Aburto se despierta temprano y escribe. Acomodado en una mesa de madera en el comedor de su casa de Antonio Varas en Temuco, con la lluvia azotando el techo e iluminado por una vela; en su casa mapuche de Collimalliñ rodeado de gallinas y de un perrito llamado Bari hasta que el último rayo de sol desaparece; en el hotel Marne, que ya no existe, en la calle San Diego en Santiago, y donde sea que lo pille despertando la vida entre 1920 y 1952, Aburto abre su libro de actas Torre tamaño oficio y con un lápiz de pasta azul, negro e incluso rojo, va desplegando el registro de su cotidianeidad con un detalle por momentos exasperante. Las horas y sus minutos, los pesos y los centavos: todo es consignado, todo es tratado con la misma importancia. Sus párrafos se componen de oraciones cortas, desafectadas, en las que se van acumulando aparentemente sin orden ni concierto nombres completos y procedencia de cada uno de sus interlocutores, y cifras, el valor de una damajuana de vino, el costo de un boleto de tren Temuco-Loncoche. No hay un efecto buscado, pero hay un estilo, uno por el que no vamos a resbalar de palabra en palabra con entusiasmo; es críptico, a veces recuerda a la horrible prosa de los abogados, de las leyes y resoluciones jurídicas. Porque Aburto aprendió a leer y escribir con los misioneros anglicanos de Quepe en la primera década del siglo xx, pero curtió su estilo al calor de su trabajo como intérprete y ayudante en el juzgado de indios de Villarrica y en un estudio de abogados de Pitrufquén.
Manuel Aburto Panguilef es el gran escritor mapuche, su proyecto fue total: escribir nada menos que todo. En las páginas que sobrevivieron al agua, al fuego, a las confiscaciones que de su archivo hizo Carabineros, podemos leer la vida de un hombre excepcional que encarna y registra las transformaciones que los mapuche estaban viviendo en la primera mitad del siglo xx. Pero hay que hacer una salvedad: Aburto no escribió como lo haría un escritor profesional, él no era un literato. Su escritura exuda estilo pero no está preocupada por el estilo, Aburto piensa en la posteridad pero no en la gloria de las letras. Las preocupaciones de Aburto no son estéticas sino políticas, y aunque rara vez registra de forma directa sus emociones y pensamientos, porque todo en él es acción, al igual que el Quijote, que no quería ser gracioso y para quien su periplo era cuestión de vida o muerte, Aburto también puede hacer reír.
El caso de Manuel Aburto Panguilef interesa porque la pregunta por su escritura deriva de forma inevitable en la pregunta por la visibilidad y los usos de la escritura mapuche no literaria en sentido estricto. Son conocidas las cartas que en el siglo xix cruzaban todo el territorio mapuche con destino a Chile y Argentina. Sus autores eran caciques que mediante esas misivas buscaban mantener un orden: el propio. El que indicaba que ellos eran los dueños de las tierras que habitaban, y que quien quisiera relacionarse con ellos tenía necesariamente que aceptar ese orden y pactar. Las cartas eran escritas en español, a veces de puño y letra por los caciques; en otras ocasiones, la mayoría, le eran dictadas a un secretario que el cacique mantenía para ese fin y luego eran llevadas por los chasques hasta destino.
 
