La expresión contraída no parece la de un niño de ocho años. Es una mueca agria y doliente; conmovedora, en parte, por lo fuera de lugar. Pero está ahí, en una foto de 1913, instalada en la cara de un pequeño Pablo Garrido que no puede disimular la pena por tener que posar junto a una exagerada muleta y el muñón que ha quedado de su muslo derecho. Décadas más tarde, convertido ya en la más importante figura del jazz chileno y en un investigador musicológico de respeto internacional, fue a contar de ese trance a Las Últimas Noticias:

El tranvía se detuvo en la plaza de la Aduana.
De él bajó mi madre. Al ir a hacerlo yo, la cobradora,
descuidada, preocupada de los vueltos de
dieciséis y cincos, produjo el accidente. Me pasaron
cuatro ruedas por encima de la pierna. No
te digo del dolor horrible que padecí en la operación
y en las curaciones sucesivas (…). Pero esa
cojera no destruyó mi vida. Yo, que ya no podía
correr ni jugar, busqué mi consuelo en la música,
esa música que era el alma, la sangre, la esencia
misma de mi madre.

La foto inquietante del niño y su muleta es parte de un álbum de fotos que figura, a su vez, como uno de los más de mil doscientos documentos que desde hace treinta años se apilan en una oficina de archivos del Departamento de Musicología de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Los «Fondos Pablo Garrido» son de asombrosa extensión y variedad, y esperan aún una catalogación que quizás pueda dar a conocer mejor el excepcional legado de uno de los músicos e investigadores musicológicos chilenos más importantes pero menos conocidos del siglo xx, protagonista de un recorrido biográfico ante el que surge, inevitable, la curiosidad. Pablo Garrido vivió entre 1905 y 1982, y legó una producción musical y literaria que aún parece fresca, atrevida; increpadora, incluso. Pero también las anécdotas de un nómade cautivador y políglota, perspicaz y de gran sensibilidad.

Margot Loyola, discípula y amiga suya, lo recuerda como «un ciudadano del mundo» y un visionario integrador de disciplinas. El musicólogo Juan Pablo González destaca «una naturaleza inquieta que buscó logros rápidos, y un alma sin prejuicios».1 El gran compositor austríaco Arnold Schönberg, con quien el chileno se contactó en los años cuarenta, le agradeció en una carta personal por ser «un hombre y músico que ama lo que yo también amo».

El atrevimiento de sus análisis y el paso cómodo entre géneros –se inició en la música docta, se concentró luego en el jazz y terminó convertido en un especialista en folclore– son pruebas de un espíritu de avanzada de encomiable expresión en el Chile de hace varias décadas, país al que Garrido azuzó con opiniones desacostumbradas contra el dogmatismo prejuicioso de la academia, la cobarde distancia de los chilenos de su propia tradición popular y el maltrato profesional a los músicos. Su productividad literaria es asombrosa: no solo por sus muchas publicaciones, sino también por los textos de más de quinientas conferencias por el mundo y los seis libros inéditos que descansan entre esos archivos del octavo piso del edificio de calle Compañía (con títulos como La música de vanguardia, Enciclopedia extravagante de la música y Lexicón razonado de la ópera).

Una entrevista que le hizo en 1940 La Prensa de Osorno llevó por título: «Pablo Garrido: artista y apóstol».

«Pablo no se quedaba tranquilo por ningún motivo. Tenía adentro como un motorcito», recuerda su amigo y también músico Fernando García. «Era alguien ávido por conocer el mundo y también por abrirles a los chilenos mundos que hasta entonces no se mostraban acá.»Aunque pocos investigadores musicales chilenos han sido tan prolíficos en su quehacer y tan diversificados en sus intereses, las pistas sobre el trabajo de Pablo Garrido son hoy escasas. Muchos músicos chilenos lo sienten parte suya y la musicología acogedora de lo popular está en deuda con su integración pionera, pero casi no ha existido interés por revisar su valioso legado desde la perspectiva del periodismo o la crítica, tradiciones a las que –desde tribunas en Las Últimas Noticias, La Nación, Zig-Zag y otros varios diarios y revistas– el porteño enriqueció con una perspectiva por completo atípica para un cronista local: aquella forjada en la interpretación. Entre sus cientos de publicaciones y charlas, Garrido nunca dejó de ser un músico. Había tomado el piano en la infancia (práctica que en parte tuvo que abandonar por el accidente de la pierna), luego el violín durante la adolescencia (así se integró a la orquesta de su colegio, el Mackay School de Valparaíso) y más tarde llegó a dominar con seguridad, al menos, la viola y la guitarra. Entre sus composiciones hay ballets, óperas, tonadas, música para instrumentos solos y orquestas de cámara, y hasta la musicalización de textos políticos.

