Hace casi veinte años, por unos acantilados endemoniados, en un camión repleto de lugareños, las vueltas de la vida me llevaron a un recóndito lugar en el valle de Sandia, en plena selva peruana. Al llegar y percatarme de que no había hielo, Macondo se me apareció como un sitio más cercano a mi idea de modernidad. Allí en ese extravío escuché por primera vez lo que se repetía en los actos públicos del día de la Independencia del Perú: «Nunca se olviden, el enemigo está en el sur».

La verdad, ni siquiera lo escuché; me lo contaron luego. Las personas que nos hospedaron recomendaron afablemente no ir a los actos. Pues, claro, el enemigo eran los chilenos, así no más. Habrán pasado uno o dos años hasta que leí Comunidades imaginadas, de Benedict Anderson, y cuajara la experiencia. Es que había que realmente tener mucha imaginación para verse estando en Perú ahí debajo del altiplano. Pero en aquel ritual oficial no debiese haber parecido raro. La nación se hacía sentir en la plaza, y por ende parecía que no era difícil imaginarse, incluso allá en la selva, que el enemigo expropiador de territorios era esa colectividad llamada Chile. Era por cierto una zona fronteriza hacia el este, y la guerrilla de Sendero Luminoso había dejado su huella también (aunque el enemigo seguía estando en el sur).

Hasta ese día la experiencia de la enemistad profunda me había sido extraña, y hasta el día de hoy lo sigue siendo en cierto modo. Cuesta situarse cotidianamente en el lenguaje de la enemistad. Reviso fugazmente entrevistas y grupos de discusión que he analizado en los últimos diez años en el campo de la investigación sociológica, y recojo dos decenas de citas (algo así como un 0,001% del material). No parece ser parte del lenguaje que emerja, digamos, en la vida cotidiana. Pero, entonces, ¿dónde están los enemigos? ¿Y las enemigas?

¿Pero cómo que dónde están? ¿No se encontraban acaso entre medio de las manifestaciones? ¿No es ahora el virus maldito e implacable el Enemigo? Y hasta hace poco había países enemigos –y un derecho penal del enemigo–, y unas décadas antes, un enemigo interno al que había que exterminar, y un enemigo al cual derrocar. Aunque luego también fue la pobreza, el narcotráfico, el neoliberalismo, el abuso, y otros etéreos enemigos más por combatir. «Es que los grandes momentos de la decisión política son los de la respuesta a esta cuestión: ¿quién es el enemigo?», diría Schmitt, citaría Derrida.

Finalmente, sería un asunto de la estructuración del campo de la política y de lo público, de los propios fantasmas que se van creando en ese terreno, una forma en que el poder político puede delimitar un «ellos» para afirmar un «nosotros».

En Políticas de la amistad, Derrida vio un problema, no obstante, en esa separación o desconexión entre el sentido cotidiano, donde la enemistad no articularía lenguajes, y por otro lado esa sobreabundancia de enemigos en el campo de la política. Este «vacío afectivo» de la distinción política en la vida cotidiana, entonces, no sería plausible, o aconsejable, en democracia, si esta se piensa como un régimen donde los lenguajes y preocupaciones de la vida cotidiana debiesen resonar en el campo público. ¿Cuál sería una salida probable? ¿Copar la vida cotidiana de enemigos y enemigas para hacer sentido de lo político o descartar el uso de estas metáforas fantasmagóricas que llenan de humo la política democrática?

Quizás todo es más complejo. Una amiga, extraordinaria, me decía: “Yo soy enemiga implacable, pero sólo en mi imaginación”. Allá en la ceja de selva también eran implacables. Pero quizás era un solo día, en una imaginación nacionalista que parecía ahogarse ante tanta vegetación. O quizás sea imposible vivir sin esos enemigos imaginarios. Sabemos que ni la vida cotidiana ni la política están exentos de lo imaginario.