Escribir en el borde de la lengua

Presentación de Natalia García

Se debe escribir en una lengua
que no sea materna.
Vicente Huidobro

Leí un breve texto de Fabio Morábito en que contaba una anécdota: un hombre recibía, al pasar, y entremedio del ajetreo doméstico de levantarse y prepararse para salir, un sencillo encargo de su mujer: escribir un justificativo para su hijo que había faltado al colegio el día anterior (en mexicano, eso sí, se llama «justificante»). El hombre, que era escritor, se instala con libreta de comunicaciones y lápiz.

«Estimada profesora: …». En el acto, comienzan los borrones, «Pedro faltó a clases ayer porque…», no, «Mi hijo, Pedro, no pudo asistir…». Ponía comas, las quitaba. Corría veloz el tiempo, como corre en las mañanas, y el hombre era incapaz de realizar la tarea. Su mujer, entonces, a punto de salir, tomó la libreta y al pasar, redactó rápidamente dos o tres líneas, firmó, guardó la libreta y salió corriendo. En esa anécdota, dice Morábito, se plasma con claridad la diferencia entre escribir y redactar. Las palabras para el escritor son un problema, una pregunta que se vuelve sobre sí misma y que, al mismo tiempo que puede significar una salvación, también encierra la pérdida.

Entrar en los libros de Fabio Morábito implica acercarse a un espacio en que la escritura y, por extensión, la lengua están todo el tiempo cuestionándose e intentando responder preguntas de todo orden: sobre la materia que conforma la identidad, los límites del lenguaje y la literatura, la naturaleza de las relaciones humanas. En ese intento, la escritura se diversifi  a, se pliega y muta. No es extraño, por ello, que este escritor mexicano, nacido en Egipto, en la ciudad de la biblioteca que cobijó todo el saber de su tiempo, se mueva en distintos géneros y que adquiera una voz propia y diferenciada como cuentista, poeta, novelista, ensayista  y sobre todo como traductor.

Morábito entiende la literatura como traducción, y ciertamente debemos agradecerle contar con la poesía completa de Eugenio Montale en español. Se traduce de una lengua a otra, pero también la lengua se traduce dentro de una lengua. Y en ambos intentos se puede fracasar:

«Quiero decir que la vida de todos transcurría entre breves párrafos y frases truncas», dice el narrador-traductor de «Los Vetriccioli». O el personaje de «La cigala», un tragicómico cuento en que el personaje-lector cambia el rumbo de su vida por desconocer una de las acepciones de una palabra:

Busca la palabra cigala. Como
había sospechado, hay dos
acepciones. La primera, que él
conoce, se refiere a un crustáceo
marino comestible, de color
claro y semejante al cangrejo de
río. La segunda reza así: Forro,
generalmente de piola, que se
pone al arganeo de anclotes y
rezones. Vuelve a leer, porque no
entendió nada. Hasta la palabra
forro, que sabe lo que significa, le
parece oscura. (…) Busca la palabra
arganeo y lee lo siguiente:
Argolla de doble caña por donde
se arrebuja la filástica. Se queda
perplejo. ¿Qué son la filástica y
la doble caña, y cómo se arrebujan?
Olvida por el momento el
arganeo y busca la palabra piola.
Y lee: Cabito que traba el cordel
al desflecarse el espigón que
sobresale del losange. No entiende
absolutamente nada, cierra el
diccionario con un gesto brusco y
regresa al sillón, donde retoma
la lectura de la novela.

Pero «la cigala empieza a aparecer por todas partes y él no puede entender si es una persona, un animal, una enfermedad, una ley o un estado del clima».

Leer, como se ve, es también un problema.

En esta escritura-traducción (¿traditura?) los registros, aunque se cruzan, se distinguen. Morábito asume los géneros como si fuesen lenguas distintas, el sujeto de la escritura también comprende el mundo y lo dice de formas distintas. La traditura se transforma en una herramienta para conocer. A esto alude un libro que no sé clasificar genéricamente: Caja de herramientas. Un conjunto de textos que indagan sobre diversos objetos: el martillo, el trapo, la lima, la esponja, las tijeras, entre otros. La sorpresa es que cada objeto se aborda desde sus interacciones lingüísticas, y la metáfora prolifera. Las palabras rodean las herramientas. Son definiciones de los objetos, sí, pero desde el límite, desde un espacio en que el sujeto de la escritura está siempre a punto de desdibujarse y fundirse con aquello que nombra.

