Tratar al ciudadano común como a un héroe y al héroe como un ciudadano común pasó de utopía humanitaria a memo profesional cuando así lo impuso el viejo Nuevo Periodismo. Había llegado el momento de, en palabras de Tom Wolfe, “mostrarles a los lectores la vida de verdad. Decirles: ¡Vengan! ¡Vean! ¡Así vive hoy la gente! ¡Esto es lo que hacen!”. La licencia del tú a tú hiperdescriptivo fue bienvenida como la brisa fresca tras décadas de áridas pirámides invertidas y encuentros monocordes de una sobria cordialidad, sin dobles lecturas. El minuto de confianza de Tom Wolfe y sus boys reformuló el modo de aproximarse a los poderosos, y convirtió en causa de la mayor nobleza la disposición de miles de nuevos reporteros a desbancar divos y pinchar egos inflados a través de la charla espontánea y sin servilismos.

Pero, como tantas fórmulas, la del Nuevo Periodismo terminó, a la larga, abrazada a aquel endiosamiento del poder que se proponía combatir; plastificada como un pase honorífico para desplegar sin pudores el propio encandilamiento ante ese superior jerárquico que en la escala social es la llamada celebridad. El oficio de la reunión con un famoso suele ser hoy la descripción de un encuentro beatificador y apologético, que anula lo incómodo y suaviza lo áspero para bosquejar una semblanza al borde de la hagiografía catequista.

La escritora estadounidense Katie Rophie considera al subgénero del “perfil de celebridades” un ritual decadente1, y en su cátedra de Crítica y Reporteo Cultural en la Universidad de Nueva York explica por qué. Las mismas partes ensambladas, lengua franca para las revistas de couché en Occidente, se dirigen, dice, por una idéntica secuencia de descripciones: (primero) lo hermoso/talentoso/encantador del entrevistado; (segundo) su parecido a nosotros cuando sirve un té o se libera un rato de los tacos altos (la modestia de un famoso nunca terminará de sorprender a un periodista); y (tercero) la reflexión seudosolidaria sobre lo abrumador que puede ser la sobreexposición pública a la vez que se combaten demonios privados. El más irrelevante síntoma de vulnerabilidad de una estrella –un temblor de mandíbula, el gesto afectuoso hacia un hijo, los ojos brillosos ante el recuerdo de su socio muerto– será la presa con la que el entrevistador vuelva triunfante a casa. Según Rophie, ese atisbo de intimidad es “el momento en que el escritor prueba que realmente ha hecho contacto con su personaje celestial y que ha logrado una conexión genuina, distinguiéndose de las adulonas hordas y servidores de las chapuceadas celebridades”.

En Chile los ejemplos del ritual recién descrito pueden no ser diarios, mas sí semanales: una misma fórmula de “perfil humano” es el molde que en nuestros suplementos y revistas guía el estilo de aproximación íntima a políticos, deportistas y rostros del espectáculo. Un molde afirmado por contornos de asumida pleitesía y sólo aparente indagación, que sacrifica de modo excluyente la profundidad por el ritmo ágil; y la revelación por la infidencia banal, aunque simpática. Son textos producidos como en serie, entre los cuales se podrían intercambiar párrafos sin, casi, alterar el resultado.

El galán cansado, la modelo atenta

“González camina con algo de dificultad sobre el pulcro mármol del edificio Amalfi en Lo Curro”, describe el entrevistador de El Sábado invitado a la casa del tenista. “El guerrero regresa a casa. Y tras girar la llave del elegante departamento, el vacío saluda al vacío del eterno campeón, uno de los deportistas más queridos en la historia de Chile. Un hombre, un gigante que, como si fuera el protagonista de un épico cómic, ha forjado una historia que, definitivamente, está más allá del bien y del mal. A ratos Fernando González ni siquiera parece que fuera de este planeta.”

Francisco Reyes es un actor “cansado del rol de galán”, nos advierte revista Vea cuando tiene al frente a un hombre “guapo y decidido, que hoy sólo quiere ser tomado en serio. Su mirada se pierde en el recuerdo ya maduro de una experiencia teatral de reconocimiento internacional. Es cierto que mata entre las mujeres, pero a simple viste se adivina un proceso interno que lo hace parecer más fuerte y aguerrido”.

“Cuando uno la ve en la prensa argentina, sólo se conecta con su carisma y belleza; sin embargo, en persona todo eso es más”, mide la periodista de Cosas que viaja con la modelo Pampita a Cancún. “Carolina es una mujer dulce, noble, atenta. Y por más que uno quiera encontrarle los rasgos de diva o de niña malcriada, no los tiene. Es que su vida ha sido de esfuerzo y perseverancia, de profesionalismo y humildad. Adora y agradece el cariño de la gente, mira a los ojos a todo el mundo, tiene empatía y jamás olvida quién es. Así es Pampita: una top de verdad”.

