A todo cinéfilo y, desde luego, a todo crítico, le llega el momento de decidir si se va a quedar a este lado de la pantalla, gozando el resto de su vida como espectador, o si va a cruzar al otro y arriesgarse a pasarlo mal, aprender los trucos y, más aterradoramente, a ser juzgado por los demás, por tus colegas que se quedaron sentados en la cómoda platea.

He estado a ambos lados y sé, por lo tanto, lo que se siente, y lo que ocurre, cuando el matonaje de la opinión arbitraria hace de las suyas. He sido herido y he herido. Si el cineasta desea exhibir su filme, no guardarlo en una bóveda, entonces que se prepare. Que pague. El que lo muestre, que le cueste. Los críticos, en tanto, deberían tener claro que ellos también son observados. Otra cosa: tal como ocurre con los creadores, lo que los críticos escriben refleja más su mundo (y sus juicios y prejuicios) que la película en sí. Cada uno ve lo que quiere ver. Y cada uno muestra lo que no necesariamente quiere mostrar.

Ahora que he dirigido mi primera película y “me pasé al otro lado”, ahora que Cinépata es el nombre de una productora y no de una columna, reconozco que, de vez en cuando, siento la necesidad de opinar, criticar, atacar, defender, cinepatear. Pero no puedo. Al menos, creo que no puedo en público, por escrito, en un medio de verdad. Siento que es un tema ético, de sanidad. Sin duda aún tengo algo de crítico en mí, pero siento que, por razones más bien éticas, ya no puedo criticar cine en medios masivos, pues en ellos se ejerce y se maneja poder, por lo que, aunque me duela, aunque me tenga que reprimir, debo callar.

Esta regla autoimpuesta es -creo- una regla relativamente universal que, supongo, se basa en una ciertaética. Lo que no implica que no se puede quebrar, aunque los espacios que quedan libres son pocos: los blogs, algún artículo aislado (a favor) y poco más. A veces mis dedos comienzan a tipear solos cuando salgo de un film que me parece falso, insufrible y sobrevalorado, pero no puedo. Son mis colegas. No me corresponde.

Si algo he aprendido como crítico y, luego, como cineasta, es que las películas son buenas, malas, mediocres o estupendas, mucho antes de rodarse. Aquello inasible que hace que un filme tenga o no carne, sangre y vida, no pasa por el set, la preproducción o el presupuesto. Es en la génesis que algo nace decente o bastardo. Si esto es así entonces es perfectamente legítimo criticar una producción local que costó un soberano esfuerzo. No fue la escasez de dinero lo que hizo que la cinta naciera muerta.

Hacerse cargo de la cartelera, escribir todas las semanas, es, en el fondo, hacer un catastro. Y para eso es clave entender que no se puede estar contaminado. Pero es difícil: es más que lógico que un crítico de cinequiera ser director, o tenga un guión en un cajón, o un mediometraje que nadie vio debajo de su cama. Ley pareja no es dura pero es duro tener que abandonar algo que te gusta para así no dañar a terceros.

¿Qué se puede hacer entonces?
Supongo que retirarse. Debería ser parte del manual de etiqueta. Aquellos críticos que desean escribir o filmar pueden seguir de críticos pero tratando de manejar sus impulsos y favoritismos. Si no lo logran, igual no es grave. Por mucho que ese crítico tenga algo de histérico e incondicional, no cabe duda que a la hora de escribir de sus héroes lo hará excepcionalmente bien. Pero donde el asunto no es negociable es cuando estás al otro lado. Lo adecuado es callar. Retirarse después que apareció tu libro, antes del estreno de tu película o del guión en que participaste. Da pena, cuesta, parece antinatural, pero es el costo.

Ese es el costo.

El costo de pasar al otro lado.

No todos están de acuerdo, lo sé, y quizás es perfectamente posible ser juez y parte pero me cuesta entenderlo. Me gustaría pensar que la crítica es algo así como un llamado, un mandato, y que requiere algún grado de rigor y no poco sacrificio.