La identidad entre género y lengua evidencia también una comprensión de mundo en que hay cosas que solo se pueden decir en verso o en prosa. En la narrativa y la poesía de Morábito aparece este problema. «Falta de prosa, mi tormento», reflexiona en un poema, porque claro, la poesía es una visión de mundo cuya «traducción» a prosa conlleva pérdida. La escritura, la lengua, la poesía como pérdida. Por eso el sujeto que escribe, que narra, que prosa versos está en una situación de extrañeza. La lengua sin duda es la mejor evidencia de esa extranjería y, paradójicamente, el único sitio en que se puede habitar.

Morábito vivió hasta los quince años en Italia. Sus recuerdos de infancia están ligados a otra lengua. Escribe como forma de apropiarse –es indudablemente un escritor mexicano– y de transgredir: escribe sobre extranjeros, traductores, escritores, crucigramistas furiosas, niños de memoria prodigiosa, todos sujetos inestables, lingüísticamente hablando. La escritura es una casa por construir, una casa que se adivina en los cimientos. Una escritura que se mueve movida por una esperanza secreta de resolver algo, como si la memoria que registran los signos nos pudiera salvar de la extrañeza. Porque claro, la literatura es la lengua extranjera por excelencia, el lenguaje extrañado.

En los cuentos, en los poemas, incluso en una preciosa novela para niños, Cuando las panteras no eran negras, hay noticias de migraciones, de lugares distantes y desconocidos, andanzas buscando algo con qué identificarse: nombres en las lápidas de un cementerio; un animal, cuyas estrategias de caza imitar; una lengua familiar. Y al mismo tiempo hay también una mirada aguda sobre lo más próximo: sillas, mudanzas, muros, espejos. Todo en una reunión precaria pues «todo puede ser arrastrado por esa enorme goma de borrar que es el océano». Tal vez por eso la fuerte presencia de rastros, ruinas, basura, huellas en la playa; el pasado. El escritor-traductor por supuesto es un seguidor de rastros: un agudo lector.

La escritura de Fabio Morábito es extraña en su sencillez. Asedia obsesiones desde lo más cotidiano, mirando con un microscopio, o como mira un niño que ve algo por primera vez.

Entonces todo se puede volver monstruoso y ajeno, como cuando repetimos la palabra «hoja» tantas veces que llega un minuto en que no podemos entender qué significa.

Pura sangre fría

Fabio Morábito

El libro en llamas

Cuando era joven acampé en una playa con unos amigos, y de noche, como es típico, encendimos una fogata. Las pocas ramas que pudimos juntar no fueron suficientes y el fuego empezó a menguar. Para avivarlo agarré una novela que había terminado de leer, arranqué unas hojas y las eché a las llamas. En la playa había otros acampando, y de repente surgió de la oscuridad una mujer de aspecto nórdico que, reprendiéndome en un pésimo español, se acercó a rescatar las hojas que se estaban quemando. Las juntó y, apartándose unos cuantos metros, se puso a reconstruir el libro en silencio. Durante esa tarea, el fuego no tardó en apagarse. Aún la veo, encorvada sobre mi novela con expresión compungida, alisando cada hoja estropeada por las llamas. La detesté, pero me faltó el valor para arrancarle el libro de las manos. Era mi libro, pero, ¿ son enteramente los libros de quien los posee? ¿No guardan un estatuto que rebasa la lógica de la propiedad individual? ¿Era ese estatuto supraindividual lo que le había dado a esa mujer la fuerza de ir a rescatarlo de las llamas, como si dijera: mientras un libro no se queme, es de quien lo adquirió, pero una vez que se arroja al fuego deja de pertenecer a su propietario?

