17 de agosto, 2005
Memphis Tennessee. Una pequeña gran ciudad insignificante, casi pobre, destrozada por la guerra civil y las fronteras raciales: encantadora, en resumen. Sede central de Fedex que ha convertido todo lo que había de jazz, soul y rock en un museo recién pintado. Eso también parece el Motel donde le dispararon a Martin Luther King al final de Beal Street. Entremedio algún bar de drogadictos rehabilitados, alguna casa de empeño para desempleados. El crepúsculo sobre el puente. El río como un viejo lagarto que sólo abre los ojos cuando nadie lo mira. La tristeza del delta de Mississippi, los años cincuenta que se arrastran aquí hasta hoy.

Kristina y yo hemos llegado a una especie de velocidad de crucero. Un silencio que no es una pregunta, que no es un rasguño, que no es una exigencia de nada. Obligarla a estar cuando se escapa y a irse cuando se acerca demasiado, es una crueldad, me doy cuenta ahora. Eso es el matrimonio, la exigencia de dos ciegos que se aprietan las manos cada cierto tiempo para recordar que no se han ido todavía. Este viaje no es cualquier viaje, es mi viaje, el regalo que Kristina me hace. Mi silencio es agradecimiento. La ciudad de casi todas mis leyendas musicales, en tantos discos, el sonido de Memphis que extrañamente me doy cuenta nunca me detuve a imaginar antes. La ciudad era eso, eso se limita a ser todavía hoy: un sonido. Un sello sin monumentos, ni perfil, sólo barrios y gente del sur que se mezcla con gente del campo, blancos que detestan a los negros, negros que temen a los blancos pero que suenan juntos. Eso celebra la ciudad sin ganas, sin aspavientos, en sus museos. Sólo hay uno que tiene sabor a algo: Sun record, tan pequeño, tan frágil, tan descolorido como en la época de Elvis o Johnny Cash. Mágico quizás porque la guía se ríe de sí misma y de lo que muestra con descaro provincial que suena a verdad.

18 de agosto
Tristeza en Graceland. Los visitantes perfectamente mórbidos, en su último viaje antes de reventar. La casa de Elvis, una fortaleza rodeada de seguridad, que una vez ahí impresiona justamente por su sencillez casi franciscana. Cualquier cantante de rancheras, cualquier bailarín de reality show tiene hoy una casa más suntuosa que la de Elvis. En los audífonos obligatorios la voz de su esposa, de su hija, y de un locutor lleno de sentimiento que no sabe si mostrarnos al ídolo como un demente paranoide y drogado o un hombre de familia de Memphis que se permitió a sí mismo algunos lujos totalmente sureños después de todo.

Trajes de karate, la lectura de Siddhartha, la adicción a la mantequilla de maní, los atavíos escénicos cada vez más luminosos: de la música ni rastro. Sólo un piano blanco escondido detrás de unos vitrales en forma de faisanes. Todos los juguetes que se puede comprar un niño de Tupelo, Mississippi. Un Aladino que después de sus tres deseos cumplidos tiene que inventar otro, y otro, y otro, hasta perder el aliento, no dormir, no comer y pedir finalmente lo que el genio espera que pida: “Méteme a mí en tu botella por favor, sal tú para siempre y enciérrame a mí para descansar aunque sea un rato”.

La trampa perfecta.

19 de agosto
Jackson, capital del estado de Mississippi y poco más que eso. La ciudad completamente desierta con el viento incluso arrastrando planas de diarios no leídos. La guía de inglés nos recomienda un bar de blues en pleno ghetto negro. Un mural gigante que conmemora la liberación de Haití y unos autos aplastados y enormes que recorren desconfiados las calles. Entramos en el bar, somos los únicos blancos. Un tipo con una pluma en su sombrero morado (color de todo su traje) da vuelta hacia el muro. Los parroquianos del bar hacen lo propio. Sólo la garzona, una alegre niña de 17 años, nos recibe amablemente. Nos sentamos debajo de la foto de Etta James fotocopiada y pegada con chinches en el muro.

Kristina pregunta en qué consiste la ensalada con salsa de la casa. Una salsa exquisita, responde la garzona –que es la hija de la dueña, nos enteramos después– que hace ella mezclando restos de todas las otras salsas de ensaladas compradas en el supermercado.

Pedimos eso. El ambiente se relaja, ponen la radio. Tengo derecho incluso a una sonrisa del tipo de la pluma –y ojo de vidrio además– cuando me atrevo a ir al bar totalmente destartalado, al fondo.