Paz Castañeda

Artista

Durante el encierro provocado por el coronavirus vivimos en Chile una experiencia inédita: el furor de comprar plantas. Los productores se vieron desabastecidos como nunca, proliferaron los revendedores e Instagram se llenó de cuentas dedicadas no sólo a la venta sino también a la exhibición orgullosa de verdaderas colecciones, incluso en departamentos de pocos metros cuadrados. Lo que pasó no necesita un análisis muy profundo: frente a la imposibilidad de salir a los espacios «verdes», las personas llevaron la naturaleza a sus hogares, por un impulso que tal vez en su origen fuera estético, pero que indudablemente también apuntaba a la salud mental.

Estas dos intenciones aparecen como asuntos importantes en La mente bien ajardinada, de la psiquiatra Sue Stuart-Smith, recién editado en español. No hay que menospreciar el deseo estético o la búsqueda de placer en la evolución humana, dice la autora, quien recopila en gran parte del libro experiencias terapéuticas en las que las plantas son el principal agente de sanación. El texto está escrito en primera persona y se mueve libremente entre anécdotas autobiográficas, estudios psiquiátricos, análisis sociológicos y literatura. A veces con un tono de reportaje periodístico y otras con el lenguaje más erudito de la medicina.

Así nos enteramos, por ejemplo, de que el placer que sentimos al oler tierra mojada proviene de un aroma que tiene nombre (geosmina), lo producen bacterias del suelo y tiene un efecto tan agradable que puede ser sedante. El origen del placer de olerla, plantean los estudios, presumiblemente se debe a que nuestros antepasados relacionaban ese olor con fuentes de vida. Lo mismo habría pasado con nuestro gusto por las flores, que además de su belleza eran deseadas porque allí donde hubo una más tarde habría un fruto.

El jardín, según el libro, puede funcionar como zona de seguridad para quien ha sufrido estrés postraumático o como lugar de realidad para todos los que llevamos una vida mediada por la virtualidad en las relaciones sociales y el teletrabajo, ambos fenómenos exacerbados por la pandemia. El jardín es un lugar para estar y hacer, para cuidar y reparar, operaciones menguadas por la inmediatez y obsolescencia a las que nos obliga la tecnología contemporánea.

En ese sentido, el boom actual del cultivo de plantas –ya sea en un jardín o en una huerta urbana– podría asumirse como una forma de resistencia al encierro y de soberanía estética y terapéutica, tal como sucedió en Gran Bretaña durante la Revolución Industrial. La aparición de máquinas convirtió a los artesanos en obreros y los obligó a emigrar del campo a la ciudad. En casas pequeñas y sin terreno, los antiguos artesanos se dedicaron a cultivar flores en sus mínimos jardines, produciendo nuevas variedades que exhibían con orgullo en decenas de festivales y exposiciones. Toda la creatividad y delicadeza que antes le dedicaban a su trabajo en un telar manual, por ejemplo, encontró en las plantas un nuevo destino en el cual reivindicarse.

Por supuesto que hay mucho de moda en el furor por las plantas (incluso se creó este año un Día Internacional de Fascinación por las Plantas), y mucho de lo que vemos en redes sociales se debe a su consideración como objetos decorativos. La demanda de plantas perfectas y enormes que transforman de manera instantánea un espacio aburrido en un hit de Instagram adolece de esa actitud vacía. Pero tal vez sirva para reducir la ceguera vegetal que mucha gente padece.

La autora cita el origen del concepto y sus causas: dos botánicos estadounidenses, James Wandersee y Elisabeth Schussler, acuñaron el término «ceguera vegetal» en 1998 para describir el hecho de que las personas se sintieran desconectadas de las plantas como seres vivos y, peor, como seres elementales para la existencia de vida en el planeta (las consecuencias de esa ceguera las vivimos ahora con la crisis ambiental). Pero los botánicos vieron también que había un remedio para la ceguera vegetal: que un «mentor de plantas» (alguien que sabe del asunto o disfruta de él) introduzca al ciego en el tema, transmitiéndole información y contagiándole su gusto. Quién sabe si las vilipendiadas redes sociales estén siendo ese mentor de plantas ahora mismo.

Sue Stuart-Smith. La mente bien ajardinada.
Barcelona, Debate, 2021, 344 páginas


Ana Buzzoni

Diseñadora y directora en Chile Diseño

Desde que leí por primera vez a Pedro Mairal simplemente no he podido parar. Fue como encontrar una voz familiar que describe una cotidianidad paralela, allá al otro lado de la cordillera. Empecé con La uruguaya, luego Maniobras de evasión, Una noche con Sabrina Love y actualmente leo Salvatierra.

