Macarena Lescornez

Directora de The Clinic

Mi año de lectura comenzó con este libro, que aún no se me va de la cabeza. Con una prosa sin excesos y elegantemente precisa, nada hace vislumbrar que Panaderos es la primera novela de Meneses. Su capacidad para retratar atmósferas y personajes es más propia de un experimentado observador o cronista que de un principiante. Sí, de cronista, porque lo que logra Meneses es dar cuenta, sin desmesuras, de la realidad –cruda realidad– de una panadería de supermercado, donde a diario un grupo humano expone esas complicidades, esos códigos propios de quienes sólo buscan sobrevivir al día a día. De quienes se saben prescindibles, intercambiables en una cadena de producción llena de injusticias y abusos soterrados. Pero, por dramático que sea el panorama, Meneses rehuye el panfleto o los sentimentalismos vacuos. Muy por el contrario, echa mano de un relato centrado en lo cotidiano, en las rutinas, en los detalles de lo simple, incluso en el humor, para dejar en evidencia estructuras y dinámicas del pequeño universo que es esa panadería. Un universo que, aunque pequeño, es un lúcido retrato –de los mejores que he leído en el último tiempo– de esos oscuros y precarios engranajes que permiten mantener en funcionamiento el sistema, nuestro sistema.

Nicolás Meneses, Panaderos, Santiago, Hueders, 2018, 128 páginas


Lucía Dammert

Cientista política

Llevo casi tres meses de cuarentena preventiva. He aprovechado para leer de forma variada, desde Las pequeñas alegrías, de Marc Augé; Largo pétalo de mar, de Isabel Allende; Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño; La pasión según G.H., de Clarice Lispector, hasta Lo mucho que te amé, de Eduardo Sacheri. Nunca había dado oportunidad a los cuentos breves ilustrados, y Tony Takitani, de Haruki Murakami e ilustrado por Ignasi Font, ha sido un brillante descubrimiento. Un cuento breve, centrado en los sentimientos de soledad, en las tribulaciones sobre el amor, las relaciones interpersonales, así como en el apego y el dolor.

Todo es efímero en la vida. Incluso los recuerdos y los objetos que nos traen a la mente a las personas que han marcado nuestros sentimientos pasan sin poder controlarlos. Tony, japonés e hijo de japoneses, carga con un nombre americano que lo atormenta de niño. Es huérfano de madre y abandonado por un padre que prioriza su trabajo como músico de jazz. Ilustrador exitoso y metódico, se casa con una adicta a la compra de ropa con la que lleva una vida armoniosa hasta que en un accidente ella muere. Queda solo, con los cientos de vestidos y zapatos que la recuerdan. Luego muere su padre, dejando una amplia colección de discos. La soledad de Tony, descrita e ilustrada con maestría, me recuerda a los millones que hoy voluntaria o involuntariamente pasan sus días solos, muchos que quedarán con objetos de seres queridos que se los habrá llevado la pandemia.

Haruki Murakami, Tony Takitani, ilustraciones de Ignasi Font, Barcelona, Tusquets, 2019, 80 páginas


James Staig

Profesor de Literatura

Conocí la obra de Ocean Vuong en una pequeña revista digital estadounidense y me pareció de una calidad extraordinaria. Luego tuve entre mis manos un ejemplar de No (YesYes Books, 2013) en un evento de poesía y tamales en Malvern Books y quedé encantado con la delicadeza con la que construye imágenes que son brutales. En 2016 sacó Night Sky with Exit Wounds y tuve la oportunidad de leerlo, pero regalé el ejemplar que había comprado a un amigo porque pensé que tendría la oportunidad de comprarme otro, cosa que nunca pasó. Ahora me hice de Cielo nocturno con heridas de fuego, la versión bilingüe que sacó Vaso Roto Ediciones, y desde la misma portada me puse a pelear con él. En general la traducción de poesía es un tema complicado, hay que admitirlo, y por eso siempre prefiero las ediciones bilingües, pero en este caso me ha costado avanzar la lectura porque no puedo dejar pasar problemas que me parecen horribles en la traducción. Hay un discurso del blanqueamiento que se pierde en la traducción, la idea de «salida» en la noción de exit wound que no está en el «fuego». No sé, me enojan, me dan ganas de ir a recuperar esa copia regalada o quizás cambiársela a mi amigo por esta.

Ocean Vuong, Cielo nocturno con heridas de fuego, Madrid, Vaso Roto, 2018, 176 páginas

Simón Ergas

Editor de La Pollera

Después de milenios ganándole a la noche, la hemos vuelto a perder. Ya el primer sapiens que se atrevió a recoger un leño de la hoguera para trasladar el fuego, o la ordenanza londinense que prohibía lámparas de aceite de pescado por el hedor, siempre hemos insistido en maneras de habitar la oscuridad. Hace poco más de cien años recién se bajó el interruptor que hizo esconderse a los monstruos nocturnos. Pero la electricidad, al anular un misterio, abrió otro más profundo, lo que Al Álvarez llama la noche de la noche, el fondo de la conciencia humana, el funcionamiento impresionante del cerebro y el mundo imparable, inacabable y dramático de los sueños. La inexistente línea divisoria entre el sueño y la locura, la delgada línea entre ambos y el arte, el mecanismo de la poesía y las nuevas pesadillas que no desaparecen bajo la luz, permitiendo incluso que los valientes o desesperados convivan con ellas en su mundo de tinieblas. Después de milenios ganándole a la noche, desde hace tres meses que no salimos a encontrarla. Quizás, por ahora, ella se ha vuelto otra vez independiente, otra vez hogar de alimañas, las mismas que alguna vez acecharon a la humanidad fuera de las cavernas, luego amenazaron al ciudadano escondidas en las calles de piedra de urbes pasadas y hoy evaden la cuarentena, portan la plaga, dominan la noche real, dejándonos a los incautos retirados solo a las posibilidades que nos regale nuestra propia noche interna, el enigma mental infinito, como un paseo de verdad.

