UNO
La relación entre los escritores y las calles rinde para mí, en primera instancia, un espectro imaginario. Esto vale principalmente para los escritores que me ha tocado conocer, de cerca o de lejos: no puedo dejar de situarlos en el plano de la ciudad, de vincularlos biográficamente a zonas específicas, al margen de lo que se manifieste en sus textos. Supongo que se podrían trazar las coordenadas de los espacios áuricos de cada cual.

DOS
Siempre me ha interesado indagar, en las conversaciones informales, en las entrevistas a escritores, en los textos autobiográficos, la presencia de calles, de plazas, de comunas. Muchas veces he buscado también los lugares físicos, no para realizar visitas exhaustivas sino tan solo para mirar a mediana distancia. Recuerdo haberme internado hace años Mapocho abajo para encontrar la vieja casona de Pedro Prado. Parado en la vereda del frente, me daba la impresión de estar accediendo en parte o reconstituyendo fantasiosamente la atmósfera existencial que el poeta se armó conforme a sus sueños y sus posibilidades. El parque circundante tiene que haber sido el paisaje cotidiano que Prado vislumbraba desde las misteriosas ventanas del segundo piso, que condensaban la última luz de la tarde. El atávico ombú, plantado por él mismo, se imponía como una especie de tótem lleno de pájaros. Había escuchado tantas historias en relación a esa casa, algunas anecdóticas, otras indeterminadas, como cierta incursión de Neruda a comienzos de los años veinte, un momento en el cual esa zona de la ciudad se disgregaba en chacras y caminos rurales. La verdad es que no sé nada sobre la visita de Neruda, solo que tuvo problemas para regresar a Santiago en la noche dada la falta de locomoción. Eso basta para imaginar la densidad del aire campestre, saturado del olor azumagado de las acequias, y la oscuridad general, de tanto en tanto hilvanada por una luz exánime.

Prado era un hombre de centro, expresión que en su época tenía un efecto más bien solemne. No parecía poeta, dicen los testigos, sino hombre de negocios. Es decir, se trataba de un pájaro diurno, habitante de las zonas del orden, cercanas al Banco de Chile.

Hubo un lugar, al final, me parece, de Independencia, que se llamaba Hornillas, del que no tengo más que la sonoridad del nombre y la presunción de que estaba cruzado de barriales. Había ahí unas cantinas y unas casas de tolerancia, y se supone que Neruda era un poco asiduo a aventurarse por esas perdiciones. Son imágenes no documentadas que sobreviven casi en la línea del olvido, y aún así producen una emoción: la emoción de lo que alguna vez relumbró en el mapa temporal.

TRES
Pero no quiero que estas reflexiones me lleven a inclinar la balanza hacia el pasado. Si bien la ciudad está todo el tiempo convirtiendo los hechos en historia –la mayor parte de ellos en pequeña historia–, hay un interés intrínseco en el registro de primera mano de los poetas, proclives, según se entiende, a manifestar una sensibilidad de lo externo distinta a la del resto de los oficios. De un poeta uno puede esperar una actitud sensible hacia el mundo aparente levemente distinta a la del resto de los oficios. Parte del trabajo poético consiste en una disposición a calibrar la realidad siempre abierta, ya esté signada por la distracción o atenazada por la vigilancia. No se trata, por supuesto, de que en este empeño vivan experiencias irreductibles, del todo ajenas a las personas no dotadas de talento poético. Más bien su arte es el de hacer visible a los demás lo que hasta el día de ayer parecía inexistente. Averiguar datos sobre la forma que tiene tal o cual poeta de observar el mundo concreto corresponde a una curiosidad totalmente legítima, dejando fuera para ello las divisiones drásticas entre el individuo biográfico y el creador literario.

Recuerdo, en este sentido, una mañana de primavera de 1980 en que circulábamos con Rodrigo Lira por las inmediaciones del Mercado Central. Nos dirigíamos a la casa de nuestro amigo Antonio de la Fuente, que por entonces vivía en Maruri, acaso la calle más reconocible de la poesía chilena. El hecho es que en un momento Lira me llamó la atención sobre una persona que, en compañía de un desconocido, merodeaba festivamente por los negocios de frutos del país: era Adolfo Couve. Lira me instó a que lo siguiéramos. Couve y su partner caminaban rápido de tienda en tienda, y al parecer los sacos con clavos de olor, los atados de charqui, la pimienta a destajo, los descarozados, el té a granel, los porotos bayos y el café de malta les producían mucha risa. Sin duda estaban viviendo una mañana de júbilo o, al menos, de entretención.

