La cosa es más o menos así. Las conmemoraciones de los cien años de la Revolución de Octubre, en la Rusia de Vladimir Putin, fueron cualquier cosa menos un tema país. Para el actual aspirante a zar tiene más sentido evocar la Gran Guerra Patria, los últimos años de Stalin o incluso «el estancamiento» bajo Brézhnev, los casi veinte años transcurridos entre la defenestración (figurada) de Jrushchov en 1964 y la muerte (por infarto) de Brézhnev en noviembre de 1982. Pero, como algo había que hacer –aparte de un desfile conmemorativo que en realidad conmemoraba el desfile del 7 de noviembre de 1945, cuando el mariscal Zhúhov entró galopando en la Plaza Roja y selló así su destino, es decir, se perdió toda posibilidad de ser el sucesor de Stalin, por exhibicionista–, se hizo, por ejemplo, gracias a la alianza entre una empresa de telecomunicaciones (Yandex) y un conjunto de museos, estatales y privados, una web patrimonial tipo Memoria Chilena, pero exclusivamente de fotografías: La historia de Rusia en fotos.1

Son fotografías que recorren un amplísimo arco temporal, desde la invención de la impre- sión fotosensible a mediados del siglo xix hasta 1999, porque ya sabemos que las historias no tienen comienzo ni fin, sino que uno elige arbi- trariamente el momento de la experiencia desde el que mira hacia atrás o hacia adelante.

Las imágenes venían de grandes colecciones estatales y de pequeños museos de provincias, y la web incluía una invitación (y links) para que los usuarios subieran sus propios recuerdos. Se estrenó a mediados de 2016, tras una cuidadosa preparación, y a octubre de 2017 tenía más de 100 mil archivos, 94 mil de ellos provenientes de museos y colecciones privadas, organizadas en colecciones: «El cosmonauta sonriente» (Yuri Gagarin, obvio); «La fiesta nacional de un país que ya no existe» (el 25 de octubre/7 de noviembre); el boom de la construcción bajo Jrushchov; y varias recopilaciones de la «feliz infancia soviética»: parques, juegos infantiles, campamentos de vacaciones, escuelas.

Aquí, justamente, es donde la historia de estos archivos se cruza con la historia de Chile. Con esa fracción que con los años empieza a volverse nebulosa de la historia de Chile: el exilio en, o vinculado con, los países del bloque socialista.

El 17 de agosto de 2016, The Guardian publicó un reportaje gráfico con algunas imágenes seleccionadas: un retrato de grupo de autor desconocido, en medio de un bosque, una manifestación de los años veinte, un retrato de Stalin, competencias deportivas, la Perspectiva Kalinin iluminada en los años sesenta. Todas las imágenes tenían su mérito y su atractivo, funcionaban perfectamente como efigies de una determinada época, desde la vieja Rusia Imperial hasta la urss pujante de la carrera espacial, la prosperidad relativa de la Guerra Fría, la llegada de McDonald’s en los noventa.

Y ahí, entre los testimonios en blanco y negro o tímido color de los años cincuenta, una fotografía que llamaría la atención de cualquier que haya sido adolescente en los años ochenta: en una especie de vibrante tecnicolor, Leonid Brézhnev, de traje claro –en Chile diríamos «gris perla»–, rodeado de niños con quepís celeste, camisa blanca y pañuelo rojo al cuello, recibe una medalla en una solapa ya cargada de medallas, y eso que el antepenúltimo líder de la Unión Soviética está vestido de civil. Brézhnev está sentado, con la mirada un poco perdida. Tres años más tarde habrá muerto. Los niños de uniforme son pioneros, y la foto fue tomada en Gurzuf, Crimea, en el verano boreal de 1979, pero esto lo sabremos después.

Aquí hay que pasar obligadamente a la primera persona del singular: compartí, como hago cada vez que algo me llama la atención, algunas de las fotos del Guardian en Facebook. Y una amiga, criada en el exilio primero en la RDA y luego en Costa Rica, abrió la caja de Pandora: «Ojo, que los pioneros chilenos usaban un pañuelo tricolor. Blanco, azul y rojo. Como la bandera».