Mairal tiene la habilidad de hacerte empatizar con los personajes y llevarte rápidamente a ese ambiente tan argentino y a la vez tan latinoamericano, describiendo lugares, ambientes y personajes de manera que una siente que siempre conoció la historia que está leyendo.

Solo puedo compararlo con ver una buena película de Ricardo Darín; tiene esa cosa media añeja de Argentina, ese acento y ese humor trasandinos, esa capacidad de contar historias desde la familiaridad, la ironía y la verdad.

Gracias a Mairal he podido tener otras vidas durante la pandemia. He andado en bicicleta por Barrancales con una bolsa con whisky colgando del manubrio, he estado en los asientos traseros de un ómnibus con la adrenalina de un niño que por fin tiene a su crush cerca, he estado fumándome un cigarro en algún bar perdido en alguna parte de España, y en todas esas historias he sentido esa familiaridad con un mundo que conozco, y que sigue ahí afuera vivo para cuando todo esto pase.

Pedro Mairal. Salvatierra. Buenos Aires, Emecé, 2016, 160 páginas


Belén Fernández

Escritora e historiadora

Estoy leyendo Vivir una vida feminista, de Sara Ahmed. Lo primero que me produjo fue una revisión obligatoria acerca de cuántas filósofas he leído en mi vida. Hannah Arendt en la universidad, hace muy pocos meses Angela Davis gracias a un taller de autoformación feminista, unas cuantas cosas de Simone de Beauvoir, aunque a ella la conocí más por su narrativa. Por supuesto que he leído a varias intelectuales, en especial a historiadoras, sociólogas y teóricas literarias. Pero en la filosofía las mujeres son aun más escasas; aunque eso, en realidad, siguiendo a Ahmed y a otras autoras, es un dato engañoso. Conocemos a pocas filósofas no solo porque históricamente hemos cumplido funciones que destinaron nuestra vida a la reproducción del conocimiento y no a su producción; o porque entramos décadas, siglos tarde a la formación profesional que en un comienzo nos ofreció solo algunas carreras, aquellas dedicadas al cuidado de los otros, nunca al cultivo propio; conocemos a pocas filósofas porque durante demasiado tiempo los hombres decidieron qué se publicaba, a quién se leía e incluso qué era teoría y que no. Y esto es lo peor: yo como estudiante pensé que era normal, que estaba bien y que no hacía falta cambiarlo.

Sara Ahmed, sin exagerar, me está transformando la vida. Su llamado a hacer teoría desde lo personal desestabiliza el lugar epistemológico pretendidamente neutral desde el que se ha elaborado buena parte del conocimiento occidental y que de neutral no tiene nada. Sara escribe cerca de las cosas, al ras de su experiencia racializada como hija de madre australiana y papá pakistaní. Dice: «Las ideas ya no aparecen como algo generado a partir de la distancia, una forma de abstraer una cosa de otra cosa, sino que surgen de nuestro involucramiento en el mundo…». Dice: [Algunas lecturas feministas] «me dieron coraje para construir teoría a partir de la descripción del lugar que yo ocupaba en el mundo, para hacer teoría a partir de la descripción de no ser incluida por un mundo». Hay mucho en su libro para redefinir lo que sabemos sobre el género, el dolor, la felicidad, las palabras.

Cuando la leo, actualizo el sueño que como historiadora siempre tengo: viajar en el tiempo. Si pudiera hacerlo, renuncio a asistir a grandes sucesos históricos. Me conformo con viajar hasta mis años de universitaria, revisar la bibliografía que hay que leer en el semestre y preguntar en la clase a ese profesor varón por qué no hay filósofas en las lecturas del curso. Ante su respuesta de que «hay muy pocas, en general las mujeres se dedicaron a otras áreas», quiero levantar la mano y ofrecerle: «Podríamos leer a Sara Ahmed, profesor. A mí me cambió la vida. Confíe en mí, le va a hacer bien».