Entre el fuego y el libro, yo había escogido el fuego, la rueda de los amigos, el calor no solo físico de las llamas sino el fuego que une y nos confunde con los demás; por eso lo había sacrificado sin pensarlo. Ella, aun sin saber qué libro era, no había dudado en poner a salvo la palabra escrita, que para algunos es sagrada, porque encierra un testimonio intransferible. Todo libro rompe un cerco, en efecto, pero a su vez, ¿no nace de él, de una voz que ha sido capaz de volverse un cerco de voces, un murmullo junto al fuego? Yo no sabía si detestar su puritanismo protestante, que endiosa la palabra hecha permanencia, aun a costa de sacrificar el calor elemental de las cosas, o reconocer su valentía; no sabía, es más, no sé todavía, después de tantos años, si aborrecer a esa mujer surgida de la oscuridad o venerar su memoria.

Scrittore traditore

A los siete años me enamoré de un compañero del colegio. Me habría podido enamorar de una niña, pero en mi escuela los niños y las niñas estaban separados, así que me enamoré de la única niña que estaba mi alcance, y esa niña era Massimo P., un niño tímido de facciones delicadísimas que no hablaba con nadie. Era el primer día de colegio, estábamos en el recreo y Massimo se acercó a pedirme que le amarrara los cordones de los zapatos. Se veía desvalido entre tantos niños que gritaban correteando en el patio, y quedé prendado de su hermosura y de su fragilidad. «Pareces una niña», le dije, y él, quizá acostumbrado a oír eso, se limitó a sonreír. Acabó el recreo y regresamos al salón de clase. Su lugar estaba separado del mío por dos hileras, nunca volteó a verme y pensé que se había olvidado de mí. Llegó la hora de la lectura. Cada uno debía leer en voz alta algunos trozos de un cuento que venía en el libro. Leyeron unos cuantos niños antes de que el maestro señalara a Massimo. Él puso su dedo sobre el inicio del párrafo y pronunció la primera palabra; mejor dicho, la balbuceó; en la segunda palabra volvió a atorarse, y también en la siguiente. Leía tan mal que no pudo concluir la frase, el maestro perdió la paciencia y le dijo a otro que siguiera leyendo. Acepté la triste verdad: Massimo P., a pesar de su apariencia angelical, era un burro redomado. Entonces llegó mi turno. Tomé una decisión repentina: leer peor que Massimo. Pienso que, de haberlo hecho, ahora sería un hombre diferente del que soy, sin duda mejor. Si hay episodios decisivos en la infancia, ese fue uno de ellos, porque después del primer trastabilleo adrede me di cuenta de que no podría seguir estropeando una palabra más, y me solté a leer con una fluidez que el maestro aprobó con gesto de admiración. «Esto es leer bien», dijo, y creo que fue entonces cuando vislumbré que mi vocación sería escribir libros, casi al mismo tiempo que conocí el sabor de la traición. Siempre he pensado que son dos vocaciones estrechamente unidas.

Las cartas comerciales

Cuando tenía doce años mi padre se dio cuenta de que yo escribía mejor que él, así que me pidió que lo ayudara a redactar unas cartas a sus clientes. Había comprado un manual para ello, que me dio a leer para que me familiarizara con el lenguaje de ese tipo de correspondencia. En él se recopilaba un gran número de ejemplos de cartas comerciales, clasificándolas según diferentes criterios, uno de los cuales era cómo reconvenir a la otra parte negociadora por algún incumplimiento, porque una sección completa estaba dedicada a los reclamos, todo ello sin perder la pulcritud de una carta de negocios. Leí el libro de cabo a rabo y aprendí rápidamente a imitar el estilo desapegado de esas misivas, no exento de una fina obsequiosidad. Confieso que me emocionaban más que muchos libros de aventuras. Unos preámbulos me dejaban hechizado, como este: «Con la presente me permito distraer su valiosa atención para notificarle que su pedido…, etc.». Distraer su valiosa atención: ¡qué frase admirable! Yo sabía que nadie creía sinceramente en la valiosa atención de su destinatario, pero intuía que esta y otras fórmulas de esmerada cortesía debían incidir de algún modo en una negociación, y me apresuré a incorporarlas en las cartas que escribía para mi padre.

Mi soltura alcanzó tal grado de maestría ante sus ojos que dejó de revisarlas. Las respuestas de sus clientes eran a vuelta de correo y descubrí que algunas de las fórmulas que yo había extraído del manual aparecían ahora en sus contestaciones. Sus secretarias las habían adoptado, sin duda cautivadas por los mismos motivos que a mí me habían llevado a utilizarlas. De seguro lo habían hecho sin reparar demasiado en ello, con mera eficiencia secretarial, pero ese contagio estilístico me causó una alegría profunda. Me sentí leído, una emoción inédita para mí. Por debajo del trato comercial, pues, algo fluía entre ellas y yo, más sutil que la transacción en curso. No dije nada a mi padre. Me regañaría por no enfocarme en lo esencial y andarme por las ramas, como era mi costumbre y como lo ha sido siempre.