El niño que impone a Brézhnev su enésima medalla es muy rubio, muy circunspecto, de pañuelo rojo. Pero detrás, y a la derecha del primer secretario del PCUS, muy serio, con los brazos a los costados y la mirada fija, hay un niño moreno, de pañuelo tricolor, con una cámara fotográfica en el bolsillo de la camisa. Un niño chileno.

¿Quién es? ¿Cómo llegó ahí? ¿Alguien podría reconocerlo?

La fotografía publicada en el Guardian abría, al mismo tiempo, otra hebra, otro rastro: su autor, Vladimir Musaelyan.

Musaelyan, que según Google aún vive, nació en Moscú en 1939. Trabajaba como capataz en una planta aeronáutica y era fotógrafo aficionado, hasta que lo descubrió la agencia tass, gracias a las fotos que envió, entusiasta, a una revista. Entró a TASS en 1960 y se convirtió, en 1964, en el fotógrafo personal de Leonid Brézhnev, puesto que conservó, tras la muerte del líder, con los fugaces Yuri Andrópov y Konstantin Chernenko. Dándose un poco de maña (porque el buscador sólo funciona con caracteres cirílicos), pueden rastrearse sus imágenes en La historia de Rusia en fotos: Brézhnev con Fidel Castro; Brézhnev cazando jabalíes con Henry Kissinger; Brézhnev en buzo arriba de un yate  (adelantándose varias décadas al atuendo final del propio Castro); Brézhnev contemplando un retrato de Brézhnev, tamaño natural, atiborrado de medallas, en compañía de Indira Gandhi; Brézhnev tomando impulso para besar a Erich Honecker.

No está, en ese archivo, la foto con la que Musaelyan ganó el premio World Press Photo de 1977.

Fue tomada el 18 de diciembre de 1976, por la tarde, en el Kremlin.

Ese día, más temprano, en Zúrich, Luis Corvalán Lepe, secretario general del Partido Comunista de Chile, bajó de un avión Lufthansa y fue canjeado por el disidente soviético Vladimir Bukowski, en uno de los «intercambios de prisioneros» más extravagantes de la Guerra Fría. Bukowski partió a Londres y Corvalán voló al aeropuerto de Vnukovo, en Moscú.

Así cuentan el episodio Ascanio Cavallo, Manuel Salazar y Óscar Sepúlveda en La historia oculta del régimen militar:

«Su arribo fue anunciado en carácter de urgente a toda la Unión Soviética a través de la televisión. Por la tarde la televisión mostró a un ansioso Leonid Brézhnev que esperaba en el Kremlin para recibir a Corvalán. Un contraplano de las cámaras permitió ver al dirigente chileno. Brézhnev avanzó hacia él y se fundieron en un prolongado abrazo. Instantes después todos los soviéticos vieron en un primer plano el rostro de Brézhnev. El más poderoso líder socialista del mundo lloraba».

En la foto de Musaelyan, Corvalán, que  había pasado por la Isla Dawson y los campos de concentración de Ritoque y Tres Álamos, y cuyo canje venía a cerrar un año especialmente sangriento para la dictadura chilena, sonríe mientras Brézhnev, con los ojos llenos de lágrimas, le sostiene la mano izquierda con un gesto que perfectamente podría llamarse de ternura.

Corte a la foto de Brézhnev rodeado de niños en el verano de 1979. Todos quienes hemos querido encontrar a ese mejor amigo que perdimos de vista a los siete u ocho años, los que hemos rastreado a alguna antigua novia, o tenido que buscar al dueño de un pase escolar o un tarjeta bancaria olvidada en un cajero, sabemos que Internet, a veces, puede tener las respuestas necesarias. Sólo a veces, claro: según el sitio de World Press Photo, por ejemplo, Vladimir Musaelyan trabajaba en ITARASS (que sucedió a la antigua agencia soviética en 1992) «todavía en 2012». Después, no se sabe mucho de él. No hay datos de exposiciones, libros, giras. Al parecer, como ya se dijo, vive aún.