La esposa del actor Benjamín Vicuña ejerce sobre sus entrevistadores lo mismo que las luces altas de un auto sobre una liebre que se cruza: los encandila sin remedio. En Ya, Pampita sorprende porque “se mueve como si la maternidad no la complicara en lo más mínimo, como si esta hija que tuvo con el actor Benjamín Vicuña la hubiera traído de toda su vida. No viene ni con nana ni con enfermera asistente. Ella misma pasea a su niña mientras responde las preguntas, le da pecho en medio de la conversación o le limpia los reflujos”. En Rolling Stone-Chile, la maniquí sin maquillaje es “la diosa al natural”, y el redactor confiesa que “contemplar la belleza de la modelo fue indescriptible”. Joven, hermosa, ha amasado fortuna desde una infancia modesta en Santa Rosa, Argentina. Dos hijos rubios y un esposo en gigantografías prueban su triunfo sobre la pobreza original y un divorcio ventilado por un ex polero cruento y codicioso, empeñado en “verla en la cárcel”. Los ingredientes de una gran novela están ahí, a la mano y sin secretos, pero sus entrevistadores no parecen dispuestos a encontrar lo que esos giros y golpes biográficos puedan haber dejado en los pliegues de una anatomía de pasarela. Por supuesto, no es culpa de Carolina Ardohain ni de ningún bendecido por las mieles televisivas que lo que hoy entendamos por entrevista a fondo sea el equivalente a un vals torpe en el que uno se luce, mientras el otro sólo lleva el ritmo.

Collage de citas

En el año 2000, la redacción del diario alemán Süddeutsche Zeitung descubrió que el periodista suizo Tom Kummer llevaba cuatro años inventando entrevistas a actores y músicos. Kummer solía encontrar oro allí donde otros extraen aluminio. ¿Sharon Stone hablando de lucha de clases? ¿Courtney Love autocrítica? ¿Ivana Trump preocupada de sus espinillas? Kummer no tenía audios de tan inusuales revelaciones, y terminó admitiendo su oficio en lo que llamó “reporteo de montaje”; o sea, tomar de acá y de allá sin hacerle daño a nadie. “Su error fatal fue convertir los perfiles de celebridades en textos interesantes”, conviene Kathie Rophie.

La profundidad y la verosimilitud de una entrevista escrita son hoy incompatibles con un sistema de medios que batalla contra índices irremontables de atención breve, desinterés por la lectura y el aceitamiento diario de la maquinaria de la fama. Son las reglas de los publicistas y promotores de esos actores, músicos, deportistas y políticos-rostro las que se imponen sobre cualquier consideración de escritura. No es que a los lobbistas del glamour se les pague por mentir, sino que nadie sabe mejor que ellos cuánto redita guardarse la verdad, no mostrar de más, no exponerse a situaciones incómodas. De Doris Day a Tom Cruise, Pat Kingsley ha sido la asesora de prensa (publicist, en inglés) más importante en Hollywood. En The Observer (2) describió que “no me gustan los reportajes interesantes. Lo aburrido es lo que yo necesito”.

El periodismo de espectáculos actual se ha convertido en un insuperable aliado para esa filosofía de la discreción por flojera. Es lógico que así sea: que se sepa, ningún empleado de una revista del corazón ha llegado a comprobar la real utilidad de esforzarse en un trabajo sistemático de sospecha. Los pauteados encuentros entre entrevistador y entrevistado producen amistades falsas que se registran en textos hipócritas que, a su vez, prometen una fantasía: la posibilidad de conocer a un famoso tras 45 minutos de conversación impostada y un mal café que, con suerte, servirá para precisar lo que se leyó esa mañana en Wikipedia. Si el sujeto del encuentro está, como debe estarlo, más preocupado de la sesión de fotos que de esas preguntas desangeladas, el surgimiento de una respuesta citable sería una excepción, no la norma. Los adjetivos y la hipérbole terminarán de arruinar esa narrativa del desencuentro.

“Pocas parejas pueden vanagloriarse de llevar años trabajando juntos y seguir siendo la pareja televisiva más creíble del momento”, estima Cosas tras su cita junto a un matrimonio de matinal. “Y más aún, de haberse separado por dos años, lograr reencantarse y estar nuevamente unidos sin rencores y más felices que nunca. En lo sentimental y profesional, no hay duda de que son un verdadero equipo, donde la gran receta ha sido la química y la complicidad, dos ingredientes claves para cualquier relación”.

En el mejor de los casos, la periodista ha llevado una vida lo suficientemente ingenua para extrapolar sus primeras impresiones a una experiencia definitiva: luego de una tarde con la pareja, sabe, con convicción, que marido y mujer están “unidos sin rencores”, son “más felices que nunca” y “no hay duda de que son un verdadero equipo”. Para escribir sobre algo banal es mejor que se asuma una mirada ídem, se dirá. Pero es probable que la cándida reportera se haya prestado para una operación de relaciones públicas tan interesada como añosa, de cuyos códigos Estados Unidos exporta gruesas guías, con capítulos especiales para el manejo complaciente de matrimonios alguna vez en conflicto.

