Conversación

Jorge Franco

Con Rodrigo Rojas

 

Rodrigo Rojas: De Colombia han llegado excelentes escritores, y nos quedamos con el prejuicio positivo de que Colombia solo produce escritores interesantes. Hoy tengo el agrado de presentar y conversar con el escritor Jorge Franco, quien dice sentirse identificado especialmente con Medellín, pues él nació ahí en 1962 y parte importante de su obra se refiere constantemente a esa ciudad. Ciudad que yo no conozco, pero que a medida que he leído sus libros, Rosario tijeras y ahora El mundo de afuera, he conocido parte de su historia y, más importante aún, porque es más difícil de conocer a través de un libro: su paisaje, sus olores y también su gente.

Jorge Franco comenzó publicando el libro de cuentos Maldito amor (1996) y la novela Mala noche (1997). En ese tiempo era un escritor desconocido si se compara con el éxito posterior, cuando publicó la novela Rosario Tijeras (1999), presentada en la Semana Negra de Gijón y que en el año 2000 recibió el premio Hammett, entregado a novelas del género negro. Posteriormente esa novela fue adaptada al cine, y más tarde para una serie de televisión, por lo que Rosario Tijeras lo ha puesto bajo la luz pública. Luego vino Paraíso travel (2002), novela que trata de las migraciones en la frontera entre Estados Unidos y México y en 2005, el cuento «Donde se cuenta cómo me encontré con Don Quijote de la Mancha en Medellín, cuando la ciudad se llenó de gigantes inventados», de Editorial Planeta, que donó todos los ingresos de la publicación para ayudar a las víctimas de las minas antipersonales en Colombia. Luego, el año 2006 publica Melodrama, una novela donde se produce un cambio en la narración, una experimentación. Después vino Santa suerte (2010) y por último, en 2013, El mundo de afuera, libro con el que ganó el premio Alfaguara de Novela 2014 y que le permite ahora estar de gira por Latinoamérica y hoy con nosotros, gracias a las gestiones del Grupo Editorial Penguin Random House a través de la Editorial Alfaguara.

Jorge Franco: Buenos días, Rodrigo. Un saludo muy cordial a todos los asistentes que nos acompañan hoy. Es para mí un honor estar en esta cátedra. Ya la conocía de nombre y cuando recibí su invitación me sentí muy contento de poder incluirla en la gira y venir aquí a charlar del libro y de literatura.

RR: Jorge, como la fama de Rosario Tijeras te antecede, me imagino que todas las entrevistas terminan o empiezan en ese punto, pero a mí me gustaría partir por tu último libro. El mundo de afuera es una novela en la cual quizás la acción más importante es un secuestro. Tengo entendido que ese secuestro efectivamente sucedió en Medellín, en la década de los setenta, y para poder situarlo dentro de la historia, o al menos dentro de nuestros posibles estereotipos y clichés sobre Medellín, este secuestro es anterior al surgimiento de la narcocultura. Entonces es muy interesante que un escritor que ya entró de lleno en este tema, que ya instaló su narración en Medellín, decida ir a un tiempo donde esta cultura no existe. ¿A qué responde esta estrategia de retroceder en el tiempo? ¿Por qué el año 71 en específico?

JF: Bueno, de todas maneras voy a hablar de Rosario Tijeras porque hay una casualidad, y fue que hace quince años salió la primera edición de esa novela, que venía a ser una deuda que yo tenía con Medellín, y a veces digo que la ciudad también la tenía conmigo de una época muy complicada que nos tocó vivir. Yo sabía, desde el momento en que asumí la escritura literaria como un oficio, que iba a llegar la necesidad de escribir sobre esa época. Digo que han pasado quince años, porque coincidió la fecha en que se falló el premio con el mes en que se publicó esa novela, y de alguna manera muy personal e intima, lo tomé como una forma de celebrar todo lo que ha pasado a partir de Rosario Tijeras, como mencionabas, las adaptaciones al cine, a la televisión, otras novelas, traducciones. Sentí que con ese premio se consolidaba un período de trabajo de mucha entrega y disciplina. Pero ese regreso a esa Medellín –ciudad idílica donde todavía se vivía en paz, donde casi que la queja generalizada era que no pasaba nada, cuando después pasó de todo– fue un accidente básicamente y algo que descubrí después de la escritura de El mundo de afuera: que Rosario Tijeras era un poco como la víspera de esta otra historia donde cuento ya de lleno otra violencia, mucho más demencial.