¿Y el niño, aparentemente chileno, que flanquea al jerarca en la foto a todo color recogida en el archivo digital ruso y reproducida por The Guardian?

No sólo él: mirando más de cerca, podían distinguirse otros pañuelos tricolores, que coin- cidían con rostros más morenos que el promedio. Manuel Guerrero Antequera, hijo del profesor y dirigente comunista asesinado en 1985, identificó el lugar: Artek, un campamento de pioneros que llegó a albergar hasta 27 mil niños en sus mejores tiempos. Fundado en 1925, en la época heroica de la Unión Soviética, tenía más de tres kilómetros cuadrados de superficie, 150 edificios, un estadio con capacidad para 7.000 personas,  un estudio de cine propio. A diferencia de otros campamentos de pioneros, Artek, por su ubicación (privilegiada, para honrar el lugar común) en la península de Crimea, a orillas del Mar Negro –Gurzuf, de hecho, forma parte del municipio de Yalta–, funcionaba todo el año. En sus tiempos de gloria recibía a niños y adolescentes de setenta nacionalidades, y los líderes de la URSS, especialmente Brézhnev, abandonaban por unas horas sus dachas de Yalta para fotografiarse con ellos.

Volví a publicar la foto. Pedí poner especial atención a los rostros de los niños de pañuelo tricolor. Pedí ayuda para difundirla. Y veinticuatro horas después tenía un mensaje de una de las chicas, una mujer que hoy, pasados los cuarenta, vive en Alemania y el verano del 79 tenía apenas nueve años. Ella –llamémosla N.– buscó y autorizó la publicación de las fotos que acompañan esta nota, aunque no quiso ser entrevistada. Y aunque tenía una idea bastante precisa sobre la identidad de la otra chilena de la foto, resultó imposible confirmarla.

Y luego, el muchacho, que no era un niño como las demás chilenas (tenía casi quince  años, plena adolescencia): lo reconoció, en Facebook, su mujer, quien disfrutó especialmente la imagen de la cámara compacta asomada de su bolsillo: hoy es director de fotografía.

Conversamos, me contó que había llegado a Artek desde México, que quedó ahí al lado de Brézhnev por casualidad, y que no aparece en las fotos de grupo del campamento porque la última noche la pasó en la playa con una pionera y se agarró una amigdalitis que debió ser tratada en uno de los tres centros médicos de los que Artek se enorgullecía.

Había visto la foto alguna vez, antes: alguien se la hizo llegar, alguien que la encontró, reverberando, con sus colores saturados y sus símbolos de otro tiempo, dando vueltas por Internet.

Hoy, imágenes como la del jerarca (vocablo reservado para los poderosos del bloque soviético, como terminamos de  aprender gracias al exilio chileno de Honecker) tienen algo de irreal, vestigios de un mundo vertiginosamente desaparecido. El hombre de cejas hirsutas y rostro imperturbable, que también sabía reír, aunque menos abiertamente que el campechano Nikita Jrushchov, y que podía derramar una lágrima o varias por la libertad del secretario general de un remoto y porfiado Partido Comunista, murió, como se dijo, en noviembre de 1982. Diez años después, no sólo él sino la propia Unión Soviética habían desaparecido. Para los niños chilenos de Artek, ser parte de esa postal de la Guerra Fría es un recuerdo improbable, amarrado a la conciencia de haber sido parte de una historia que incluía no sólo la tragedia chilena que empujó a sus familias al exilio sino que los volvía inesperados actores secundarios de un ajedrez global que hoy, en un mundo nuevamente plagado de amenazas, en el que la guerra atómica vuelve a ser una opción, más de alguien se atreve a mirar con nostalgia.


1 https://russiainphoto.ru