La concesión del premio Nobel a Svetlana Alexiévich, una escritora que usa las armas de la ficción para hacer hablar a quienes han padecido la realidad, es especialmente importante para una Facultad de Comunicación y Letras como la nuestra, en cuya instalación se abriga el convencimiento de que la literatura y el periodismo tienen algo en común que va más allá del mero hecho de compartir la lengua y la escritura.

Por lo mismo quizá sea una buena ocasión para, a propósito de la Nobel, explorar los roces y las diferencias que padecen o experimentan entre sí la literatura y el periodismo. ¿Qué relaciones median entre la literatura y el periodismo? Para saberlo, nada mejor que comenzar con un par de historias.

El 13 de abril de 1844, el periódico The New York Sun decidió sacar una tirada extra de su número cotidiano relatando una noticia que calificaba de muy notoria y relevante. En un globo de aire, relataba el periódico, se había logrado cruzar en apenas 75 horas, y de tierra a tierra, de costa a costa, contaba, el océano Atlántico. El diario relataba la hazaña en todos sus pormenores, incluía un gráfico del viaje, un dibujo del globo y algunos párrafos de los tripulantes, y hacia el final aparecía la firma del cronista. Quien había escrito el relato fidedigno de esa hazaña era nada menos que Edgar Allan Poe. Desgraciadamente el cruce del Atlántico tendría que esperar todavía casi 75 años, de manera que un día después, el 15 de abril, el diario explicaba que la noticia no era verdad, pero que se había utilizado todo el conocimiento científico disponible para hacerla aparecer como si lo fuera. Hoy día la noticia del globo cruzando el océano se incluye en todas las antologías de Poe, y se supone que allí fue donde Julio Verne encontró inspiración para escribir La vuelta al mundo en 80 días.

El caso de Poe es radicalmente distinto del de Janet Cooke, quien el 28 de septiembre de 1980 publicó en The Washington Post una crónica bajo el título de «Jimmy’s World». Allí la periodista narraba la historia de un niño de apenas ocho años que se había hecho adicto a la heroína a los cinco. La historia reporteaba a médicos y psicólogos y especialmente a la madre, quien confesaba que había sido víctima de violación y que había comenzado a ingerir heroína durante el embarazo, haciendo así, desde muy temprano, adicto a Jimmy. La historia mereció, como ustedes recuerdan, el Pulitzer que la periodista debió sin embargo devolver cuando ya no pudo ampararse en el secreto de sus fuentes y se descubrió que todo era una invención.

Esos incidentes no son, claro está, ni los primeros ni los únicos en los que se entrelazan la literatura y el periodismo (en los clásicos cabría agregar al doctor Johnson o a Daniel Defoe); casos, todos esos, en que se usan las técnicas del periodismo para dotar de verosimilitud a la ficción o, por la inversa, y como ocurre con Alexiévich, en que se usan las técnicas de la ficción para describir historias estrictamente verdaderas. Más contemporáneamente podrían citarse los casos de Orwell relatando sus días en Cataluña, o las obras de Wolfe, Capote, Mailer o García Márquez, todos los cuales han empleado las técnicas del periodismo para narrar, por decirlo así, la realidad real.

Con todo, esos incidentes, y los ejemplos que acabo de citar, permiten plantear una pregunta que brota a propósito del último Nobel, pero que está también en la base del quehacer de Facultades como esta, donde se entrecruzan, de manera deliberada como recordé al inicio, el periodismo y la literatura: ¿en qué se diferencian uno de otra? ¿Hay realmente una diferencia en el nivel de la escritura, o más bien en ese nivel no hay ninguna y lo que cabe es buscar alguna diferencia, si la hay, en otra zona?

Este tipo de preguntas son muy parecidas a las que en las artes plásticas plantearon en su momento los artefactos de Marcel Duchamp, como el famoso urinario puesto en un museo, o los afiches de la sopa Campbell que hizo Warhol. Si un artefacto simplemente útil, un afiche o un urinario, podía bajo algún respecto ser considerado una obra de arte, ¿en qué consistía entonces esta última? ¿Lo artístico era algo intrínseco al objeto o algo que venía del ámbito donde el objeto se insertaba? Llevando el asunto a nuestro problema, ¿en qué consiste propiamente hablando la literatura y en qué el periodismo? ¿El texto de Poe publicado en el New York Sun era una noticia falsa (mal periodismo en consecuencia) o un cuento inserto en un periódico? Si fuera lo primero, entonces el continente en el que el discurso se sitúa es el que conferiría el estatus de periodismo o literatura, de la misma manera que el espacio del museo le confiere a las cosas que están dentro el estatus de obra de arte; si fuera lo segundo –un cuento puesto por engaño en un periódico–, entonces el texto en sí mismo, al margen del lugar donde aparezca, es el que es capaz de calificarse.