Al Álvarez, La noche, Buenos Aires, Fiordo, 2018, 312 páginas


Gastón Carrasco

Poeta

Consulto, a modo de biblia, Elogio del riesgo, de la filósofa y psicoanalista francesa Anne Dufourmantelle, primera edición en español por Paradiso Editores (México) en 2015. En él la autora revisa la expresión «arriesgar la vida» y todo lo que ello implica en nuestra relación con la muerte y el enfrentamiento con lo/el otro, que se traduce en una relación con el tiempo, la espera o el suspenso. Terminé recién la novela Viviane Élisabeth Fauville, de Julia Deck, que en un juego de voces increíble narra el periplo de una mujer, recién separada, hijo a cuestas, que mata a su psicoanalista. Pero de quien realmente quiero hablar es de la ensayista y poeta Tamara Kamenszain y su Libro de Tamar. En este texto de difícil catalogación la autora despliega una crónica en torno a la reaparición de un poema escrito por su fallecido exmarido, el escritor Héctor Libertella. En la narración se cuestiona el carácter de la autobiografía, la crítica literaria o crítica a secas, todo en un juego lúcido de palabras y conceptos que nos involucran como lectores-vouyeurs. La historia es construida en relación con otros relatos literario-amorosos (Ludmer/Piglia, Plath/ Hughes) y con experiencias que rompen el lugar de lo privado para entrar al campo público de lo literario, de las amistades y relaciones literarias. El relato opera también como crónica policial al intentar abrir los «bolsones semánticos» del poema encontrado y resolver, junto al lector, el enigma personal y de lenguaje que hay en esas palabras dispuestas en forma de poema.

Tamara Kamenszain, Libro de Tamar, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2018, 96 páginas


Juan Mercerón

Diseñador

Creo que hay libros que consiguen una rendija que conecta con algo que no sabes que estás buscando y ahí lo encuentras, solo para volver a perderlo, quizás no en su totalidad, pero que permanece en la sensación que te dejó, como el recuerdo de una buena comida. Uno de esos libros que me llaman cada tanto desde la biblioteca es el volumen de ensayos de Octavio Armand (Guantánamo, 1946) publicado en 1980 bajo el título Superficies por Monte Ávila Editores –en su momento, referencia latinoamericana de editorial estatal, ahora referencia de cadáver estatal– y reeditado con el título Contra la página en 2017. Con Octavio pude conectar intuiciones que tenía –por deformación de oficio– sobre la tipografía (imagen) y la escritura. Deformaciones como pensar que la imagen poética o literaria se hace imagen con el acto de leer –esto es obvio– pero solo se hace posible por medio de la tipografía impresa. Sin tipografía no hay lectura: el negro de la tinta, que borra y quita luz al espacio blanco «vacío» de la página y así la página se hace superficie. Surge entonces en todo su esplendor esa superficie donde ocurre la lectura y nos pone contra(frente) a ella: la página impresa. Parafraseo un poco de las cosas que me quedaron, pues ese tipo de «viajes» se encuentran en este libro: textos donde la prosa se hace poesía, la poesía se hace imagen, la página se hace poema, el poema se hace ensayo y el ensayo se hace libro o libro-ensayo: inclasificable, contemporáneo. Un libro-ensayo que, pasado por el tamiz del diseño, de la mano de los maestros Álvaro Sotillo y Luis Giraldo, hace de estos textoscaleidoscópicos un artefacto de lectura. Es un libro que te invita y te mueve a vivirlo, con los ojos, el cuerpo y luego con el intelecto. Contra la página, no como negación, sino como goce de la(s) lectura(s) posible(s) y del artefacto cultural que es el libro.

Octavio Armand, Contra la página, Caracas, Laboratorio de Tipografía de Caracas (LAB. TIP.CCS), 2017, 184 páginas


Carolina Andonie Dracos

Periodista literaria

Soy una convencida de que la Santísima Trinidad femenina, al menos en Occidente, se ha construido a partir de la imagen de la madre, la puta y la loca. Generalmente, las dos primeras hacen grupo aparte –la locura en nada aporta a la hora de perpetuar la especie–, dejando a la tercera en el limbo de la disidencia, de lo que no se entiende y, por ende, se veta. ¿Qué ocurre cuando entran en juego las tres representaciones? Una tragedia, sin duda, como queda claro en la última novela de Nicolás Poblete Pardo, Dame pan y llámame perro. La obra toma como base el caso de una madre y su hija que fueron devoradas por una jauría de perros en la comuna de Peñaflor en 2010. A partir de ahí, el autor estructura su propio relato con Clara, futura veterinaria que pide plata descalza en el metro para una fundación animalista, y su madre, una profesora de historia con varios episodios siquiátricos a cuesta y un sentido del humor algo perverso para sus vecinos, un coro trágico que va narrando los hechos desde su perspectiva precaria, donde la diferencia se confunde con hechicería.

Brujas, madre e hija, locas deseantes y malheridas, se van abriendo paso a un desenlace macabro donde confluyen distintas femineidades, con cuevas, suicidios y sacrificios como telón de fondo. Cachorros aferrados a la teta de una perra muerta, monjas ateas, mujeres ad portas de una reasignación de sexo. Seres al margen, solo visibles a ojos desprejuiciados, benévolos o «demasiado conscientes del destino oscuro y violento que aguarda, paciente».

Nicolás Poblete Pardo, Dame pan y llámame perro, Santiago, Cuarto Propio, 2020, 230 páginas