El mundo mapuche es un mundo pequeño. Según el último censo chileno somos un millón setecientas mil personas. A veces me da la impresión de que esa pequeñez nos asemeja a la elite, que se conoce toda y asiste a los mismos colegios. Cuando nos encontramos, si no nos conocemos, lo primero es preguntarnos el nombre, es decir, el apellido. Si la persona tiene un apellido mapuche y uno chileno, el que importa es solamente el mapuche porque es el que brinda información. La pregunta que viene a continuación es de dónde es la familia, porque a ese nivel ya no estamos siendo percibidos ni percibiendo individuos, sino relaciones de parentesco. Quizás no logremos ubicar a nuestro interlocutor enseguida, pero de pregunta en pregunta, yéndonos para atrás y adelante en el tiempo y recorriendo los cuatro puntos cardinales en el espacio, no tardamos mucho en descubrir que conoce a aquel o es primo de aquella que a su vez es la amiga de este de más acá que es conocido de un tío. El círculo, horrorosamente abierto en un principio, se cierra. El mundo es un makuñ, me dijo un amigo: el mundo es un pañuelo. (Makuñ es la manta que usan los hombres.) Pero es todavía más pequeño el mundo mapuche activista, que en función de su adscripción étnica interviene de una forma u otra en la arena pública y que participa, de |ese modo, en el movimiento mapuche.

El movimiento es amplio, diverso. Sus variadas manifestaciones le hacen el contrapeso a lo numéricamente pequeños que somos: de izquierda, de derecha, que militan en partidos políticos chilenos, que intentan levantar partidos políticos mapuche, que forman alianzas, que las rompen, que militan por la lengua, que militan por la tierra, que creen que hay que participar y ganar espacios de poder en el Estado, que creen que la respuesta es ignorar al Estado, que creen que la llave es el sector privado, o que hay que acabar con el capitalismo, los que se toman la foto con las autoridades, los sapos, los que hablan de autonomía, los que hablan de plurinacionalidad, los que no entienden ni les importan esos conceptos, los awinkados, los warriache, los champurria, los que provienen de familias notables, los que han hecho notables a sus familias, los que creen que todo está por hacerse, los que creen que todo está perdido, los que vivían en la ciudad y se van a vivir al campo, los que vivían en otro lado y deciden volver al Wallmapu, los que escriben, los que leen, a los que les llega el cultrunazo, los historiadores, los históricos, los evangélicos, los ortodoxos, los laicos, los místicos, los tesoros humanos vivos, los artistas, los rostros, los que no se conocen acá pero sí se conocen afuera, en el mundillo de los organismos internacionales, los intelectuales, los antiintelectuales, los weichafe, los que se venden, los que no, los que creen que mapuche se hace, los que creen que se nace, los antichilenos, los que tienen el puro apellido, los que tienen la pura cara, los que no tienen tierra ni en las uñas, los que recuperan tierra, a los que les compran tierra, los que son discriminados por otros mapuche que creen ser más mapuche, los que tienen los dos apellidos, los que tienen uno solo, los que lo perdieron en el trasvasije patriarcal de las generaciones, la mapufarándula, los desaparecidos, los asesinados.

«Deseamos hablar de un hecho que es menester no dejar pasar desapercibido; creemos divisar un síntoma de futuras complicaciones. Nos referimos á la continua divergencia, desacuerdo ó falta absoluta de armonía en que viven los indígenas entre sí. Hemos notado que cada día se traen nuevas quejas de indígenas contra indígenas (…). Opinamos que estos choques nacen de causas extrañas á sus hábitos, costumbres, etc.». Así escribió en su informe de 1911 Carlos Irribarra, protector de indígenas de Valdivia. Hay algo de verdad en sus palabras y en lo que más adelante él mismo expone: el arreduccionamiento, algo nuevo y extraño para los mapuche, causó fricciones. Cuando hay tan poco espacio para existir y para legar a los hijos, cada centímetro empieza a ser celado. Cuando hay pobreza, cada gramo de trigo y de porotos, también. Pero en sus palabras igual hay sorpresa, como si pensara que lo natural sería que los mapuche convergieran en lugar de divergir. Lo cierto es que la totalidad armónica a la que apela la palabra indígena o mapuche no existe en la práctica. Nunca existió.