Así pues, ¿en qué se diferencia la escritura periodística de la estrictamente literaria?

Una manera de diferenciar la literatura del periodismo (ya veremos si correcta) consiste en echar mano del concepto de ficción.

La palabra ficción, como ustedes saben, viene del latín figo cuyo significado más propio es modelar, por ejemplo modelar algo en arcilla. De ahí entonces que escribir una ficción vendría a resultar algo equivalente a modelar un mundo, o parte de él, simulando, no obstante, que es real. En tanto que el periodismo equivaldría más bien a escribir una historia, donde historia denota un acaecer que ya ocurrió y que no puede ser modelado. Lo que habrían hecho Poe o Cooke, por ejemplo, sería fingir una historia: esa sería la ficción más completa posible, aquella que rehúsa ser tal. Capote, en cambio, por ejemplo en A sangre fría, habría relatado un hecho perfectamente real haciéndonos creer que lo estaba fingiendo. Esta última sería la realidad en su máxima expresión: una tan pormenorizada que parece un invento. La mejor ficción sería la que se oculta (el ejemplo de Poe); la mejor no ficción tendría tanto detalle que parece un invento (el ejemplo de Capote).

Esa diferencia entre literatura y periodismo que hace pie en la ficción fracasa sin embargo cuando se advierte que para los seres humanos la realidad siempre está mediada por una fantasía –la verdad tiene la estructura de una ficción, dice Lacan–; siempre está cubierta por un envoltorio fantasmático configurado por los temores o los deseos de quien la vive, tal como explica Freud, por ejemplo, en «La novela familiar del neurótico». Lo propio de Alexiévich entonces no sería que escribe non fiction, porque toda escritura que intenta atrapar la realidad preguntándole a quienes la viven acaba inevitablemente atrapando una estructura fantasmática en que la realidad viene envuelta. Cuando Alexiévich, en Voces de Chernobyl, hace hablar a las víctimas no describe hechos brutos sino que da cuenta pormenorizada del significado a través del cual las personas que entrevista y a las que hace hablar en primera persona vivenciaron esos hechos. Y cuando ella habla en primera persona y se entrevista a sí misma no está hablando de ningún hecho bruto, está describiendo la estructura fantasmática –la ficción– con que ella misma asiste a esos testimonios.

Se suma a lo anterior el que la realidad, cuando está mediada por la escritura, sea literaria o periodística (como se denunció tempranamente por los antiguos), siempre resulta alterada o rebajada, de manera tal que en algún sentido toda escritura es ficción.

¿Qué es lo que hace entonces que Alexié- vich escriba literatura y no simple periodismo? ¿Significa lo anterior que las fronteras están entonces disueltas?

La mejor manera, en mi opinión, de distinguir el periodismo de la literatura (que es el problema que la reciente Nobel plantea) consiste en recurrir a la distinción que Teodoro Reik formula entre recuerdo y memoria, o a la de Proust entre memoria consciente e inconsciente. El recuerdo (o en términos de Proust la memoria consciente) fijaría los hechos en su mera facticidad, en su simple acontecer, despojándolos lo  más posible del componente subjetivo o el aura emocional que los envuelve, en tanto la memoria (Proust diría la memoria inconsciente) captura los hechos en su totalidad, atrapando no sólo la facticidad de lo que ocurrió sino la conmoción subjetiva, la atmósfera emocional de la que son portadores. La escritura de la reciente Nobel, por ejemplo, sería literatura y no periodismo no porque ella use las técnicas de la literatura (el diálogo, el montaje de las voces de distintos narradores que se alternan) para narrar la realidad real, sino porque, al capturar los hechos y la subjetividad que ellos despiertan, ella no sólo contribuye a recordar sino que estrictamente hablando rememora. Me parece que aquí –más que en la forma del discurso o en la distinción entre ficción y no ficción– está la diferencia entre periodismo y literatura: la diferencia sería la misma que media entre el simple recuerdo y la memoria. La literatura sería la memoria de la sociedad, el periodismo su simple recuerdo. Por eso un reportaje de largo aliento donde refulge la subjetividad de quienes vivieron un acontecimiento, la suma de emociones que lo acompañaron, arrastrando con ello un mundo, equivale a literatura aunque vaya inserto en el suplemento de un diario. Y por eso también la mera suma de hechos, por pormenorizada y coral que sea, nunca equivale a literatura. Por eso al leer diarios viejos nunca logramos rescatar el mundo que los rodeaba (lo que la fenomenología llama Lebenswelt, el mundo tal como se lo vivió) sino apenas saber de un conjunto de acontecimientos. En cambio, se sabrá más de los años de Chernóbyl, cuando se los rememore en cien años más, leyendo las páginas que disfrazadas de periodismo ha escrito Alexiévich.