CUATRO
Conocí a Couve años después y olvidé referirle el encuentro, de modo que procesé mis interpretaciones a mi arbitrio. Mi conclusión es que la risa de Couve respondía a su frecuencia literaria. La aglomeración aromática de un boliche de frutos del país entraba en su sistema de recomposición de la vida. Estaban todos los elementos, por así decirlo, de un bodegón cuya realidad arrancaba de una gradación lumínica, desde la sombra del fondo al resplandor matinal en las vidrieras a la calle. Y por cierto, cada uno de estos negocios rendían escenas inmóviles –un cajero pensativo, una veterana sentada al sol leyendo el diario-, cifras también de ignoradas historias individuales.

Claro, Couve era capaz, por otro de lado, de reírse de los árboles o de los cerros. Se había pasado la vida especulando con las formas visibles y por tanto éstas eran un poco su dominio. Una de las anécdotas que le causaba hilaridad, tantas veces contada, la protagonizó un amigo suyo, quien, contemplando el mar de Cartagena largo rato, salió súbitamente del silencio para decir: “¡Qué fea esa ola!”.

CINCO
Una cuestión distinta es la imagen de la ciudad que se desprende de las obras mismas. Hay poetas que borran sus huellas escamoteando las referencias a lugares. De Residencia en la Tierra, por ejemplo, uno podría inferir escenas y situaciones urbanas, retazos sombríos, un cierto ulular de la amanecida sobre los techos grises, pero el mundo exhumado paso a paso por Neruda es demasiado abierto. Entendemos que su experiencia crucial ha sido barrida por el flujo de los sueños y se extiende a una materialidad mayor donde campean el óxido salobre, los bosques petrificados, los desiertos y las cumbres.

Infinitamente más reducido en los alcances de su programa literario es Jorge Teillier. Ya sabemos cuál es el mundo que Teillier necesita invocar por medio de la palabra escrita: el mundo irrecuperable de los años liminares, el primero que se conoció y que por lo demás no queda en ninguna parte. Teillier echa mano con este recurso a un tipo de experiencia muy nítida para toda la gente, da en el clavo de una constatación que para la mayoría de las personas es pura inminencia: la certeza de haber perdido algo en el curso de la vida, un pedazo de algo importante, algo que solo podemos nombrar a través de los nombres de las cosas. En medio de sus paraísos láricos encontrados y perdidos, Teillier desliza a veces algún verso que da cuenta de que este hombre de sus poemas vive desarraigado en el tiempo y en el espacio: “El tintineo de las botellas de leche/ que hiere el alma del trasnochador arrepentido”, escribe en una página de Muertes y maravillas.

Lamentablemente no todos conocen ya esa cristalina música de la madrugada, tan frecuente hasta entrados los años setenta, momento en el cual comenzó a reemplazarse la leche en botellas de vidrio por la “larga vida” en envases de plástico primero y de “tetra-brik” posteriormente. La prolongada duración de la vida útil del nuevo producto hizo innecesaria su distribución mañanera de todos los días.

Entonces, la ciudad no tendría para Teillier otra función que la del telón donde se proyectan las pantomimas de una realidad rural ya extinguida. La ciudad opera como la cortina en cuyos pliegues el poeta se esconde para dejar pasar el tiempo, inerte y sin novedades.

SEIS
Un tipo de conciencia enteramente distinto manifiesta Rodrigo Lira. Su poesía obedece a una especie de plan de emergencia cuya prioridad es, para su agonista, situarse en el mundo. Este punto es clave. Si algunos escriben para echar a andar la memoria y ampliar sus contornos, Lira pareció hacerlo para perfilar ante los demás (la “galería imaginaria”) lo que podríamos llamar su hic et nunc. La obra de Lira está cruzada de notaciones, semejantes a los apuntes de quien no quiere perder las señales de ruta. En tal sentido, al espíritu de su escritura le acomodaba la retórica de tribunal, como se ve en su texto “Declaración jurada”, que extrema las especificaciones circunstanciales sobre un malentendido entre detectives y jóvenes ocurrido en el sector de Grecia con Salvador en una noche de 1977. Si hay parodia en ese ejercicio también es notorio que el instrumento verbal le sirvió a Lira para revisar un hecho nimio por todos sus costados. Lo que se genera con esto es un relato dotado de un pathos feroz, el que signa esos años: hay ahí angustia, aburrimiento, falta de expectativas, abuso de poder, estupidez, absurdo, todos los ingredientes de un estado de ánimo generacional de desencanto. El texto deja una secuencia nítida de imágenes urbanas nocturnas: pareciera que uno ve cada grano de cascajo sobre el cemento, la luz de los focos de mercurio sobre los jardines de pasto recortado y garras de león, promontorios de cemento, canchas enrejadas.

