Las mujeres me dieron ya la ocasión de componer mil versos, mientras que las musas no me dieron nunca ocasión para hacer ninguno.

Boccaccio, Decamerón

Cuando el sultán Shahzaman descubrió que su esposa le era infiel, se abandonó a la pena y enflaqueció hasta casi enfermar. Solo la constatación de que la mujer de su hermano también le era infiel logró devolverle la alegría. Y cuando este a su vez se supo engañado, abandonó su trono y se dedicó a vagabundear, hasta que llegó a la conclusión de que no había mujer casta en el mundo y volvió a su reino con la firme determinación de no dejarse engañar nunca más, propósito que logró a través del muy masculino y expedito método de matar a todas las mujeres con las que yacía.

La historia de la infidelidad de la esposa del sultán ha llegado a nosotros gracias a la recopilación de cuentos de origen indio, persa y árabe conocida como Las mil y una noches, y sirve de marco a decenas de historias de reyes y de pescadores, de enamorados y de cornudos, de demonios y encantamientos, y de hombres y mujeres que se enfrentan a estos con las herramientas de las que puedan echar mano. Como en tantos otros cuentos de su estirpe, el ingenio aparece a menudo y soluciona el embrollo. En el caso específico de Las mil y una noches, el ingenio de Sherezada salva su propia vida (y la de todas las mujeres) y cura al rey de su odio; para ello, logra que noche tras noche su hermana Dinarzada y el sultán aplaudan sus extraños y entretenidos relatos y les promete algo mejor para la noche siguiente, «si el rey me perdona y me permite vivir».

El cuento siempre fue considerado marginal. «A diferencia de los relatos mitológicos, no pertenece a la cultura oficial –dice Florence Dupont–, y no tiene el prestigio de la epopeya ni la dulzura de la música. El cuento no es más que una historia ficticia.» Sin embargo, de todas las formas de la literatura, es la que dibuja con mayor precisión al hombre tal cual es, con sus imperfecciones y sus caprichos. Su mala reputación obedece, sin duda, al hecho de que los cuentos no quieren enseñarnos cómo debe comportarse un hombre; y a eso obedece también su inmensa popularidad: rara vez sucede en la vida real que optemos por la conducta heroica cuando la muerte nos espera. Lo más humano es preferir la vida y el afecto, y la continuidad que nos aseguramos gracias a ellos.

A esta tradición pertenece el Decamerón de Boccaccio, heredero a su vez de El asno de oro de Apuleyo, quien promete a sus lectores en el preámbulo una variada colección de historias que acaricien «tu oído benévolo con un grato murmullo»; también los Cuentos de Canterbury, de Chaucer, contados para que el camino parezca más corto: «No queremos sermones… y procurad que vuestro relato no nos haga caer dormidos». Hermes, dios de los caminantes, lo es también de la elocuencia, de las palabras sutiles y persuasivas: y estas son fundamentales en el juego de seducción de los oyentes, a quienes se pide que ignoren los llamados de atención de su incredulidad a pesar de los genios y las brujas, de las ocurrencias fantásticas que salpimientan los episodios de la vida cotidiana que constituyen su materia y hacen menos duro el camino.

El mito o la epopeya demandan atento y respetuoso silencio, mientras que para el cuento la camaradería es indispensable: debemos convertirnos en cómplices a la hora de abordar el variopinto y siempre divertido fresco de su época que dejó Boccaccio a lo largo de las diez jornadas del Decamerón , un tributo al gozo y al amor, y a la inteligencia aplicada al logro del uno y del otro. El ideal de hombre que nos propone la gran literatura conduce casi siempre a la guerra y a la muerte; en cambio los jóvenes contadores de cuentos del Decamerón y los peregrinos que se dirigen a Canterbury saben que los días transcurren entre momentos de virtud y momentos de necedad y malicia, a veces con humor y a veces con amargura o resignación, con deseos ilícitos y actitudes poco castas, y necesidades pedestres.

***

…se trataba de lograr escribir a pesar de mi infelicidad, sin dejar que enturbiase y contaminase las cosas que escribía. Pero para lograr esto es preciso que la infelicidad no sea en nosotros una interrogación lacrimosa y ansiosa sino una conciencia absoluta, inexorable y mortal.

Natalia Ginzburg

Hay historias que existen desde siempre, como el piso de tierra sobre el cual construimos nuestras paredes y nuestras oraciones. Y hay libros amasados en artesas de siglos, portadores de una cierta belleza y de una cierta verdad que de alguna manera todos reconocemos como esenciales. Son libros sin los cuales la humanidad se vería gravemente disminuida en su voluntad de perdurar.