Más allá de Pascual Coña
A las cartas se suman otros textos, como aquellos que provienen del dictado y que fueron escritos principalmente a fines del siglo xix y primeras décadas del xx. Se trata de textos donde un mapuche dicta en mapuzugun un relato autobiográfico, la descripción de un juego, una costumbre o rito a un interlocutor que transcribe, reescribe y a veces traduce este material, en un proceso en el cual los mapuche incidieron de manera decisiva guiando o corrigiendo esa traducción e incluso escribiendo ellos mismos. El caso paradigmático es el de Pascual Coña, cuya autobiografía fue «escrita» de esta manera por el misionero capuchino Ernesto Wilhelm de Moesbach en la década de 1920. En Argentina, Robert Lehmann-Nitsche, antropólogo que trabajó en el Museo de La Plata, recopiló «textos araucanos» a lo largo de su estadía en Argentina gracias a la colaboración de los mapuche que vivían en esa ciudad –como Juan Salva Marinau y Nahuelpi–, y en Chile los «laboratorios etnográficos » de Rodolfo Lenz y Tomás Guevara fueron el caldo de cultivo para los escritores mapuche Manuel Mañkelef y Segundo Jara Kalfün, entre otros. También hay cartas en el siglo xx, hay libros, revistas, libretas personales y diarios de vida. En definitiva, los mapuche contamos con un corpus de textos heterogéneos que posibilitan pensar en una tradición de escritura.
Sin embargo, durante algunos años tuve la impresión de que era la única a quien le habían interesado estos textos literariamente y la única que los percibía como un conjunto. Supongo que colaboraba con esta idea el hecho de estar viviendo en Buenos Aires, lejos de la escena mapuche y sus discusiones. Hoy sé que al menos desde el mundo mapuche y «mapuchólogo» estas escrituras son conocidas y comentadas, por ejemplo por Elicura Chihuailaf y Maribel Mora Curriao, y aunque mi diagnóstico inicial era equivocado, hay una inquietud en la que vale la pena insistir: ¿han logrado los textos mapuche no literarios exceder el ámbito de las ciencias sociales y a los especialistas? Este universo de textos, ¿se lee en las escuelas, en las universidades? ¿Saben los jóvenes mapuche aspirantes a escritores que tienen una gran tradición de la que beber, con la que pelearse, discutir, apasionarse y leer? Y los literatos chilenos, ¿cómo se plantean en relación con esta tradición que nace al interior de lo que ellos consideran su país?
Si la respuesta a estas preguntas es negativa es en parte porque para leer estos textos hay primero que acceder a ellos y eso no ha sido siempre tarea sencilla: muchos han sido editados por primera vez recién en la última década o han sido reeditados luego de casi un siglo sin circular. El problema de la escritura mapuche es en primer lugar un problema de disponibilidad y por ende es un problema de archivos y clasificaciones, de circuitos y ediciones, de ámbitos y disciplinas, de campos culturales aún escasamente constituidos. Pero el que Aburto y los otros escritores mapuche no sean tan conocidos ni se hayan erigido formalmente en una tradición también pasa por los usos y las lecturas que se han hecho de ese corpus de textos: quienes más hablan de ellos son los historiadores y cientistas sociales, y los grandes hitos editoriales provienen de iniciativas no literarias, como se ve en el listado de más abajo, titulado «Por dónde empezar».
Cuando conocí a Aburto, un poco por suerte, el 2005, fue porque dos jóvenes santiaguinos, un antropólogo y un sociólogo, nos pusieron a trabajar a varias personas en la transcripción de sus manuscritos. En ese momento soberbio llamado juventud yo estaba interesada en la «literatura de verdad». Hasta ese entonces no había leído más que libros avalados por un sello editorial y la escritura de Aburto, aparte de inclasificable, era apenas una caligrafía cuidada sobre páginas de un libro de actas. ¿Dónde y cómo entraba en el universo codificado de la edición de libros? Así que lo olvidé. O eso creí.
Cuando años después volví a leerlo, en un monoambiente del barrio Once en Buenos Aires, ya como extallerista de Balmaceda 1215, exestudiante de Letras y estudiante en curso de Edición, mi reacción fue otra: abrir un documento en Word que titulé «Aburto es literatura», para ir copiando aquellos pasajes que me parecía podían competir en las grandes ligas de la literatura en lengua castellana a sabiendas de que, en rigor, la escritura de Aburto no era literatura. Ese fue el comienzo de una investigación, todo lo informal y asistemática de que fui capaz, en busca de otros textos perdidos. Esas búsquedas derivaron en la necesidad de escribir sobre las personas que escribieron y las historias de los textos en sí. Así fue como durante tres años escribí en una revista under de poesía de Buenos Aires, la Campotraviesa, con la convicción de que el solo gesto de ponerlos a circular en una revista de poesía, es decir, literaria, les daría un marco de existencia donde poder expresar otras cosas a un grupo de lectores también diferente del habitual. La sección se llamó Mapuche ñi wirintukun y allí, además de lo que yo misma escribía, seleccionaba fragmentos de los textos mapuche, admito, muchas veces deformados en versos, hechos collages, en un intento de hacer evidente o exprimir lo máximo de su literaturidad.
Y es que en el fondo la pregunta que me ha rondado desde entonces es una pregunta por la literatura misma: ¿qué tiene que tener un texto para ser considerado literario? ¿Son estos textos mapuche literatura? Supongo que la respuesta más inmediata sería que no. Porque cómo podríamos querer reducirlos o despojarlos al emparentarlos con ideas como la de goce estético. Pedirles que nos conmuevan, que nos diviertan, que nos cuenten un cuento, ¿no sería banalizarlos, sobre todo cuando su contenido y sus contextos de producción están atados a una historia de expoliación, colonialismo, genocidio?
 