Sara Ahmed. Vivir una vida feminista. Buenos Aires, Caja Negra, 2021, 472 páginas

 

Teresa Correa

Directora del Centro de Investigación en Comunicación, Literatura y Observación Social UDP

Silvio Waisbord, argentino, lleva más de treinta años viviendo en Estados Unidos y hoy dirige la Escuela de Medios y Asuntos Públicos de la Universidad George Washington. Ha publicado dieciocho libros y cientos de artículos sobre periodismo, política, medios y populismo. Ha sido editor de las revistas más importantes en comunicaciones y es uno de los referentes latinoamericanos en el área. Pero El imperio de la utopía es su libro más personal y menos académico. Quiso reflexionar sobre la sociedad estadounidense desde su perspectiva de inmigrante desde 1987.

«Este es el libro que hubiese querido leer antes de venirme a vivir acá», dijo en la presentación. El libro está organizado en ocho capítulos que abordan temas clave para entender las complejidades y las sombras de los mitos estadounidenses que recibimos a través de los medios: el optimismo, el individualismo, la soledad, la violencia, la fantasía, el nacionalismo y racismo, las desigualdades sociales y la identidad «americana». Es una tarea ambiciosa hablar de esa sociedad cuando existen tantas identidades contradictorias en su interior, pero Waisbord logra analizar algunos rasgos fundamentales que cruzan esa sociedad yendo más allá de generalidades esquemáticas. Su perspectiva crítica no impide un relato lo suficientemente complejo para comprender por qué tantos migran a ese país y se pueden quedar treinta años o más.

Silvio Waisbord. El imperio de la utopía: Mitos y realidades de la sociedad estadounidense. Barcelona, Península, 2020, 336 páginas


Paula Molina

Periodista

El futuro está aquí y pocas lecturas me lo han recordado de manera más espeluznante que A Children’s bible (Una Biblia de niños). La historia arranca con un veraneo de película: una casona grande frente al lago donde se han reunido varias familias amigas. Hay vino, cosas ricas, autos todoterreno a la puerta. Los adultos se divierten. Los hijos observan con mirada crítica: «Les gustaba tomar: era su hobby, o, dijo uno de nosotros, quizás una forma de adoración. Tomaban vino y cerveza y gin», describen. «Sólo teníamos que comer con ellos, y hasta eso nos molestaba. Nos sentábamos a la mesa para hablar de nada… Lo que decían era tan aburrido que nos llenaba de frustración y, después de algunos minutos, de rabia. ¿No sabían que había temas urgentes que tratar?».

La urgencia se impone cuando empieza la lluvia. Incesante, torrencial. Pronto el suelo se reblandece, el río se desborda, caen los árboles, la casa se inunda. Las provisiones desaparecen, los caminos y la energía se cortan y la historia entera comienza a desplazarse rápidamente hacia el apocalipsis climático. Mientras el grupo adulto se empantana entre el pavor y la incredulidad, un par de adolescentes se hace cargo de los más pequeños, de un recién nacido, de algunos animales, del final.

Lo curioso es que, aunque irremediable, el fin del mundo no es, ni de lejos, lo más inquietante de la historia: lo estremecedor es seguir la trama a través de los ojos de sus jóvenes testigos, y ver, en ellos, que la irresponsabilidad y el abandono parental no comenzaron el día que se empezó a acabar el planeta, sino mucho antes. Y que el legado de tormentas e inundaciones es la forma más dramática, pero no la única, en que les han fallado. Escalofriante.

Lydia Millet. A Children’s bible. Nueva York, Norton, 2020, 240 páginas


Paula Riveros

Diseñadora

El nudo materno ha sido uno de los mejores libros que he leído en lo que va del año, y aunque ya ha pasado un tiempo desde que lo terminé me he visto revisándolo varias veces y reviviendo algunos de sus pasajes. En estas memorias, consideradas uno de los pilares de la literatura feminista, Lazarre, una mujer de origen judío casada con un afrodescendiente, no solo aborda el mito de «la buena madre», sino también los conflictos raciales y sociales de la época. Construye un relato desgarrador y honesto sobre lo que muchas mujeres experimentan en el día a día y que no pueden contar por temor a ser juzgadas: la postergación personal, los miedos y la imposibilidad de cumplir con las expectativas de la mujer ideal. Si bien han pasado más de cuarenta años desde su publicación en 1976, El nudo materno resulta ser un texto tremendamente contemporáneo, situado en la vereda opuesta a los clichés levantados por el marketing, con un discurso político que profundiza en la condición femenina, despojado de condescendencia, convirtiéndose en un manifiesto que plantea la aceptación de la vulnerabilidad y de las contradicciones que implica la maternidad.

Jane Lazarre. El nudo materno. Barcelona, Las Afueras, 2018, 272 páginas