Y, sin embargo, la escritura y el trabajo editorial (llegó a fundar siete revistas culturales) se le impusieron como una obligación casi diaria, sin importar las circunstancias.

«Es una verdadera enfermedad para mí escribir. También componer, pero más la escritura», se lee en lo que parece ser una autoentrevista (inédita) guardada en sus archivos. «No soy escritor, propiamente. Yo sería publicista; o sea, una persona que da a conocer cosas.» Cosa rara –antes y ahora, acá y allá– esta de un músico que escribe y que vincula su gusto por la interpretación con el investigar y difundir.

Su aporte para el jazz chileno es innegable. Su formación había sido la de la música docta, pero la fascinación por el jazz estadounidense lo llevó a formar la Royal Orchestra en Valparaíso antes de cumplir los veinte años. En adelante, la difusión del género se convirtió para él en una suerte de causa. Formó y dirigió conjuntos (como la orquesta del Casino de Viña del Mar, ensambles varios de boîte y el trío Los Dodos), tradujo del francés un texto sobre el género (Le jazz hot, de Hughes Panassié) y en 1935 mostró por primera vez en Chile Rhapsody in Blue, el clásico de George Gershwin (esencialmente vinculado a su propio interés por conectar el jazz y la música clásica). Su Jazz Window (1930) es considerada la primera pieza docta chilena escrita en Chile para saxo alto, y su Rapsodia chilena para piano y orquesta (1937), la primera obra sinfónica nacional basada en las sonoridades del jazz. Aunque mantuvo siempre el contacto con compositores doctos y formó parte de varios cuartetos de cuerda, hacia fines de los años treinta Garrido declaraba en una entrevista: «Mi única deidad es Duke Ellington, a quien conocí y escuché en París».

El musicólogo Álvaro Menanteau considera su Recuento integral del jazz en Chile –una serie de seis crónicas publicada en el semanario Para Todos, en 1935– como «el inicio formal de la historiografía del jazz en Chile», y asegura que Garrido era en ese momento la voz más autorizada para escribir sobre el tema, «más aun considerando que mucha de la información allí vertida constituye su experiencia personal». En su propia redacción para Historia del jazz en Chile,2 Menanteau dice que el acceso a esos documentos «representó el mejor punto de partida para abordar la escritura, ya que la narración de Garrido determina el ambiente, los hechos y los nombres esenciales de los inicios del jazz en Valparaíso y Santiago».

De sus escritos de los años treinta asombra no solo la frecuencia –a veces, más de un texto a la semana–, sino también la decisión de su autor de llevarlos a terrenos más amplios de debate que el puramente noticioso, abordando, por ejemplo, las dificultades económicas de los músicos chilenos de profesión o la contaminación que en la definición del jazz ejerce a veces el racismo. «Las crónicas de Pablo Garrido» fue una columna fija en Las Últimas Noticias los jueves de 1938 y 1939, y en ella el autor combinó semblanzas de algunos de sus músicos favoritos con descripciones de clubes de jazz visitados por él en el extranjero y el análisis técnico de piezas y recitales desde una ventaja irremontable para casi cualquier otro cronista musical: la del escenario. Podía, por eso, dedicarle una página completa de enero de 1939 a su visión sobre «Cómo debe trabajar un orquestador de jazz», con una mezcla de datos sobre grandes directores extranjeros y de consejos empíricos («el orquestador hot (…) no dejará decaer el fuego, la intensidad, ni por un instante»).