Escritura que vulnera
La pregunta por el estatus de estas escrituras no carece de relevancia porque equivale a preguntarse por el estatus de lo mapuche al interior del universo simbólico que es Chile (y Argentina) y por la productividad de ciertas interpretaciones. A los epítetos de flojos, borrachos, terroristas se les ha logrado oponer otros en apariencia más positivos relativos al ecologismo, lo ancestral y lo sagrado. No es del todo una derrota, pero encasillar todo lo que proviene y se produce desde el mundo mapuche en esos términos, e incluso en términos políticos que denotan «agencia» (insurgencia, resistencia, supervivencia), es apostar por condenar nuestras producciones culturales y simbólicas a repetir siempre el mismo número.
Es allí donde estos textos en principio no literarios tienen mucho para decir. La experiencia de leer las cartas de 1830 de Pablo Millalikang es fuerte: sin mediación ni preámbulos entramos en un universo desaparecido, pero que (y esto es lo espectacular) todavía podemos entender sin necesidad de que nadie nos «reponga» ningún contexto. La voz de Millalikang es tan potente que logra conjurar su propia muerte y volver a vivir en sus letras para encandilarnos con su estilo melodramático. No, quizás no podamos saber del todo quién era Millalikang a través de sus cartas ni reconstruir la densa historia que lo llevó a instalarse y escribir desde las pampas, pero su escritura nos permite entrar en contacto con él de forma directa y ese contacto no nos dejará indiferentes. Su escritura, como la de Aburto, nos vulnera. ¿No es esa vulnerabilidad lo que llaman goce estético? ¿No es eso lo que buscan provocar los escritores a secas? ¿No es eso lo que buscamos los que amamos la literatura? Y si estas escrituras lo logran, no veo por qué no habríamos de pensarlas en coordenadas literarias también. Basta de leer en los textos mapuche solo historia, relaciones interétnicas, claves de tal o cual corriente teórica, prueba de tal o cual condición del pueblo mapuche al interior de los Estados.
Quizás el hecho de no leerlos más y de no leerlos de forma diferente sea prueba de todo eso que se denuncia. No se trata de estar en contra de la interpretación, pero si hay más interpretaciones que lectores hay un problema. Profanemos estas escrituras, leámoslas de la misma forma en que leeríamos una novela o una antología de relatos, sin exigirles más pero sobre todo sin exigirles menos. Defiendo una manera de aproximarse y leer estos textos quizás ingenua, pero que tiene el beneficio de estar al alcance de todos. Una lectura que profane, no que santifique: que estalle, no que conserve.