Escribir sin levantar la cabeza

Tuve un maestro que nos leía cuentos mientras paseaba por el salón de clases. Sostenía el libro abierto en la mano derecha y guardaba la izquierda en el bolsillo del pantalón, que sacaba para dar vuelta a la hoja y, aprovechando el gesto, propinaba un coscorrón a los que hablaban o miraban por la ventana. Si la falta era más grave interrumpía la lectura, cambiaba el libro de mano y asestaba con la derecha un golpe tremendo en la cabeza del desgraciado de turno. Lo veo todavía en su eterno traje gris, gastado de tanto uso, caminando entre los pupitres. Su manera de sujetar el volumen abierto con una mano, ocultando la otra en el bolsillo del pantalón, me hizo entender a carta cabal qué es un libro. La mano golpeadora, oculta en el bolsillo, era la misma con que daba vuelta a las páginas con suma delicadeza. Ese hombre, cuya autoridad sobre nosotros era inmensa, con un libro en la mano sufría una metamorfosis, un ablandamiento que llegaba a cambiarle los gestos y la voz. Con ello se nos hacía evidente el ascendente que un libro, ese objeto relativamente sencillo, podía tener sobre una persona. No nos cautivaba tanto el relato como la transformación del maestro. Pero nadie podía considerarse a salvo, y cuando sacaba la mano del bolsillo para dar vuelta a la hoja volvíamos a temblar. La mano aguardaba unos segundos, lista para descargar un golpe sobre algún desprevenido. Esa pausa, apenas perceptible si el cuento tenía atrapado a nuestro verdugo, se alargaba peligrosamente en caso de que el relato fuera flojo. Aquello representó una lección duradera de bien escribir. No me cabe la menor duda de que a menudo un buen cuento, y a veces tan solo una buena línea, nos ahorró unos certeros golpes en la nuca. Habría, pues, que escribir siempre así: bajo una constante amenaza física, en un pupitre incómodo, con la cabeza gacha y rogando por la eficacia de cada frase. Pero hoy, por desgracia, en la inmensa mayoría de los talleres de literatura solo se enseña a escribir con la frente en alto.

Carril de acotamiento

Me escribe con frecuencia una persona que firma con el nombre del protagonista de una famosa novela. Muy bien escritos, sus correos delatan a alguien culto e inteligente y no he sentido la necesidad de preguntarle su nombre real, ya que la calidad de lo que escribe compensa el que oculte su identidad. Al fin y al cabo escribe desde un anonimato inocuo, que no utiliza para difamar a nadie ni para pedirme favores. Podría perfectamente firmar con su nombre lo que escribe y sin embargo, por alguna razón, prefiere usar un pseudónimo. ¿Tendrá un nombre ridículo? Creo más bien que tiene miedo de escribir, porque teme exponerse a las críticas, empezando por las suyas propias, así que ha optado por escribir a medias, utilizando una identidad ficticia. Si fracasa, no habrá fracasado él, sino su yo postizo. Tal vez escribe con ese yo postizo mientras espera el momento de empuñar la pluma de verdad y escribir con su yo «auténtico»; usa un pseudónimo mientras tantea el terreno. Pero resulta que su yo postizo escribe cada vez más, mejor y más a gusto.

¿Se habrá dado cuenta de ello su yo «auténtico», su yo paralizado? ¿O ese yo no se toma en serio lo que hace el postizo, porque lo considera un ejercicio de calentamiento en espera de que él, el verdadero, salga de su sopor? En este caso lo mejor es que las cosas sigan tal cual, que el yo profundo siga sumido en su letargo y el postizo, el único de los dos capaz de escribir, prosiga su quehacer en una posición replegada, más humilde pero viable. El yo profundo jamás despertará del todo y, si lo hace, es probable que no haga nada relevante. En todo escritor hay un yo así, genuino e infeliz, incapaz de algo digno de nota. Uno se hace escritor el día que encuentra un yo postizo que viaja modestamente en el carril de acotamiento para no despertar al otro, el que ocupa el carril central. Así, hacerse escritor es deslizarse hacia el borde, volverse un tanto anónimo y escurridizo, menos genuino y profundo, que es el precio principal que hay que pagar en este oficio.