Su persistencia y la hondura de sus textos convirtieron a Garrido en una figura cultural importante. En octubre de 1939, un artículo de Hoy afirmaba que «la cultura musical nuestra se parece a la literaria: ama las formas consagradas. De ahí que Garrido sea en nuestro ambiente musical lo que Neruda, pongamos por caso, en el literario: un heterodoxo, incitador de obras audaces». En la comparación («Pablo Garrido es uno de LOS TRES PABLOS [sic] de la literatura, el ensayo, la crítica y el arte chilenos») insistió años más tarde el diario La Estrella de Panamá, que en una nota de 1948 ubicó al músico incluso por encima de Neruda y De Rokha: «Es el más iluminado de los tres; quizás su enorme obra músico-creadora, su folclorismo, su “fanatismo mesurado” y convincente lo lleven más hondo hasta el corazón agradecido del pueblo chileno y de los pueblos de América, que la obra de los dos primeros Pablos».

Lo africano

No está claro qué hizo que Pablo Garrido girara tan radicalmente, hacia 1944, desde su preocupación por el jazz hacia una casi exclusiva ocupación por el folclore chileno. Venía escribiendo sobre cueca y música nortina desde la segunda mitad de los años veinte, es cierto, pero de pronto la música chilena le quitó espacio en sus textos a casi cualquier otro género. Margot Loyola y su marido, Osvaldo Cádiz, recuerdan comentarios suyos del tono «ya pavimenté el camino, ahora que lo sigan los jóvenes. Yo ahora quiero aprender el pueblo y sus tradiciones, que son una cosa viva». A esa predilección, el investigador sumó encendidas arengas en columnas dirigidas a la comunidad local de músicos –«Volvamos a la música popular nuestra», «¿Dónde está la música chilena?» y otras columnas de título similar– y también una incansable actividad gremial.

El punto cúlmine de este proceso de chilenización en su trabajo fue la publicación de Biografía de la cueca,3 un estudio riguroso y atrevido sobre un género hasta entonces casi ajeno al análisis musicológico. La historiadora Karen Donoso recuerda que en esos momentos no se publicaban aún los estudios al respecto de Carlos Vega y Antonio Acevedo Hernández. «Además de ese valor pionero, el libro tiene el valor de entender la cueca como una expresión amplia, de canto y de baile, y propone un vínculo entre algunos de sus movimientos y danzas africanas, tesis que había esbozado anteriormente Vicuña Mackenna en un artículo de prensa en el siglo xix». Más que un reemplazo del jazz por la cueca como foco de interés, Donoso –coautora del estudio de cueca urbana Por la güeya del Matadero (2011)– ve en este tipo de teorías una vibrante coincidencia: «Él termina por encontrar en el folclore los mismos elementos musicales que siempre le interesaron en el jazz, aunque ahora desde un origen e interpretación populares. En el fondo, lo suyo es una búsqueda de la influencia africano-indígena en la música».

La relevancia que Pablo Garrido se había ganado como jazzista y crítico ayudó a que su Biografía de la cueca tuviera una generosa difusión en medios. Las Últimas Noticias saludó su publicación como una «obra extraordinaria del notable músico y magnífico escritor», y hasta Alone le dedicó un comentario. El crítico Raúl Silva Castro escribió: «El señor Pablo Garrido puede jactarse de haber llenado un vacío de nuestra literatura folclórica».

Al momento de esa publicación, Garrido ya estaba entregado a la vida de un conferencista nómade, en parte, según él, porque era el mejor modo de financiar sus investigaciones: «Viajo porque no tengo dinero». A partir de 1931, agilizó una agenda de actividades que durante las siguientes tres décadas lo llevó por gran parte de América y Europa, en sucesivos viajes de trabajo que lo pusieron en contacto con grandes músicos e intelectuales, desde Heitor Villa-Lobos a Juan Ramón Jiménez. Los meses de fines de 1948 que pasó en Nueva York son quizás los de contactos más vistosos. En su pequeño departamento de la Calle 78 organizó recepciones para gente como el compositor Aaron Copland y la escritora Pearl Buck, además de reuniones musicales semanales a las que se asomaron Andrés Segovia, Claudio Arrau y Rosita Renard. Dio charlas sobre danzas rituales de Chile en el MOMA y en la Universidad de Princeton. Pudo ver en vivo a la orquesta de Benny Goodman y fue entrevistado por el New York Times. A su lado, siempre, el virtuoso violinista Pedro D’Andurain, su más estable compañero, y cuya muerte, en 1974, profundizó el inicio de los años más grises del músico.

