fluxá decir que sus libros tenían que competir con las series de Netflix. Los juguetes, objetos inertes, poco y nada pueden hacer contra el imperio de la entretención actual: destruir ciudades y atacar a la policía con bazucas en el Grand Theft Auto es, incluso para mí, que llevo a mi niño interior a cuestas como un cadáver, muchísimo más entretenido –y perturbador, también– que intentar sacarle alguna historia a un muñeco de plástico

Pregunté a algunos amigos que ya son padres sobre el tema. ¿Juegan tus hijos con juguetes, José? Pues claro que sí. Han cambiado, sin duda los usos y las prácticas. «Mis hijos tienen juguetes, pero además ven videos de otros niños jugando con sus juguetes en YouTube», me cuentan. Suena raro. Pero no es tan raro: he descubierto a mi hermano, que ya está en plena edad del pavo –pobrecito–, sentado largas horas viendo cómo otros juegan videojuegos por él. A su edad, dios me libre, yo sólo encontraba placer en mirar videos pornográficos conseguidos de contrabando.

El uso que los niños dan hoy a los juguetes dista mucho de lo que aparece en Toy Story. Sus estímulos son otros, más complejos. Porque ser niño es estar siempre viviendo el mundo como algo nuevo. Allí no hay espacio para nostalgias paralizantes. «Lo que caracteriza al infante es que él es su propia potencia, él vive su propia posibilidad. No es algo parecido a un experimento específico con la infancia, uno que ya no distingue posibilidad y realidad, sino que vuelve a lo posible en la vida en sí misma», escribió Giorgio Agamben.

La sensación que me quedó tras salir del cine fue una mezcla de desazón y optimismo. Optimismo de saber que mi amargura dosificada me libró de fetichizar la infancia: los 90 en Chile para una familia cualquiera, alejada, digamos, de los quintiles de la gloria, estaba bastante lejos de ser un campo de flores bordado. Llevar a cuestas el cadáver del niño que fui –llevar a cuestas el cadáver del niño que fuimos, me digo, porque todos vamos trasladando tumbas– es una forma de abandonar de una buena vez ciertas raíces podridas para que los gusanos hagan algo con ellas.

Desazón, pues, de perder el goce de ver una película sin dejar de triturarla en la máquina moledora de carne teórica, de dudoso rendimiento, que se nos instala en la cabeza mientras envejecemos, y la maquinaria del mundo sigue triturándolo de a poco hasta que aparecen las barricadas, el fuego y esos jóvenes hermosos que nos limpian un poco este sarro que nos crece en el cuerpo y cabeza. Y revitalizamos nuevamente el juego y la imaginación que parecía muerta, sepultada bajo kilos de chatarra. Miro al niño muerto que llevo dentro y le doy pagana sepultura. Entierro con él sus juguetes y sus películas. Y camino, liviano, hacia las barricadas y las calles y el futuro.

Y me digo: que no nos roben el futuro.

Que no nos roben el fuego y el futuro.