Fluidez

Fue su manera de poner las comas. Le daba a leer mis textos, que ella puntuaba como si cada punto y cada coma les fueran dictados por Dios.Traté de rebelarme. La fluidez, le decía, con tantas comas acabas con la fluidez, y ella se quedaba en silencio, sonreía y, a lo mucho, replicaba con un «Es tu texto, tú decides». Pero yo no decidía nada, acababa por darle la razón en todo. ¿Qué es la fluidez, al fin y al cabo? En la escuela, cuando el maestro nos pedía nuestras impresiones de lectura sobre algún libro, decíamos invariablemente: «El estilo es fluido», y la respuesta lo dejaba satisfecho.

«Estilo fluido» era una máxima incontrovertible, como «Dios es bueno». Todos los escritores tenían un estilo fluido. ¡Qué tonto debí parecerle defendiendo la fluidez de mis textos, como si la literatura fuera una subdivisión de la hidráulica! Ella nunca pronunció la palabra fluido o fluidez, pero ponía comas en lugares recónditos que volvían el camino de la frase más pedregoso y le otorgaban una credibilidad que antes no tenía. Cuando corregía, sus ojos se concentraban como un cazador que vislumbra la presa. Era tímida, pero en esos momentos se volvía un ave rapaz y temible. Una vez plasmada en la hoja, su puntuación, que podía parecer en extremo escrupulosa y casi pusilánime, se hacía inatacable. Viniste al mundo a poner comas, le dije una vez. «Sí, las tuyas», contestó sin mirarme. Tenía razón. Antes de conocerla yo conocía las comas, pero no las mías. Mis amigos, que nunca la vieron corregir, no lograban explicarse que yo hubiera dejado a Susana por una correctora poco agraciada. Me dio un estilo, les decía. Te embrujó, que es distinto, decían ellos. Puede ser, pero me enseñó a embrujar a mi lector, replicaba yo. Sus comas cambiaron no solo la respiración de mis textos, sino mi respiración corporal. Un estilo, si no es puro maquillaje, te cambia la vida. Y el estilo surge de la puntuación, sobre todo de las comas. Sus comas terribles, casi gotas de plomo en la página, me abrieron los ojos y nunca se lo agradeceré bastante.

Final abierto

En una entrevista que me hizo por la aparición de un libro mío de cuentos, un periodista aseguró que mis cuentos tenían un final abierto. Otra vez con esa historia de los finales abiertos. Le pedí que me diera un ejemplo de su afirmación. Citó un par de cuentos que según él tenían irrefutablemente un final abierto, y yo intenté demostrarle que ambas historias no podían terminar sino de la forma en que terminaban y que otra manera de clausurarlas habría sido un error; así que no eran finales abiertos sino, a mi juicio, cerradísimos. Él rebatió que no quedaban resueltas ciertas cosas cuyo esclarecimiento se dejaba al criterio del lector. Ya me esperaba eso del criterio del lector. Uno siempre cuenta con el criterio del lector, hasta para una frase tan simple como «Llovía y eran las tres de la tarde» hay que contar con él, así que le dije al periodista que algunas cosas habían quedado algo indefinidas porque su esclarecimiento era ocioso para la historia, del mismo modo que cuando un asesino confiesa su crimen no nos interesa saber qué desayunó ese día. Entonces él

me aclaró que eso del final abierto lo había dicho como elogio, pues él admiraba los finales abiertos. Le dije que así lo había entendido y que, por mi parte, ignoraba en qué consiste un final abierto y que no concebía cómo se podían escribir cuentos cuyos finales obligan al lector a arremangarse la camisa para concluir la historia que el narrador no supo concluir. «La vida rara vez concluye sus historias», sentenció mi brillante sinodal. Ahí lo quería. «La vida carece de historias; las historias son cosa de la literatura», repuse. «No estoy de acuerdo, pero no importa», exclamó con una sonrisa. El tipo tenía lo suyo, sostenía su punto de vista con pasión, lástima que fuera un punto de vista tan aburrido. Me levanté y le tendí la mano. Me miró con sorpresa. «¿Se va usted? La entrevista todavía no termina», dijo. Sonreí a mi vez: «Y no merece terminarse. Usted me acaba de convencer, los finales abiertos son lo mejor», y me apresuré hacia la salida.