El olvido

El cronista Enrique Ramírez Capello visitó a Pablo Garrido en 1980. El resultado de esa conversación quedó registrado en una nota amarga para la revista Hoy: «Cesante y sin jubilación, con una pierna de palo y en permanente soledad, el músico Pablo Garrido añora el esplendor de los salones europeos (…). A los 74 años vende su biblioteca para asegurar la comida, escribe partituras y artículos, y toca el piano en la modestia de su casa de la población Alessandri, en los aledaños de Maipú».

Se encuentran en diarios de la época otras notas en un similar tono de solidaria denuncia. Garrido fue otro de los investigadores y artistas afectados por el golpe militar, y desde 1973 en adelante su producción bajó el ritmo, las invitaciones a viajes se espaciaron, y el pago por las colaboraciones en medios dejó de ser suficiente. Su compromiso con la Unidad Popular –en parte, como relacionador artístico del Departamento de Cultura de la Secretaría General de Gobierno– lo marcó en un círculo de contactos asociado de pronto a la sospecha.

A esa evidente discriminación política se sumaba la fama de disidente del dogma académico, que en nada le ayudó a proyectar sus últimos años en las sedes musicológicas oficiales, donde por trayectoria bien podría haberse acomodado. A mediados de los años cuarenta, Garrido había sido especialmente atrevido al mantener en público una disputa con el músico Domingo Santa Cruz, fundador de la Sociedad Bach y decano de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, cuya vehemencia le cerró las puertas de esa institución. En una de las columnas de ida y vuelta de esa disputa en Las Últimas Noticias, Garrido acusaba al decano de «insensibilidad con referencia al concepto fundamental de que el arte es una función social, [lo cual] le lleva a negarle a la U. de Chile (y organismos que ella vigila) el legítimo derecho de brindar cultura en forma ecuánime y de vasta irradiación».4

Garrido «llevó a cabo una serie de transgresiones insoportables para mucha gente», estima el historiador Ignacio Ramos. «Sostuvo un proyecto popular paralelo al de la Universidad de Chile, y eso chocó e incomodó a la academia. Nadie antes que él había instalado tan firmemente conceptos que son evidentes, como el vínculo de la música chilena con el mundo indígena y africano. Pero eso generó un ruido que aún resuena.» Ramos y Karen Donoso han investigado por años los «Archivos Pablo Garrido», y confían en poder darles algún orden que permita dar a conocer mejor a quien consideran una figura atrayente de la vida cultural chilena del siglo pasado:

«Era, hasta cierto punto, un paria, pero un paria al que le iba muy bien, pues fue reconocido en el extranjero y mantuvo una tribuna importante en medios», advierte Ramos. «Un tipo talentoso, extremadamente culto, abiertamente gay: un sujeto singular con el que cierto sector del Chile de la época nunca llegó a acostumbrarse.»

«Es de esos personajes que, para comprenderlos, debes entrar a su trabajo desde diferentes puertas», agrega Donoso. «Tienes que verlo desde la musicología, el lenguaje, la gramática, la historia del jazz, la sociología (…) él comenzó a elaborar un concepto de música popular cuando esa discusión aún ni siquiera se instalaba. Fue un completo adelantado.»