No es común en el mundo mapuche despreciar a los kui keche (los viejos). No tenemos ninguna canción que proteste contra los viejos vinagre y en nuestro mito de origen, donde las serpientes Kai Kai y Txeg Txeg se enfrentan en combate, una inundándolo todo y la otra haciendo crecer cerros para que los mapuche puedan refugiarse, los que sobreviven son dos parejas, una de jóvenes y otra de viejos. Los jóvenes, porque ellos pueden procrear y continuar la especie, y los viejos, porque portan la memoria, necesaria para que esas vidas nuevas crezcan arropadas por el nido de la cultura. Sin embargo, hubo una época en la que los jóvenes mapuche buscaron desmarcarse de sus mayores. Se trata de la primera mitad del siglo XX, cuando los efectos de la incorporación a Chile estén haciendo estragos. Curiosamente, esta divergencia generacional también podría ser leída en clave espacial, como si semejante audacia, la de despreciar a los viejos, solo pudiera realizarse por el hecho de estar lejos de ellos y del territorio, a juzgar por la siguiente anotación de los diarios de Aburto Panguilef:

Don Pedro Catrileo Guiripil y su hijo Domingo Catrileo Queupumill.- Me dio cuenta que su hijo Domingo se va a Santiago, para trabajar. Se irá en la próxima semana (…). Le dije que no se desoriente en Santiago, como la mayoría de los jóvenes que viven allá, desde donde dicen que los caciques y sus principios no valen nada.

Aburto era fundador y presidente de la Federación Araucana, una organización creada en 1921. Junto con la Sociedad Caupolicán y la Moderna Araucanía fueron las primeras organizaciones mapuche modernas asentadas en Wallmapu, y también las más prominentes. Para la década del cuarenta, fecha de la anotación, Aburto tenía cincuenta años y treinta años de lucha, como a él le gustaba decir. También el fenómeno de la migración de los jóvenes mapuche hacia las ciudades ya tenía sus años y estaba ofreciendo sus primeros frutos: la creación de organizaciones con base en otros territorios. «Ya en los años 1925 al 1930, la Juventud Araucana se trasladaba a Santiago en busca de horizontes más benignos (…). Luego se dejó sentir el espíritu

El arreduccionamiento, algo nuevo y extraño para los mapuche, causó fricciones. Cuando hay tan poco espacio para existir y para legar a los hijos, cada centímetro empieza a ser celado.

de unirse de toda esta masa, cuyo ideal era luchar por la reivindicación de los derechos de sus hermanos, que sufrían allá en el Sur», escribe un anónimo en la editorial de El Frente Araucano, órgano difusor de la Sociedad Araucana. «En la Araucanía (…) hemos andado a tientas, sin encontrar un ideal propio que nos dé la verdadera clave y fortique nuestras aspiraciones. Pues bien, como la única salvación de la raza aborigen está en sus hijos, la juventud araucana es nervio y esperanza de la Araucanía», escribe también desde Santiago Carlos Huaiquiñir, a quien vemos participando en varias organizaciones desde la década del treinta.

En 1939, los mapuche de Santiago convocaron a un «congreso nacional de la raza araucana» en Temuco. Varias agrupaciones del Wallmapu acudieron al llamado, no así las más prominentes. «Solo tres Sociedades no quisieron participar en nuestro Congreso: “La Caupolicán Defensora de La Araucanía”, de Temuco; “La Federación Araucana”, sin sede determinada, y “La Unión Araucana”, de Padre Las Casas; todas estas instituciones tienen el nombre pomposo de “Corporación Araucana”», sigue relatando la editorial. En este congreso se trataron los problemas «de la raza» y se decidió conformar el Frente Único de Araucanos de Chile, una alianza con pretensiones de exclusividad si nos guiamos por su nombre, que también abogaría durante largos años por los derechos mapuche.