El justificante

Me fascina la anécdota de aquel hombre a quien su mujer le pidió que escribiera un justificante para su hijo que había faltado a la escuela. Mientras ella se apura en los preparativos para salir con el niño rumbo al colegio, el hombre lucha en la mesa del comedor con el justificante: quita una coma, vuelve a ponerla, tacha la frase y escribe una nueva, hasta que la mujer, que está esperando en la puerta, pierde la paciencia, le arranca la hoja de las manos y, sin sentarse, garabatea unas líneas, pone su firma y sale corriendo. Era solo un justificante escolar, pero para el marido, que era un conocido escritor, no había textos inofensivos y aun el más intrascendente de ellos planteaba problemas de eficacia y de estilo. Quise escribir el justificante perfecto, confesó el hombre en una entrevista. En efecto, escritor es aquel que se enfrenta como nadie al fracaso de escribir y hace de ese fracaso, por decirlo así, su misión, mientras los demás, sencillamente, redactan. Podemos estirar esa anécdota e imaginar a alguien que, soga en mano, a punto de colgarse de una viga del techo, se dispone a redactar unas líneas de despedida, toma un lápiz y escribe la consabida frase de que no se culpe a nadie de su muerte. Hasta ahí va bien la cosa, pero decide añadir unas líneas para pedir disculpa a sus seres queridos y, como es un escritor, deja de redactar y se pone a escribir. Dos horas después lo encontramos sentado a la mesa, la soga olvidada sobre una silla, tachando adjetivos y corrigiendo una y otra vez la misma frase para dar con el tono justo. Cuando termina está agotado, tiene hambre y lo que menos desea es suicidarse. El estilo le ha salvado la vida, pero quizá fue por el estilo que quiso acabar con ella; tal vez uno de los resortes de su gesto fue la convicción de ser un escritor fallido y tal vez lo sea, como lo son todos aquellos que pretenden escribir el justificante perfecto, que son los únicos que vale la pena leer. Escriben para justificar que escriben, la pluma en una mano y una soga en la otra.

Los poetas no escriben libros

A los 55 años publiqué mi primera novela, y cuando le regalé un ejemplar a mi madre, exclamó: «¡Un libro, al fin!». «¿Y los otros libros, qué?», dije refiriéndome a la decena de volúmenes de relatos y poesía que he publicado. «Me encantan», cortó ella, y adiviné la frase que no quiso decir: «Pero no son propiamente libros». Después del primer momento de enfado pensé que tenía razón. Libros, lo que se dice libros, son las novelas, las memorias, los ensayos científicos y filosóficos. Por comodidad llamamos libros también a los cuentos y a los poemas reunidos en un volumen, aunque sepamos que el destino de cada poema y cada cuento es valerse por sí solo, fuera del libro que lo incluye, que se antoja un abrigo momentáneo. Cuentos y poemas conservan un vínculo con la oralidad del que carecen los otros géneros, y en especial la poesía tiene menos que ver con la escritura que con el aliento, con la voz y el sonido. Puede decirse incluso que se escribe poesía a pesar de la escritura, a contrapelo de la sordera de la escritura, en contra de la arritmia y de la techumbre de la escritura. Así, poner título a una colección de poemas, que es un gesto clausurador, es desconocer la naturaleza antiescrituraria y antilibresca de la poesía. Habría que regresar a la costumbre decimonónica de poner en las carátulas de los libros de poesía la palabra «Poemas» y en las de cuentos la palabra «Cuentos», o «Relatos». Porque los poetas y los cuentistas no son escritores, aunque creen que lo son. En especial la poesía, con su apego a la repetición y a la memorización, manifiesta su aversión hacia el libro. Su persistencia en nuestra cultura puede verse como la señal de que el individuo se resiste a prescindir de su propio aliento. Los libros, con su portentosa artificialidad, con su tratamiento espiritual intensivo, han atenuado nuestro aliento hasta lo inverosímil. Los renglones de la prosa, metódicamente alineados, suponen en efecto una respiración artificial; en cambio, los versos de la poesía, que se resisten a convertirse en renglones, alientan nuestra respiración perdida.