No dejaremos de leer a Horacio en aras de la corrección política, pero ya nunca lo volveremos a leer ignorantes de su misoginia.

Hay otros libros que brotan de la tierra incontenibles, como un géiser, porque lo que allí se dice debe ser dicho ya y sin restricciones, porque la voz que lo pronuncia no resiste más el silencio aplastante de la muerte. Estos últimos suelen acabar formando parte de una lista más o menos secreta de libros que todos los lectores recuerdan con afecto pero sin una justificación razonable, aparte del cariño por el momento en el que fueron leídos, o quizás un poco de nostalgia por la disposición a ser tocados de una cierta manera.

La primera prueba a la que se somete un libro es su capacidad de sobrevivir al paso de una edad a otra, pero la prueba ácida es la mirada de uno más joven: la profunda impresión que un libro suele causar en unos tiende a convertirse en una cierta curiosidad despectiva en los que vienen después. Y si bien la batalla por los clásicos se libra en terreno llano (y suele dejar pocos muertos y unas cuantas adiciones felices), inevitablemente cavamos el bache generacional cuando intentamos imponer a los que vienen después nuestras urgencias, y los libros que las consignaban.

Ello no demerita la urgencia ni le resta una pizca a la emoción que nos produce abrazar causas impostergables y dejarnos envolver por la irresponsabilidad de la acción inmediata, aunque no podamos dejar con ellas un legado. Hay páginas que nos golpean como latigazos y nos obligan a levantarnos de la silla, a salir a la calle, a asediar a los amigos, para que el desasosiego sea compartido y nuestras preguntas desbocadas se sumen a la estampida de palabras que va por la grande, la sola desierta llanura dejando a su paso el porvenir. La mayoría de estas páginas se convertirán en detrito, como los pobres versos de Alberti, pero son abono indispensable para el futuro.

No sé si alguien lee a Simone de Beauvoir hoy. El uso y el abuso que acusa mi edición de Penguin Books de El segundo sexo, con un Matisse en la portada y un forro de plástico transparente que le permitió a duras penas sobrevivir, traicionarían mi entusiasmo adolescente aunque quisiera negarlo. Y aunque no reconozco los subrayados y a duras penas entiendo los comentarios al margen, tengo claro que asimilé sin reticencias su larga y profunda reflexión sobre el papel de la mujer, una bofetada que obligó a la sociedad occidental a reaccionar con una violencia de la cual aún no se repone, y que despejó el camino para un cambio radical en la manera de hacer frente, entre otras, a la tradición literaria: no dejaremos de leer a Horacio en aras de la corrección política, pero ya nunca lo volveremos a leer ignorantes de su misoginia. Es posible que estos libros no lleguen al canon, pero cumplen la función primordial de desbrozar el terreno sobre el cual se construirán los clásicos: los libros urgentes saben que la inocencia del lector es un oxímoron insoportable.

«Al final entendí que existe el poder absoluto en lo que se refiere a la narrativa», explica el escritor nigeriano Chinua Achebe en un ensayo sobre la literatura surgida en África durante la colonización inglesa. Contra ese poder se rebeló Achebe en 1958 (dos años antes de que su país se independizara de los ingleses) cuando publicó su novela Todo se desmorona , con la cual quiso recuperar para su pueblo las narraciones que le pertenecen. Alguna vez Achebe calificó su novela de escéptica, pero en realidad es una novela dolorosa, una máscara de muerte impresa en un mundo del cual ya no queda registro. Los ensayos, en cambio, son quejosos y repetitivos, y sus apreciaciones literarias son tan torpes como las versiones de África que critica. Sin embargo su novela, contundente y radical, fue la primera de lo que se convertiría en la colección de autores africanos de Heinemann, la editorial inglesa, y abrió las compuertas para una avalancha de autores africanos que hoy compiten con sus pares ingleses por el aval del establecimiento sin necesidad de una etiqueta étnica que los distinga.

Los hombres blancos muertos siguen siendo el grueso del canon occidental: no se discute. Pero las voces de la periferia estrechan el círculo y se niegan a callar lo que no se debe callar por más tiempo.

***

Si una cierta cosa fue dicha de una vez y para siempre en la Atlántida o en Arcadia, en el 450 antes de Cristo o en el 1290 después, no nos corresponde a nosotros los modernos volver a repetirlo, u oscurecer la memoria de los muertos diciendo lo mismo con menos habilidad y menos convicción.