Señor Aburto Panguilef: en este Congreso no se tomaron en cuenta los caciques del estilo que Ud. pretende que se consideren o se reconozcan, por cuanto en Chile, los caciques auténticos ya no existen, ni pueden ni deben existir, porque ni tienen ya ningún papel que desempeñar (…). ¿Y para qué agregar que ante sus propios hermanos de raza han perdido autoridad o ascendencia por su falta de preparación o de cultura? (…) Ud. hermano tal vez siente una nostalgia, porque el Congreso que condena, no se hizo ningún guillatún haciendo una rara mezcla de ritos católico y araucano, etc., como lo hace ud. en cada reunión. Tal vez ud. hermano, siente pena porque allí no se abogó por la poligamia, ni por ninguna otra costumbre de sabor a tiempos pretéritos…

La carta la firma Domingo Tripailaf, miembro de la agrupación estudiantil Nehuentuayñ, agrupación que formó parte del Frente. Tres años después, en una reunión de la Corporación Araucana, Aburto, Venancio Coñuepan y José Cayupi concluirán: «De acuerdo no llamar el Frente Único de Araucanos de Chile, porque no se manda solo, y porque tampoco no representa la opinión oficial de la raza». /wp:paragraph –>

Los sueños de Aburto

En 1948, Aburto viaja a Santiago para entrevistarse con Carlos Ibáñez del Campo. Aprovechará también de asistir a dos asambleas de organizaciones mapuche, una de la Sociedad Galvarino y otra de la Alianza Cultural. En la primera le ofrecerán la palabra, en la segunda él deberá pedirla. En ambas se pondrá de pie para hablar y su alocución estará centrada en las divinidades que le habían sido reveladas en enero de ese año relativas a un sueño con el ministro de Tierras y Colonización en que este «atendía a la raza araucana en un instante». No era una divinidad menor, es sabido que en la primera mitad del siglo XX los mapuche peregrinaban a Santiago para entrevistarse con autoridades en la creencia de que saltándose a los mandos medios y a los funcionarios sus peticiones serían atendidas. Pero eso no solo no sucedía sino que muchas veces ni siquiera lograban concretar una entrevista. Aburto deseaba, además, «celebrar una concentración amplia de la raza para que todos sus hijos residentes en esta ciudad conozcan dichas divinidades, y que ojalá esta Sociedad y la Alianza Cultural conversen para hacer la concentración en conjunto».

Para Aburto, sus sueños eran divinidades o mensajes espirituales enviados directamente a su persona por el mismísimo dios cristiano, aunque la centralidad que tenían los sueños en su vida proviene de la importancia que siempre han tenido los sueños para los mapuche. Siendo él un dirigente que se creía ungido por dios para realizar su labor, sus sueños tenían el estatus de decretos oficiales y era frecuente que los comentara con los miembros de la Federación Araucana en sus reuniones, y que se tomaran como guías para orientar la acción política. Que pretendiera entonces reunir a los mapuche de Santiago para hacerlos oír el mensaje no era una locura. Al menos no para él.

Recuerdo muy bien su mirada, que me decía que sabía perfectamente lo que yo estaba haciendo: pasar inadvertida.

Tras sus palabras, dice que en la Sociedad Galvarino «la asamblea, que se componía de cerca de 40 personas, me escuchó con la mayor admiración». En cambio, en la Alianza Cultural, «cuando hablé de divinidades de Dios se retiraron de la asamblea dicha señorita [Ana] Collío y Remigio Catrileo. ¡Que Dios les perdone el desprecio a su mensaje!». Finalizada su intervención en la Alianza Cultural, José Inalaf, su presidente, ofreció la palabra a la asamblea: «… nadie la pidió», escribe Aburto. Un silencio elocuente. Sin embargo, Inalaf le pide que se quede y ambos, junto a la directiva, se sientan en una mesa a beber vino. Allí sucede otro episodio de desagravio. Era costumbre de Aburto hacer firmar en su libro diario a algunos de sus interlocutores, sobre todo para dejar constancia de algún acuerdo que se había tomado. En este viaje a Santiago, irá recolectando no solo firmas sino también mensajes hacia su persona a la manera de saludos o recuerdos. Pasadas las horas y el vino, Aburto querrá que los mapuche de la Alianza firmen también su libro diario: «A las dos horas de la mañana pedí a los hermanos de raza, señores José Inalaf Navarro y Carlos Huaiquiñir, poner su firma en este libro y se negaron. ¡Que Dios provea y alumbre a la mentalidad de la juventud!». Esta ofensa lo hará escribir días después, cuando la directiva de la Alianza Cultural salga en el diario con una fotografía a gran tamaño: «… vi la foto e información apócrifa de José Inalaf Navarro por aquella Alianza que no existe ni existirá».