Tú lo dijiste, el secuestro existió. Yo era vecino del hombre al que secuestraron y había una particularidad en ese hombre que lo hacía muy conocido en toda la ciudad, y era que él vivía en un castillo. Me ha tocado aclarar muchas veces: era un castillo europeo con unos jardines  amplísimos, con fuentes donde hay monstruos que tiran agua por la boca, con un bosque atrás bastante bonito. Era un hombre que, además, vivía de manera un poco anacrónica para ese Medellín de la época que apuntaba más bien a convertirse en una ciudad moderna. Este hombre vivía a dos cuadras de mi casa y nos llamaba mucho la atención a los que éramos niños. Él se movía en la única limusina del lugar, tenía pajes, incluso se vestía un poco diferente para lo que es una ciudad templada; era como tener allí un fragmento de mundo infantil, de fantasía, sumado a todas las fantasías que se decían sobre él, su familia y, en particular, sobre su hija, que ya había muerto cuando yo fui a vivir allí, murió muy joven. Se llamaba Isolda porque el hombre era wagneriano y así la bautizó en homenaje a Wagner, y de niños nos decían que en el castillo estaba el fantasma de Isolda, que la tenían enterrada allí en el castillo, embalsamada en un sarcófago, o incluso que estaba embalsamada sentada frente al piano. Yo recuerdo que no me atrevía a asomarme mucho al castillo por pavor a siquiera ver ese cadáver, era algo que me llenaba de miedo, pero que por supuesto era parte de una mitología urbana y luego ya me enteré de que sí estaba muerta, pero enterrada en el Cementerio General de Medellín. Pero entonces ese mundo, ese fragmento de mundo del castillo, más el incidente del secuestro que fue en el año 71 y que terminó de una manera muy violenta, muy dramática y que realmente nos sacudió, era una Medellín muy diferente; había hechos de violencia, pero muy aislados, que creíamos correspondían más a una ciudad que iba en vías de la modernización, de crecimiento, cuando de pronto sentimos que ahí había una Medellín mucho más real, se rompió esa burbuja que nos hacía creer que vivíamos en un paraíso y realmente, en ese momento, sentimos un miedo mucho más real.

La verdad, este secuestro no está muy lejano en el tiempo a lo que vino después, a mediados de la década de los setenta, cuando el narcotráfico se asentó con mucha solidez en Medellín y comenzaron a aparecer no solamente algunas manifestaciones a modo de exabruptos de la vida de los narcos, sino también otras costumbres. Por ejemplo, comenzamos a oír historias de funerales con mariachis, algo que no nos parecía propio de la costumbre de la ciudad, automóviles que tampoco correspondían, y viviendas, centros  comerciales, y por supuesto, esos primeros hechos de violencia y este secuestro que, como dije, parecía un hecho aislado; y luego lamentablemente fue un tipo de delito que se afincó no solo en Medellín, sino en toda Colombia. Pasó a ser nuestro mayor dolor, nuestra mayor vergüenza, al punto de batir un permanente récord en el número de personas secuestradas, y unas extensiones de esos tiempos de secuestro que ya rondaban lo inverosímil, lo absurdo, personas que llegaron a pasar hasta diez, once años secuestradas, en una época mucho más reciente.