Ezra Pound

«Los clásicos se han convertido en una vara exclusivamente dedicada a azotar muchachos de escuela», escribió Ezra Pound en una recolección de notas sobre los traductores del griego publicada en 1920. En ella cumple a su manera el ritual de iniciación en la tradición homérica, generalmente marcado por el tópico del empobrecimiento de la cultura y de su enclaustramiento. Es un ritual que cumple más de 2700 años de vida y, a pesar del pesimismo que acompaña a los oficiantes en los últimos siglos, es un canto que celebra la insistencia de la literatura por encima de la fragilidad del papel o del papiro y del poder arrasador del olvido; la suma de millones de voluntades (y cuando digo millones no quiero que se piense en un número genérico sino en acumulación sólida de personas) y su alianza por encima del capricho de los ejércitos o de la tontería de los gobiernos, a través del tiempo y del espacio; y, sobre todo, la porfía en sobreponerse a los menos evidentes pero más nocivos efectos de la diversidad de las lenguas y de su mutación a lo largo de los años: es la traducción la que le da vida a la lengua.

El ideal de hombre que nos propone la gran literatura conduce casi siempre a la guerra y a la muerte; en cambio los jóvenes contadores de cuentos del Decamerón y los peregrinos que se dirigen a Canterbury saben que los días transcurren entre momentos de virtud y momentos de necedad.

La primera y más crucial de las traducciones a las cuales han sido sometidos los poemas homéricos fue la que los llevó desde sus orígenes orales hasta la página y los congeló allí. Pero cuando la difusión escrita se estableció definitivamente como vehículo de transmisión de la literatura, los textos empezaron a padecer otro tipo de mutaciones: en las copias del papiro al pergamino y al códice; en el paso de las mayúsculas a las minúsculas; en la adición de los signos de puntuación; en la división en 24 cantos.

El griego se perdió para Europa durante casi mil años tras la caída del imperio romano –ni Petrarca ni Dante leyeron a Homero en el original, cosa que no le impidió a Dante mandar al limbo al poeta griego–, y sin embargo los poemas homéricos sobrevivieron, y regresaron en el siglo 14, justo a tiempo para beneficiarse con la invención de la imprenta (la primera edición impresa de la Ilíada data de 1488). Desde entonces se han visto inmensamente enriquecidos por la doble tributación de las versiones académicas y de las traducciones literarias, que se entrecruzan y se chocan y se retroalimentan logrando el milagro de mantener vivo el poema.

Entre las traducciones literarias de Homero ocupa sitial de honor la del poeta inglés Alexander Pope, quien tardó más de diez años en terminar su versión de la Ilíada –de la Odisea solo tradujo la mitad y supervisó la otra mitad–, que le trajo fama y fortuna. Más de doscientos años después, el poeta norteamericano Robert Fitzgerald decidió emprender la tarea de «imaginar de nuevo [el poema], de manera que estuviese vivo de comienzo a fin». Amparado por una beca Guggenheim y un contrato firmado por el muy joven y osado Jason Epstein, que acababa de fundar Anchor Books, dedicó siete años a la traducción en verso de la Odisea. También en la década de 1950 se publicó la traducción de la Ilíada del poeta Robert Graves –famoso por sus novelas históricas y no por su obra poética–, cuya única justificación fue el descontento que le producían «todas las traducciones que he leído hasta ahora». Entre estas destaca (pero no salva) la del académico Richmond Lattimore, que busca «reproducir la velocidad y el ritmo del original».

El caso es que la prevalencia en el siglo 20 de las versiones surgidas de la academia le da la razón a Pound, y las traducciones justifican un poco su acusación de que los académicos «fueron inhabilitados para la vida activa o para cualquier contacto con la vida». La traducción en verso de Antonio López Eire, «en verso y muy literal», se devuelve como un bumerán contra cualquiera que trate de seducir a un joven lector con ella. Y la versión de Luis Segalá y Estalella –de la que se sirvió la maestra Gretel Wernher para transmitir a varias generaciones de estudiantes su pasión por la Ilíada–, de 1908, acusa cansancio. Afortunadamente para los lectores en español, Gredos publicó en 1991 la traducción en prosa de otro académico, Emilio Crespo, tan cierta y fresca que sin duda será la Ilíada de un par de nuevas generaciones.

Pope, Graves, Lattimore, Segalá, Crespo: las estanterías de las bibliotecas desmienten la chirimía del empobrecimiento de la cultura a causa de la masificación y gritan a voces que la de Homero no es una lengua muerta y que todas las lenguas en todas las latitudes y de todas las generaciones siguen bailando alrededor de ese fuego. Y está bien que los nuevos danzantes sean empujados al ruedo por la vara del maestro: es hora también de admitir y de agradecer su contribución.