Cuando, en agosto de 2008, Angelina Jolie y Brad Pitt negociaron con People la publicación de las primeras fotos de sus mellizos no consiguieron sólo el pago récord de 14 millones de dólares. El acuerdo con la revista fue, también, un compromiso de buen trato mutuo de ahí en adelante: la pareja estaría disponible para su equipo, y éste sería discreto en sus notas sobre ambos. Mucho sobre su labor humanitaria; nada sobre su pasado de autoflagelación, drogas y bisexualismo.

Los labios, piernas, esposo, prole y humanitarismo de Angelina Jolie son para el perfilador de famosos como un plato ya cocinado y servido. ¿Qué queda sino disfrutarlo, sin siquiera agregarle pimienta? Hace dos años, la actriz fue declarada “la mejor mujer del mundo” por una nota de Esquire. Más tarde, en Slate, Ron Rosenbaum creyó necesario advertir que aquel texto constituía el peor perfil nunca escrito3, y elaboró un largo ensayo sobre su “prosa de meretriz”, su “pretendida sofisticación arqueada”, la intención de su reportero por jactarse del “campo espiritual que comparte con ella, por encima de las tontas masas enceguecidas por la fama”.

El problema es que alguien como Rosenbaum será siempre minoría en una cultura de la fama aceitada a diario no sólo por sus protagonistas, sino por los lobbistas de esos rostros y los reporteros dispuestos a un trato obsecuente con tal de tenerlos cerca. Firmarán “contratos” en los que prometerán no abordar ciertos temas. Aceptarán incesantes llamadas para convertir la entrevista en portada, y adjuntarán la nota final a su correo electrónico para la aprobación del rostro antes de la partida a imprenta. Si es que alguna vez le interesó, el periodismo de espectáculos ha perdido la batalla de la desconfianza. Muchos editores asumen hoy que su trabajo es “promover la película”, “apoyar el disco”, “no chaquetear la teleserie”.

La hipérbole, el lenguaje del glamour

El entrevistador puede ser un fan. Y, como tal, no debe esconderse. En el primer trimestre de 2008, Simon Doonan, de Elle, va al encuentro de su cantante favorita (“Force of nature”), y en el camino se pregunta algo clave: “¿Puede ser que Madonna haya hecho la transición de diva a diosa?”. Lo dice en serio: “Mientras conduzco por Sunset al rendezvous con Nuestra Señora de los Corpiños en Cono, me doy cuenta de que estoy insanamente nervioso. Aunque me la he topado, brevemente, en un par de ocasiones, siento como si estuviera a punto de encontrarme con Dios. O tener una colonoscopía. O ambas cosas”.

Diez meses antes, en agosto de 2007, Gabriel Gargurevich no estaba menos excitado por su inminente reunión con Carolina Herrera (hija) para una nota que terminó publicada en la versión peruana de Para Ti (“Carolina Herrera. Conociendo a una princesa”). Gabriel era un fan con una misión. Y creyó necesario compartir cada nervioso preparativo de su gesta:

“Me da vergüenza la grabadora que he traído. Los cassettes son algo que ya no se usa”, advierte al inicio. Avanzamos otros tres párrafos, y aún quedan confesiones: “Cuando estuvimos frente a frente me imaginé bailando con ella una canción de Air Supply”. La entrevista no comienza sino hasta el noveno párrafo. Hablan. Se ríen. Comparten datos. El final es antecedido por el subtítulo ‘Epílogo’, y allí Gabriel se encarga de que sepamos que Carolina se he despedido del siguiente modo: “Es la mejor entrevista que me han hecho en todo el día”.

El entrevistador embobado se pellizca para convencerse de su suerte. La columnista Hadley Freeman, del Guardian, lo considera “el equivalente periodístico al Síndrome de Estocolmo. Lo sé. Lo he padecido”. Lo que en el periodismo de investigación es combate cuerpo a cuerpo en busca del knock-out, en la resbaladosa definición de lo “humano” pasa a ser pretensión almibarada tras esa confesión pícara que se asemeje, ojalá, a la de la amistad. La amistad prodigada por un celador en-can-ta-dor.


1 “Se venden estrellas de cine”, Etiqueta Negra n. 26 (publicado originalmente en Brill’s Content).
2 “Gaby Wood, LA Confidential”. The Observer, 25 de septiembre, 2005.
3 Ron Rosenbaum, “The Worst Celebrity Profile Ever Written? Angelina Jolie, ‘the best woman in the world’”. Slate.com, 19 de junio, 2007.