RR: Ahora, El mundo de afuera por cierto que no entrega ninguna explicación sociológica ni tampoco elabora un relato ideológico de por qué sucede o hacía dónde debe ir. Sin embargo, hay en sus rastros una historia de la ciudad como representación de Latinoamérica. Yo estaba pensando en el tipo que comete el secuestro, Mono, que se describe a sí mismo como una persona que no tenía nada más que hacer que dormir hasta tarde, fumarse un porro de marihuana y nada más, tampoco tenía mucha ocupación como futuro delincuente. Y en don Diego, el secuestrado y su fascinación europea, con su castillo de fantasía y su gusto por Wagner. Pero paralelamente está también la industrialización de la ciudad, y a pesar de esto, está todo ese grupo de gente que no está incluida dentro de ese mundo. Creo que el narrador, que toma distintas voces, describe –cuando toma la voz del Mono– la vida del secuestrado como de alguien perteneciente a la Luna para ejemplificar la distancia que hay. Entonces si bien no hay un relato ideológico o una explicación, hay un recuento de las distancias sociales, como una manera de decir: «esta violencia tiene sus orígenes en esa distancia».

JF: Sí, a pesar de que hice unos trabajos de investigación amplios sobre lo que aparecía en la prensa de la época, lo que era la música y la moda en los sesenta y setenta, hablé con mis padres y personas mayores que me pudieran ayudar a todo eso que te sirve para dotar una historia de mucha verosimilitud, siento que con toda esa información, para la literatura en particular, es importante conservar cierta distancia, filtrarla un poco. Me refiero básicamente a lo que es ficción. Yo prefiero presentar un panorama, mostrar una fotografía muy amplia de lo que hace la gente, cómo está vestido el personaje, etc.  Me apoyo mucho en los diálogos, me parece que dan mucha información, son como la vida misma; la forma en que habla la gente dice mucho de ella y eso es algo que trato de aprovechar en la escritura, que el propio personaje transmita esa información la transmita a través de lo que dice. A veces la voz narradora sí marca algunos hitos importantes como para ubicar un poco al lector en la historia, pero también porque son hitos que han impactado al personaje. Hay una voz infantil, que por supuesto se sintió impactada cuando el hombre llegó a la Luna; esa voz habla de un tema del que se habla en toda la ciudad, el hipismo, porque es un movimiento que a pesar de ser Medellín una sociedad bastante conservadora, estaba cobrando mucha fuerza allí y entraba con mucha contundencia todo ese pensamiento de paz y amor, con la música de los Beatles y de los grupos de rock que estaban surgiendo en ese momento, y hace referencia a Woodstock, porque en Medellín se hizo una copia de ese festival, que generó un escándalo social. No me servía solo para ubicar la historia, sino también porque ese escándalo formaba parte de lo que a este personaje, don Diego, también escandalizaba: saber que había gente por ahí, en lados baldíos, escuchando música rock desnudos y fumando marihuana, en una sociedad como Medellín que ha sido tradicionalmente conservadora, que a pesar de todo lo que ha pasado, en esa época marca la conducta y la reacción de estos personajes.

RR: Jorge, en lo que acabas de decir te has referido a distintos puntos que tienen que ver con la forma de estructurar la novela, decisiones propias del escritor en el minuto en el que está editando o escribiendo. Hablaste del paisaje, de las imágenes, fotografía, de cómo jerarquizar la información, cómo contextualizar la historia, qué íconos escoger y cómo incorporarlos. Bueno, tu formación en cine en la London International Film School y en literatura en la Pontificia Universidad Javeriana, ¿consideras que ha influido en tu manera de concebir tus novelas?