 

Por dónde empezar

Libro diario del presidente de la Federación Araucana Manuel Aburto Panguilef (2013)
Reúne las entradas del «libro diario» que este dirigente y escritor mapuche escribió entre 1940 y 1951. Con más de mil páginas, este libro relata su vida como presidente de la Federación Araucana, organización política que bregó por los derechos de los mapuche en la primera década del siglo xx. Incluye fotografías. Edición de André Menard y Claudio Cratchley, editorial CoLibris, Santiago de Chile.

Cartas mapuche del siglo XIX (2007)
Es, hasta ahora, la compilación más completa de las cartas enviadas desde los distintos cacicazgos del Wallmapu, tanto de Puelmapu (Argentina) como Gulumapu (Chile), para un período que va de 1803 hasta 1898. Entre sus páginas están las cartas de eximios representantes del género epistolar mapuche, como Bernardo Namuncura y Pablo Millalikang, y las de grandes caciques como Magil Wenu. Compilación y estudio preliminar de Jorge Pavez, coedición de CoLibris y Ocho Libros.

Vida y costumbres de los indígenas araucanos en la segunda mitad del siglo XIX (1936)
Autobiografía del lonko Pascual Coña dictada a Wilhelm de Moesbach. La vida de Pascual Coña comprende el período del Wallmapu independiente, el de la guerra y la derrota, y el del ajuste a las nuevas condiciones de vida. Estudió en Santiago, aprendió a leer y escribir, y se embarcó en un viaje por tierra y mar a Buenos Aires en 1882. Actualmente se consigue una versión de la editorial Pehuén, Lonco Pascual Coña. Testimonio de un cacique mapuche, y una edición monolingüe en mapuzugun, Kuyfi mapuche, chumgechi ñi azmogekeel egün Paskual Koña, de la editorial Genlol de Temuco.

Historia y conocimiento oral mapuche. Sobrevivientes de la «Campaña del Desierto» y «Ocupación de la Araucanía» (2013)
Compila los «textos araucanos » que recopilara Robert Lehmann-Nitsche en su estadía en la ciudad de La Plata, Argentina. Incluye cartas, relatos y canciones escritos, dictados, traducidos y/o corregidos por mapuche entre 1899 y 1926. Investigación y edición de Margarita Canio y Gabriel Pozo, publicada por LOM Ediciones.

Mongeleluchi zungu. Los textos araucanos documentados por Roberto Lehmann-Nitsche (2011)
Un trabajo muy similar al anterior realizó la lingüista argentina Marisa Malvestitti. En esta obra incluye interesantes notas biográficas de cada autor mapuche y una muy completa sobre Lehmann-Nitsche.

Las últimas familias y costumbres araucanas (1913)
Historias de algunas de las principales familias mapuche de Gulumapu relatadas y/o escritas por sus propios descendientes. Tomás Guevara, el impulsor de este trabajo, lo describió ya en aquel entonces como «una historia araucana escrita por araucanos ». La editorial CoLibris y el Centro de Estudios y Documentación Mapuche Liwen de Temuco volvieron a publicarlo en 2002 bajo el nombre Kiñe müfu trokiñche ñi piel. Historias de familias. Siglo XIX, y reivindicaron a Manuel Mañkelef como  coautor.

El parlamento imaginario de Ignacio Cañiumir (1994)
Ficción histórica escrita a fines del siglo xix íntegramente en mapuzugun, en la que diversos caciques dialogan acerca de la situación en la que quedó sumido el pueblo mapuche tras la pérdida de su territorio y soberanía a manos de Chile y Argentina. El manuscrito de esta obra se le hizo llegar a Rodolfo Lenz en 1899, pero no fue hasta 1994 que se publicó por primera y única vez, en Argentina, bajo la dirección de Rodolfo Casamiquela y con traducción de Marisa Malvestitti. La editorial CoLibris lo publicará por primera vez en Chile.