El idioma solitario

El idioma materno de mi mujer es un idioma que yo no hablo; ella, en cambio, habla mi lengua materna. Nos comunicamos en un tercer idioma, que es el idioma del país en que vivimos. El que yo no hable ni entienda la lengua materna de mi mujer, al revés de ella, que habla la mía sin dificultad, me otorga una gran ventaja. Al estar expuesto en mi casa a un idioma extraño, que no entiendo ni quiero entender, la calidad de misterio de mi vida es superior a la suya. Cuando la oigo hablar en su idioma, bien sea con su hermana por teléfono o con algún compatriota que frecuenta, me doy cuenta de cuán poco la conozco, pues los sonidos de su lengua no tienen correspondencia exacta con los de ningún otro idioma que he oído. En especial la aspereza de ciertas consonantes aspiradas me perturban todavía después de treinta años de convivencia. Hay allí, en esos sonidos que parecen comprometer no solo su garganta sino también su estómago, un aspecto de mi mujer que escapa a mi comprensión, una cualidad de su sistema nervioso que me resulta ajena y hasta amenazante. Ella ha de experimentar lo mismo, pues me ha dicho que nunca se siente tan extranjera, tan sola e incomprendida como cuando usa su idioma materno dentro de nuestra casa, consciente de que ni yo ni mi hijo la entendemos, como si se tratara de una loca que desvaría. Así, después de que acaba de hablar por teléfono con su hermana, lo primero que hace, con la boca que todavía rezuma idioma materno, es ir a verme, temiendo quizá que su idioma haya creado un abismo entre nosotros, como esos terremotos cuya intensidad hace que el eje de la Tierra se desplace unos centímetros. Nos miramos con expresión interrogante, y entonces, a menudo, me ruega que aprenda su idioma, para no sentirse tan sola en nuestra casa. Pero yo le respondo que en esa soledad lingüística suya, y en el misterio que de ello se deriva, se cifra gran parte de su belleza y de mi amor por ella, y se retira resignada, como quien ha cerrado un trato desventajoso pero irrevocable.

El último hablante

Es cada vez más frecuente oír acerca de alguna lengua que está a punto de extinguirse y de la cual quedan unos cuantos hablantes vivos, a veces una docena, a veces dos, a veces solo uno. En un desesperado intento de rescate, antes de que desaparezcan de la faz de la Tierra, lingüistas armados de grabadora compilan diccionarios y gramáticas de esos idiomas, valiéndose de la colaboración de quienes todavía los hablan. Tomemos a uno de estos últimos hablantes. Se trata de un hombre viejo, monolingüe, que lleva una vida pobre y apartada. Sus únicos familiares son dos nietas, que le sirven de intérpretes. Ellas no hablan su lengua, pero la conocen lo suficiente como para hacerle entender las preguntas de los estudiosos. El hombre profiere las palabras de su idioma moribundo, que los lingüistas anotan con esmero. Pero resulta que, además de su edad avanzada y su semisordera, es tartamudo. Es el último hablante de su idioma y no puede pronunciar una sola palabra de corrido. Por suerte, las dos nietas conocen bien el defecto de su abuelo y pueden adivinar la forma correcta de cada palabra, «restando» los pedazos añadidos por su balbuceo. A los lingüistas no les queda más remedio que confiar en ellas. Reconocen que, para su labor de rescate, el tartamudeo facilita las cosas, pues deja cada palabra en estado puro, sin acento y perfectamente deletreada. En un sentido, todo tartamudo es un filólogo. Pero surge una duda: ese hombre viejo que durante los últimos años ha vivido con su idioma incubado dentro de él, sin poder hablarlo con nadie, ¿recuerda las palabras «sanas» de su lengua o las evoca ya contaminadas por su defecto lingüístico? ¿Qué idioma recuerda? ¿El de su gente, libre de tartamudez, o el que él estropeó durante toda su vida, ganándose seguramente las burlas de su gente? Surge pues la duda de si, de manera premeditada o no, ese hombre no se estará vengando, transmitiendo a la posteridad su versión atrabancada de los hechos, luego de padecer toda la vida las chanzas de sus semejantes, para quienes era una especie de loco o de inválido.