JF: Bueno, yo llego a la escritura literaria luego de pasar por estudios de cine. Eso se debe a un deseo mío que tenía desde muy niño de contar historias y a una fascinación por el cine, que lo vi también desde muy niño. En el colegio nos proyectaban películas todos los viernes  porque había un gran teatro –estudié en los Jesuitas, por lo que era todo de corte religioso, o de gladiadores romanos–, pero aun así sentía una fascinación enorme por la dimensión que yo veía, el tamaño de la imagen, el sonido, los efectos que ya comenzaban a aparecer. Y luego fui parte de un cine club que había en el colegio donde veíamos películas un poco más vinculadas al cine arte, todavía un poco controladas, pero todo eso despertó mi pasión por el cine y quería contar historias a través de la imagen. No me atrevía a hacerlo por escrito a pesar de que fui muy buen lector desde niño y seguía leyendo de adulto. En Colombia no se podía estudiar cine en ese entonces, en Medellín no había escuela de cine, creo que todavía no la hay. Me fui a Inglaterra a estudiar cine y me encontré con que tenía que escribir mucho y así fui perdiendo un poco el miedo a la escritura. Me di cuenta de que a ese deseo de contar historias podía darle rienda suelta con la palabra escrita. Era algo evidente, y tenía por suerte el único requisito que necesita un escritor, que es haber sido un buen lector. Y allí comencé a dedicarme a la escritura creativa.

Sobre cómo el cine se aplica en mi escritura, creo que lo introduzco de una manera muy inconsciente y por ahí vale la pena toda mi biografía que les conté, por mi fascinación por el cine y mis estudios. Cuando escribo estoy muy concentrado en lo que tiene que ver con lo literario estrictamente: la sintaxis, esa lucha con las palabras, que es tan compleja, tratar de encontrar esa palabra que me describa la idea o la imagen, porque de todas maneras creo que nos nutrimos de ambas cosas, transmitir una idea o revelar una imagen, pero siempre buscando las palabras precisas. En eso la literatura se puede asemejar al cine, en si la historia será lineal o con saltos en el tiempo. Además tengo la experiencia de ser coguionista en la adaptación de mi novela Paraíso travel al cine, y recientemente también escribí una serie para el canal HBO, una historia original. Por eso sé que la escritura cinematográfica es completamente diferente, no hay que preocuparse por lo literario.

RR: Entre las cosas que me llaman la atención de El mundo de afuera es que es un libro con soundtrack, es decir, con música característica y diferenciada por personaje, o al menos por el mundo de cada personaje. Por ejemplo, Isolda  –el objeto de deseo del secuestrador– camina por el bosque y cruza un umbral de la fantasía, donde se encuentra lo mitológico mientras de fondo suena Wagner. En cambio, cuando están reunidos los secuestradores, se puede escuchar algo de rock como Jimi Hendrix. Esta música cumple la misma función que en una pieza audiovisual al darnos un relato de continuidad, pero a su vez, nos permite una profundidad psicológica, tanto de la atmósfera como de los personajes. Quería preguntarte sobre esto, ¿en qué aporta la música a esta profundidad?.

JF: Creo que aporta mucho y me parece que hay una influencia directa del cine. También es una frustración que tengo siempre como escritor, porque cuando estoy escribiendo un pasaje de la novela a veces me digo: «qué bueno sería poder poner música de fondo a esta escena», porque sé, gracias al cine, que la música de fondo ayuda a potenciar una sensación, un sentimiento. Creo que el gran reto que tenemos los escritores es ese. Al creador de una pieza literaria le toca darle música a su historia, la que genera con su ritmo de escritura. Yo lo que recuerdo es haber escuchado mucha música, más de la que aparece en el libro, buscando crear atmósferas para el momento de la creación. A veces investigaba música de la época y descubría canciones maravillosas que me dejaban absorto sin poder escribir prácticamente durante toda una tarde, pero creo que de todas maneras eso alimentaba un sentimiento para poder contar una historia con un toque y un tono que fuera realmente verosímil a la época. Además ayuda a la construcción de los personajes, la creación de esos ambientes, y no solo me estoy apoyando en la música, sino también en la poesía.

RR: Yo quería compartir con los asistentes un fragmento que seleccioné del capítulo cuatro, sin dar ningún detalle de cómo se desarrolla la historia, pero sí es una buena escena. Estamos escuchando la voz del Mono, y habrá un diálogo entre él y su secuestrado. Además, podemos ver el ambiente donde está siendo retenido don Diego.