De niña mi papá y mi mamá siempre me dijeron que éramos mapuche, así que crecí sabiéndolo, que no es lo mismo que crecer sintiéndolo o viviéndolo, pero no dudé. En mi curso, dos éramos mapuche, Millaray Llanquitruf y yo, pero solo a ella la molestaban por india, quizás porque su nombre era más estridentemente mapuche que el mío y porque mis características físicas, a diferencia de las suyas, me alejaban del imaginario común. Nunca la defendí del hostigamiento, tampoco fuimos amigas. Recuerdo muy bien su mirada, que me decía que sabía perfectamente lo que yo estaba haciendo: pasar inadvertida, no tomar partido ni por ella ni por los otros a fin de salvar mi pellejo. Su mirada y mi conciencia, que ya distinguía el bien del mal, siempre me hicieron sentir culpable y al mismo tiempo otra, como si dentro mío habitara una pérfida desconocida, un enemigo interno. No era, sin embargo, la primera que percibía a una parte de sí como amenaza y, obrando en consecuencia, la omitía para salvar otra.

Mi cuñada pertenece a una familia mapuche de los alrededores de Temuco. Una familia que le da la espalda con disimulo a esa parte de su historia, que prefiere no hablar de ciertas cosas. Cuando se tituló, y como modo de reivindicar esa mapuchidad omitida, decidió pedir prestados un txapelakucha y txarilogko y asistir ataviada con ellos a la ceremonia de entrega de diplomas. Todas lo sabemos: las joyas, más que ser un complemento, son la totalidad de la vestimenta de la mujer mapuche, son las que además brindan el tintineo característico, parte fundamental de la belleza del atuendo. Entre más ruido, mejor. Después de la ceremonia, mi cuñada fue a la casa de su abuela, que al verla se emocionó hasta las lágrimas y le dijo que nunca como hasta ese momento había lamentado no haber conservado las joyas que su mamá le había heredado y que ella regaló, apenas pudo, como quien se desprende de una brasa ardiente. Ni mi cuñada ni sus hermanas sabían que su abuela había tenido joyas alguna vez, pero sí sabían que, a pesar de ser hablante de mapuzugun, en algún punto de su vida había abandonado su lengua y la había reemplazado por el castellano. Algo similar le pasó a mi suegra, que una vez que entró a la escuela tuvo que dejar de usarla bajo la amenaza de severos castigos. Tampoco quiso su madre seguirle hablando a ella y a sus hermanos en mapuzugun luego de que dos carabineros de a caballo se acercaran a su casa en los alrededores de Pitrufquen y le dijeran, no se sabe con qué pretexto, que en adelante tenía prohibido usar su lengua delante de sus hijos. En mi familia paterna nunca supimos si los abuelos habían hablado mapuzugun, en vida no los habíamos escuchado hacerlo, y no fue sino hasta muchos años después de que murieran que uno de mis primos conoció a un pariente que recordaba a nuestro abuelo no solo hablando sino cantando en mapuzugun.

El abuelo, recordado por sus hijos como un hombre de pocas palabras, había hablado mapuzugun en su otra vida, la de antes de migrar a Santiago.

Desprenderse de la lengua, desprenderse de las joyas, son actos de una radicalidad simbólica difícilmente traducible en palabras y que solo pudieron efectuarse por el miedo y el rechazo que ser mapuche representó para una generación de mapuche.

Intentar traducir y subvertir ese despojo en imágenes, palabras, acciones, y acoger al enemigo interno para amigarse con él es la tarea que generacionalmente muchos de los nietos, si antes no lo hicieron sus padres, están llevando a cabo. 1


1 Una videoperformance bastante elocuente y emotiva sobre esto es la que hace la artista Paula Coñoepan con su abuela en «Perder el origen».