La ciudad de los años 70 aparece en la poesía de Lira a expensas de esta necesidad suya de situar siempre los hechos. Inferimos sus desplazamientos, sus caminatas –y también sus viajes– a partir de indicaciones infiltradas: Santa Isabel con San Camilo –una esquina sórdida por aquellas jornadas–, el restaurante Los Cisnes en Macul frente al Pedagógico, en una zona de días más o menos y de noches muy tristes, institutos culturales diversos, campus universitarios.

Es increíble el modo en que un poeta puede dejar la estela perenne de su tránsito mundano. Cada vez que paso por frente al Museo Vicuña Mackenna, en la calle homónima, observando el fragmento de la casa del historiador junto al museo mismo, que parece un mausoleo descomunal, se me viene a la memoria no tan solo Vicuña Mackenna, no tan solo Carlos Ruiz-Tagle, sino además Lira, que tenía una pequeña fijación con el lugar. Es mérito suyo haber escrito sobre los revenidos peces que hay o hubo en la fuente circular donde todavía se bañan las palomas; de su obstinación por observar lo mínimo procede ese maravilloso cuadro insomne que armó en los “Poemas ecológicos”, donde describe la vida nocturna de los peces perturbada por los focos sumergidos, municipales o institucionales.

Lira no era santiagólogo ni dueño de la historia de la ciudad, pero me consta que su curiosidad lo llevaba a caminar por las calles como un extranjero, observando los segundos y terceros pisos o dándose vuelta para considerar el paisaje dejado atrás. Una noche del 81 me pidió que lo acompañara a un cité de la calle Blas Cañas, cuyo fondo, en forma de plazoleta, tenía dos cuestiones prodigiosas: un árbol viejo que podría haber sido un aromo y una estatua de la Virgen María, una mater dolorosa de yeso de tamaño levemente superior al natural (fabricada, por tanto, para ser exhibida a cierta altura). Esta era una indagación literaria: me parece que era Miguel Serrano quien había mencionado esa virgen como una de las figuras entrópicas de su infancia, verificada en ese barrio.

SIETE
Aparte de algunas iniciativas más bien programáticas (un largo poema de Gregory Cohen, El Paseo Ahumada de Lihn o San Diego ante nosotros, de Lira, De la Fuente y yo mismo), la ciudad en la poesía chilena de los últimos años se ha dado como un escenario inevitable, a veces el único posible, en el que se dan cita los vivos y los muertos. Siempre aparece para revelar a un individuo “moderno”, es decir, medio perdido entre el límite de su conciencia y lo que hay un poco más allá. Es curioso que en el caso de Lihn sean París, Nueva York y Madrid las ciudades que le despiertan esta intuición poética, antes que Santiago (si bien tenemos una idea clara del Santiago de Lihn, entre Los Leones y el tercer patio del Liceo Alemán, que hoy aletea como un fantasma reclamando imposible visibilidad sobre la Norte-Sur). Lihn tenía muy identificado el fenómeno de la irrealidad de todas las cosas y a su entender las ciudades estaban cifradas en este espejismo, reflejándose unas a otras (“París es un barrio de Buenos Aires”).

Si yo armara un anaquel que pudiera clasificar como “poetas callejeros santiaguinos” me quedaría con unos pocos nombres: Bertoni y su maravilloso Sentado en la cuneta, Hernán Miranda, Héctor Figueroa (tengo en la mente su imagen de unos oficinistas a la vera de una calle de Maipú a las dos de la tarde de un día de verano) y sobre todo José Angel Cuevas. El “personaje” de los poemas de Cuevas es quizás el más situado y a la vez el más perdido de todos: parece alguien a quien se hubiera liberado en cualquier calle, cualquier día y a cualquier hora en estado crepuscular, abandonado a su discreta suerte, mascullando unos cuantos recuerdos escépticos entre los implacables bocinazos del presente.