JF:“Medellín tenía un letrero a lo Hollywood pegado a la montaña más arriba del barrio Enciso, no muy lejos de la casa donde vivía el Mono  Arriascos, con el nombre de una empresa textil. Coltejer decían las letras que de noche alumbraban de verde neón.

–Esa empresa la fundó un pariente suyo, don Diego, ¿no es cierto? –dijo el Mono–. Hasta ese letrero subía yo de joven con el Cejón y con Caranga a ver Medellín desde arriba, mucho más arriba que los aviones que aterrizaban en el Olaya Herrera, más alto que los gallinazos que planeaban sobre el río. Allá hacíamos planes, aunque todavía no se me había cruzado usted por la cabeza, doctor. Los planes eran sueños de muchachos que querían hacerse ricos, muchachos que aparte de dormir no teníamos mucho que hacer. A veces, las nubes pasaban tan bajitas que creíamos que las podíamos tocar y la marihuana nos ayudaba a volar. Hablábamos de cosas que no teníamos. Caranga hablaba de la guitarra de Jimi Hendrix y cantaba «Purple Haze, all in my brain», y seguía cantando sin saber inglés.

–¿Qué significa «purple haze», Caranga? –le preguntó el Cejón.

Caranga soltó la guitarra imaginaria, inspiró la nariz apuntando al cielo, levantó los brazos como un vencedor y dijo:

–Es algo poderoso, my friend.

El Mono les habló de un Plymouth Barracuda azul metálico cupe motor V8 como el que tenía don Abelardo Ramírez, el dueño de los billares de la Primero de Mayo, que cuando pasaba tronando disparaba el pelo engominado de los hombres y a las mujeres les daba… no sé qué.

–¿Y vos para qué querés un carro si no sabés manejar? –comentó el Cejón.

–Pues para eso precisamente, Cejón huevón.

–Yo me contentaría con una pick up –alegó.

–Vos no te contentás con nada –lo interrumpió, mientras Carangas volvía a coger la guitarra de Jimi Hendrix.

–Ese letrero era parte de ella, las ocho letras en sus andamios cuentan la historia de nuestra Isolda, don Diego, y marcan un territorio. Así como los gringos nos mostraron que la Luna era de ellos cuando le clavaron su bandera, así marcaron ustedes Medellín con el letrero de Coltejer, pues si no ha subido, debería ir y pararse debajo de la E, la letra de su apellido, para que vea lo chiquito que uno se ve.

Don Diego ni lo miró. El Mono soltó un suspiro para retomar el recuerdo de otra época.

–Pará de cantar, Caranga, dejá la vergadera y primero aprendé a hablar inglés.

–Mono, déjame ser feliz, ¿sí?

El Cejón no volvió a hablar desde que el Mono le dijo que él no se contentaba con nada, se sentó debajo de la R y se puso a mirar para el frente. Caranga le hizo caso y dejó de cantar aunque se quedó haciendo ruidos de guitarra eléctrica.

–Algún día le voy a comprar ese carro a don Abelardo –dijo el Mono.

–Cuando llegue ese día –sentenció Caranga– va a haber un millón de carros más nuevos. El Mono botó el porro de un papiropaso antes de quemarse los dedos. Se levantó, se sacudió los pantalones y se fue.

–Le decía a don Diego que uno al lado de las letras se ve insignificante, aunque en la montaña lo que se ve chiquito es el letrero, y no demoran en llegar ahí los barrios de invasión, no sé qué irá a pasar con el letrero entonces, yo no he vuelto por allá desde que me dio por ir a su castillo, pero allá arriba, alumbrado por el resplandor verde mirando titilar a Medellín fue que decidí que por encima de todo, incluso de mi vida, su princesa, don Diego, sería para mí.