El idioma materno

Es un hueso duro de roer. Cuando se cree que por fin nos liberamos de sus palabras, sus giros sintácticos, sus modismos intraducibles a otros idiomas, y que después de tantos años de hablar, soñar, amar e injuriar en otra lengua, uno se ha emancipado de su atadura, resulta que, al igual que esas calcificaciones de materia marina que se adhieren al cuerpo de las ballenas y que semejan enormes quistes, el viejo idioma no ha desaparecido, solo se ha replegado en ciertas zonas, una de las cuales, quizá la más resistente, es el llanto. No se llora a secas, en abstracto, sino en el seno de una lengua concreta, de ahí que muchos individuos que adoptaron otra lengua, cuando lloran, sienten que lloran todavía en su primer idioma. Así, al dolor que produjo el llanto se suma el de saber que no se han desprendido de su viejo llanto, de su viejo idioma; que siguen viviendo y hablando en materno, lo que es particularmente duro para aquellos que se han aventurado a escribir unos libros en el idioma de adopción, pues temen que tarde o temprano llegará alguien a quitarles la fina cubierta y descubrirá debajo de lo que escribieron el hueso duro de roer, el idioma remoto, el viejo llanto, y los acusará de no haber hecho más que trasladar palabras de su primera lengua, o sea de haber fingido todo el tiempo. Así, el extranjero más extranjero de todos es aquel que escribe en otro idioma, en virtud de una doble extranjería: la de la escritura, que es una traición al mundo, y la de escribir en una lengua que no es la materna, que es una traición al habla. Pero tal vez en esta traición a la lengua de origen radica la sola salvación posible, el único perdón al que puede aspirar un escritor, por haberse apartado del mundo y del habla. Porque todo escritor, bien visto, se hace escritor gracias a esta traición, se aparta de la lengua madre para adoptar una lengua que no es la propia, una lengua extranjera, una lengua sin lágrimas. Se abdica del idioma materno porque se abdica del llanto, y se abdica del llanto porque solo dejando de llorar se puede escribir.

Nadie lee nada

Un amigo mío me habla pestes de un escritor reconocido, y me dice que le parece tan malo que no ha leído una sola línea suya. Le pregunto cómo puede sustentar su juicio si no lo ha leído, y me contesta: «Por olfato. Y menos lo leo, menos me gusta». Le digo que a mí, en cambio, me parece un escritor pasable. Lo digo por olfato, porque tampoco lo he leído. Seguimos discutiendo, él esgrimiendo sus razones olfativas y yo las mías. Puedo imaginar a un escritor cuyos libros nadie haya leído y sobre el cual todos opinan por olfato. Su primer libro se publica gracias a su amistad con el editor, el cual, bien sea por olfato o por estar abrumado de trabajo, renuncia a leer el manuscrito y lo entrega al corrector de estilo de la editorial, que no lo lee, sino lo corrige, que es algo muy distinto. El libro, cuando sale, da lugar a entrevistas hechas por periodistas que han leído solo la solapa, cosa bastante común, y es reseñado favorablemente por reseñistas que también solo han leído la solapa. Se vende poco, pero no menos que otros. Los pocos compradores leen la solapa y luego olvidan el libro en una repisa del librero, como ocurre a menudo. El autor publica un segundo, tercer y cuarto libros, que también suscitan entrevistas, reseñas, ventas razonables y cero lectores. Al cabo de una década, tiene una trayectoria sólida, pero nadie lo ha leído. Es más, ni él mismo se ha leído pues, como suele referir en las entrevistas, escribe en estado de trance, de modo que apenas revisa lo que escribe y lo olvida en seguida. En resumen, el único que ha pasado reseña concienzuda a sus líneas es el corrector de estilo de la editorial, que no lo ha leído propiamente, sino corregido. No representa, pues, una fuente confiable para saber de qué tratan los libros de nuestro autor. Más libros suyos se publican, menos se leen; menos se leen, más gusta a unos y exaspera a otros. Es un autor, de tan invisible, perfecto. Un clásico. Y a su muerte sus libros acaban en las escuelas, donde, como es sabido, nadie lee nada.