Busco los bordes, a un lado y al otro. Como lo hace cualquiera que no alcanza a ver del todo bien, o que no logra ver nada en absoluto, para poder al menos calcular cuánto mide un cierto espacio, cómo es, qué forma tiene. Yo, que no escribo y nunca escribí un diario personal, y que presumo además que soy por naturaleza completamente incapaz de hacerlo, tanteo ese espacio, busco los que para mí podrían ser sus bordes: esos puntos que definen, de un lado y del otro, sus condiciones de posibilidad. Porque yo, que no escribo y nunca escribí ningún diario personal, leo a cambio los diarios ajenos, esos diarios que diversos escritores dejan o revelan.

Tanteando, entonces, buscando dos bordes posibles, señalo como hipótesis: de un lado, los Diarios de Kafka, tremendos como sus novelas; del otro, dos novelas de Mario Levrero, escritas como diarios (una breve, El discurso vacío; la otra extensa, La novela luminosa, cuya primera parte se denomina “Diario de la beca”). Entre un borde y el otro, entre el borde que llamo Kafka y el borde que llamo Levrero, entre los diarios verdaderos de Kafka y las ficciones de diario de Levrero, cabe el género, o lo que hace posible al género. Un espacio razonablemente extenso e inexorablemente diverso en el que se tocan, de una manera o de otra, lo que podría darse en llamar vida y lo que por convención se da en llamar literatura. Zonas de contacto o de pasaje, el lugar donde se encuentran los canales o los conductos que comunican eso que se vive con eso que se escribe. Acatando la cadencia del tiempo vital, que se mide en días, esa escritura va dando cuenta de las distintas impregnaciones posibles entre textos y vivencias (comentarios de lecturas, anotación de ideas, ejercicios narrativos: gérmenes de la literatura; publicaciones, resonancias, vida literaria: secuelas de la literatura; mundo personal, rutinas o desdichas, nimiedades o sucesos de la esfera de la intimidad: el trasfondo de la literatura, el contexto de la literatura).

Ahora bien, en Kafka hay otra cosa. Está todo eso, pero tamb ién hay otra cosa. Con toda frecuencia, lo que las páginas de esos Diarios consignan es el conflicto nada exento de agobio entre aquello que toca vivir y aquello que se quiere escribir. Más que la mutua impregnación, la comunicación o el estímulo, más que los pasajes y más que las conexiones, la pura dificultad: la vida diaria como obstáculo para la literatura, su impedimento sostenido, su continua complicación. La escritura contra la vida, y no en la vida o desde la vida, la escritura a pesar de la vida, y no gracias a ella o a partir de ella, señalarían entonces ese borde singular para el espacio del diario íntimo y su presunto pacto fundante.

En el otro borde, pruebo situar a Mario Levrero. Porque en los diarios que Levrero emplea para escribir algunas ficciones, brilla una apuesta radical por la escritura: una ambición exorbitada de la escritura total, de la escritura por la propia escritura, de la pura escritura como plenitud autosuficiente. La pasión de escritura en estos textos no es tanto pasión de lo escrito, como pasión del escribir; la utopía de que en el acto de ponerse a escribir pueda lograrse una abolición de todo. El fracaso o el éxito de la empresa importa menos que su sola concepción; la vida queda de lado (una vida en ruinas, por otra parte; una vida devastada, desintegrada, una vida debilitada que ya casi capituló) en procura de una existencia aplicada en lo posible al dibujo maniático de la letra, al tramado escriturario del diario que sí se escribe o de la novela que no.

Entre el borde Kafka y el borde Levrero, o bien otros escritores que podrían asimilarse al lugar de uno o de otro, se ubican todos los restantes diarios de escritor. Más allá de esos bordes, esto es, del desencuentro consumado entre la vida y la literatura, tales diarios no pueden escribirse, o no hay razones valederas para hacerlo.