El Mono pegó la frente y los diez dedos contra la pared y embelesado le recitó al muro: «Si a la lucha me provocas, dispuesto estoy a luchar. Tú eres espuma, yo mar, que en sus cóleras confía».

–¡Qué mal verso! –lo interrumpió don Diego.

–Recitar no es mi fuerte –dijo el Mono.

–Así lo recitara el mismo Julio Flores seguiría siendo malo –insistió don Diego.

El Mono metió una mano debajo de la camiseta y se rascó la barriga, sacudió la cabeza para despejarla de la molestia de la que se fue llenando.

–Isolda recitaba muy bello –susurró don Diego.

El Mono paró de rascarse, pero dejó la mano metida bajo de la camisa para calentarla.

–¿Y qué recitaba? –preguntó.

Don Diego le respondió con desgana nombres que al Mono no le decían nada.

–Verlaine, Hugo, Darío. Se aprendió incluso varios poemas en francés –enfatizó don Diego y luego se quedaron callados. Empezaban a acostumbrarse a los silencios.”

RR: Muchas gracias, Jorge. En este fragmento, y a lo largo de toda la novela, están esos marcadores de distancia: la gran letra E del apellido y  la pequeñez que siente el observador, los autores europeos que se aprende la princesa Isolda y el desconocimiento por parte del secuestrador, que a su vez también es una persona con cierta cultura literaria pues cita constantemente a un poeta de final del siglo XIX, también colombiano, que tiene una historia bastante paralela a la del mismo secuestrador. ¿Puedes contarnos quién es este Julio Flores?

JF: Sí, pero realmente no tenía mucho que ver ese gusto del personaje del Mono por la cultura ni la literatura, sino que Julio Flores fue un poeta que más bien se acercó a las clases más bajas; primero, por su forma de vida. Era un hombre que se las pasaba en los bares, en las cantinas populares, con un estilo de vida un poco particular, era un hombre que iba a los cementerios a inspirarse o a recitarle poemas a los muertos. Un hombre que tuvo que exiliarse porque hablaba en contra de la sociedad y de la Iglesia. Algunos de sus poemas fueron musicalizados con música popular colombiana, entonces eso hizo que la gente popular lo apreciara, y se aprendieran sus letras y se sintieran muy identificados con él. Era un poeta que tenía una sensación opuesta a lo que pensaba la gente más culta y otros movimientos poéticos más intelectuales. Él sentía que su origen era el mismo pueblo. Eso me servía a mí para que el Mono pudiese canalizar lo que sentía por la hija de don Diego, Isolda, que era una niña que miraba desde lejos, desde los linderos del castillo, y dada la distancia social, no había forma de acercase. Y de alguna manera me refleja esa Medellín que tiene esa desigualdad social marcada tan grande, una diferencia que no muchos años después de este incidente, fue parte del problema social que hubo en Medellín.

RR: Tú fuiste ungido con las palabras de Gabriel García Márquez, me imagino que eso, además de ser un honor, debió haber sido un peso tremendo, pero junto con ello también tú te presentas al mundo como escritor de Colombia y tienes que romper con eso que espera el resto del mundo, que es el Realismo Mágico, relacionado también con el estereotipo. ¿Cuál es tu relación con esa tradición literaria?