El año 1974 sumó tres reveses sucesivos, de los cuales Garrido nunca llegaría a recuperarse: el despido de su cargo en el Departamento de Cultura de la Secretaría General de Gobierno, un frustrado viaje a México en busca de un espacio en el mundo cultural (a falta de resultados, terminó traduciendo diálogos de películas de Sophia Loren, recuerda Fernando García) y, sobre todo, la muerte de Pedro D’Andurain, «mi único amigo y compañero durante treinta años», en sus palabras. El impacto de esta última pérdida –de la cual se enteró en México y que determinó su inmediato regreso a Chile– lo llevó a crear la Fundación Pedro D’Andurain con el fin de ayudar a artistas jóvenes, reeditar sus discos y escribir su biografía, aunque ninguno de esos proyectos fructificó (el libro Un soldado del arte. La dramática historia de Pedro D’Andurain fue entregado a la editorial Nascimento, mas nunca publicado).

«Un individuo derrumbado, avejentado e ingrato», se describe el propio Garrido al ver su rostro en unas fotografías suyas de esos años.

Su hermano Juan, su primo Jorge, algunos amigos (entre ellos, Margot Loyola) colaboraron entonces con sus gastos básicos. En 1975, volvió a escribir columnas para Las Últimas Noticias (a veces, bajo el seudónimo W. Rhode). Se mantuvo activo como creador musical, estrenando obras al menos hasta 1978. Al año siguiente apareció su libro Historial de la cueca por Ediciones Universitarias de Valparaíso; su segundo gran estudio sobre el género, pero la recepción ya no fue todo lo entusiasta que Garrido esperaba. Por entonces, la dictadura de Pinochet imponía el molde de una cueca huasa y contenida, contra la que el investigador proponía una tradición creada y moldeada por el pueblo. «A partir de sus muchos viajes, se convence de que son los pueblos, y no las elites, los capacitados para crear cultura», explica Karen Donoso. «Ya no le acomoda ni siquiera la palabra folclore. Él prefiere hablar de tradición popular, y habla de esta con entusiasmo, pues se da cuenta de su enorme dinamismo», agrega Osvaldo Cádiz.

El apremio económico fue apretándolo con cada vez más fuerza, y se sumó al descorazonamiento por no llegar a puerto con su segunda postulación al Premio Nacional de Arte, en 1980. Hay algunas clases, conferencias y libretos para radio. Una que otra entrevista en diarios. No son suficientes para devolverlo a la relevancia ni al relajo de antaño. Intenta, sin suerte, vender su archivo a universidades. Va día por medio al correo. Espera cartas del extranjero, como las de antes.

Margot Loyola recuerda sus últimos años: «Siempre fue un hombre solitario, y nunca se preocupó de la plata. Pero por eso nunca tuvo casa. Y me recibía en una pieza, porque ahí vivía. Sus cosas no las tenía ni siquiera en maletas ni cajas, sino que envueltas en diarios. A mí eso me daba mucha tristeza, pero yo nunca lo escuché quejarse».

Algunas de sus últimas cartas transmiten desesperación. Garrido pidió por años al gobierno una pensión de gracia, y la obtuvo recién en mayo de 1982. Augusto Pinochet firmó ese decreto que le aseguraba un cheque mensual de $15.557. Alcanzó a cobrarlo cuatro veces. El 14 de septiembre de 1982 murió en el hospital J.J. Aguirre.

De su producción literaria, Tragedia del músico chileno se lee hoy como su libro más peculiar. Es un ensayo breve, de veinte páginas, publicado en 1940 por la Editorial Smirnow. El texto es una suerte de carta abierta a colegas suyos, en una mezcla de aliento y advertencia que intenta solidarizar con «esa miseria que nos anuda la garganta: este horror de haber nacido con un sino de artista, y esta pesadilla de tener que vivir jugando una partida donde todas las cartas están marcadas en contra nuestra».

Pablo Garrido lo escribió en sus años de viajes y recepciones de lujo, pero no por eso consiguió esquivar la amargura que le producían los hechos que a la larga fueron sus inquietudes centrales como crítico y columnista: el lamento por el escaso aprecio de lo chileno, el gusto extranjerizante asentado en la elite, la rigidez de los conservatorios y de los formadores en general, el poco y mal contacto de los músicos doctos con lo popular, el desprecio por el jazz y la vanguardia. Su vida era, en ese momento, de excepcionales estímulos y conquistas, pero ya se había instalado en él el pesar de saberse recorriendo «el vía crucis salvajemente doloroso de la incomprensión, del vacío, de la negación».