JF: Sí, eso tiene dos formas de verlo. Está una cierta forma local y otra, que es la percepción que se tiene de esa literatura desde afuera. Dentro de los límites de Colombia, respecto del fenómeno del Realismo Mágico se entendió desde el comienzo que era el estilo único de un escritor y que no tenía sentido seguir esa influencia. Algunas personas intentaron hacerlo. De todas maneras hay un sector en Colombia, en la literatura, que es el Caribe, donde uno puede encontrar como lector cierta similitud con ese tipo de narración. El Realismo Mágico pertenece mucho a mi parecer a esa cultura del Caribe. La hipérbole, la exageración, el cambiar las historias para dotarlas de algún toque fantástico, eso es mucho de ellos, y un poco García Márquez lo decía: «Yo estoy contando lo que yo escuchaba de niño, escuchaba a mi madre, a mi abuela». Entonces, muy pronto se entendió que era propio de su universo y, por lo menos lo que pertenece a mi generación y a las posteriores, se vio esa transición de una manera muy natural, casi fue un cambio generacional. Nosotros éramos escritores de ciudad, marcados más por lo urbano y las problemáticas de la ciudad, mientras el Realismo Mágico tiene un tono más rural. Ahí se dio una ruptura natural. Cuando publiqué Rosario Tijeras me di cuenta de una demanda por parte de los lectores, sobre todo del primer mundo, Estados Unidos y Europa, de «sexotismo» en nuestra literatura. Todavía querían ver esos giros extraños u hombres con partes de animal, y eso sí lo vi y siento que el gran reto era mostrar que había otra narrativa y otra voz. Cuando presenté Rosario Tijeras, hay quienes insistían en verla como una prolongación del Realismo Mágico, me decían: «Tu imaginación es muy grande, eso de escribir sobre un mausoleo donde hay enterrados unos sicarios con música las veinticuatro horas es increíble». O que los jóvenes hirvieran las balas en agua bendita antes de meterlas en la pistola, les parecía que era parte del imaginario mío. Y les tuve que explicar que lo que yo me había inventado en esa novela era un triángulo amoroso, pero que eso del mausoleo con música las veinticuatro horas y todos esos ritos de los jóvenes eran verdad, y ahí te das cuenta de que nuestra realidad colombiana particular es tan absurda y exagerada que no tienes que inventarla ni modificarla mucho para que parezca mágica.

RR: En varias entrevistas has definido que el tema que tú trabajas, o quizás el más importante, es el mundo femenino y el amor.

JF: Sí, por muchas razones yo creo que un tema no sirve para una novela, lo que sirve es una historia, o tener un argumento con giros y personajes. Por ejemplo, si tengo la inquietud de hablar de la emigración de indocumentados, pues sí, ahí está el tema, pero ¿cómo lo cuento? Necesitaba una historia. Hice una historia de amor para contar ese tema, y no he podido definir muy bien si recurro a las historias de amor para contar problemáticas sociales o si es al revés, si busco temas sociales para contar historias de amor. Siempre me ha encantado el amor como tema y al hablar del amor entra la participación femenina que tiene mucho que ver con mi vida personal, porque crecí en un ambiente de mujeres. Tengo tres hermanas y a veces cuando llegaba del colegio encontraba que cada una había llegado con dos o tres amigas y mi mamá también traía a sus amigas, entonces era fácil encontrar a quince o veinte mujeres ahí hablando todas al mismo tiempo y lo que hacía yo, que de alguna manera les agradezco, era encerrarme en mi cuarto a leer, tampoco tenía televisión en mi cuarto en ese momento, por eso leía y me hicieron un buen lector. De a poco fui perdiéndole el temor a ese mundo femenino y me fui acoplando a él y de alguna manera siento que es un universo maravilloso. Se expresan los sentimientos con mayor frescura que en el universo masculino, sobre todo en una cultura tan conservadora, donde nos matizaban mucho que los hombres no lloran, no gritan, no saltan, y en cambio mis hermanas hacían todo con una frescura y naturalidad que yo les envidiaba, y eso me acercó a ese universo. Y el amor me ha interesado porque me parece que es un sentimiento muy particular y especial, que a diferencia de otros sentimientos, cambia constantemente. No es lo mismo el amor que vivieron los griegos, ni es lo mismo como lo vivieron en la Edad Media que como se vive ahora. Tengo el pleno convencimiento de que en quinientos años el amor va a ser otra cosa, contrario a otros sentimientos, como el odio, que es siempre el mismo, mientras que el amor tiene que ver con lo social, lo cultural y los instintos. Entonces es un sentimiento muy complejo, que he investigado porque sé que es una de las mayores fuerzas que mueven al ser humano.