Hablo con mi amigo Claudio Maldonado. Claudio, le digo, lee esta cita de César Aira. Y transcribo: «La fama de sabios de los ancianos es una herencia ancestral de épocas antiguas o pueblos primitivos en los que el promedio de vida era mucho menor, y llegaban a viejos un uno por ciento de la población. En una aldea había uno o dos viejos, y era su escasez la que les daba su calidad de seres especiales. Además, un “viejo” entonces, todo arrugado, empequeñecido, momificado, con un aspecto levemente sobrenatural, tenía entre cincuenta y sesenta años, es decir que biológicamente conservaba un buen nivel de lucidez, no más que la normal, pero que sumada a su prolongada experiencia (que triplicaba al del promedio de la tribu) justificaba en cierta medida su prestigio». Estoy escribiendo algo sobre la espera, la lentitud y la velocidad, le digo. Un encargo. Estoy confundido, le digo. No me sale el tema.

Antes de que Claudio me responda, el chat de Facebook envía una respuesta involuntaria anticipada: Visto: 1:02. Por alguna razón que se me escapa, los genios detrás de las plataformas que utilizamos para comunicarnos decidieron introducir, al ya complejo fenómeno de la comunicación humana, esta notificación que certifica el emisor del mensaje que el receptor ¿leyó? ¿miró desinteresadamente?, lo que le enviamos. Una forma, pienso, de llevar al extremo aquel axioma que dice que es imposible no comunicar. Una apología ridícula, también, de la inmediatez. Claudio, por supuesto, tarda aproximadamente diez minutos en responderme. Claudio, que nació en 1977 –según leo en Internet: dentro de nuestro ritual de amistad la fecha de nacimiento es un paso que, como verán, pasamos por alto–, no es millenial. Yo, que nací en 1990, soy, según estas categorías, un millenial. Mientras espero que me responda me dedico a releer la cita de Aira que transcribí. Abro una pestaña en el navegador y me voy a Twitter. En la opción de Buscar tipeo «millenial» y me distraigo leyendo las opiniones que los usuarios tienen de mi generación. El 20 de octubre alguien escribió: «Hora y media en un avión con un bebé muy llorón delante y una pareja de millenials alemanes detrás. Adivinad a quién he querido matar». Fuerte. Leo otro: «Yo sé que andan trasquilando el nervio, pero ¿quién me puede decir quienes son estos 5 personajes? (No aplica para Millenials)». Otro: «Que a los millenials no les gusta la chela y la industria cervecera presenta la caída en venta más grande de su historia… Neta? Q aguacates». Menuda mentira, ¿no? Otro: «Por qué descargan Tinder para buscar con quién coger, si es tan fácil preguntarle a alguien de frente, o es que son millenials?».

Interesante.

Te voy a presentar a un amigo que puede servirte para estos efectos, me responde Claudio, y me deja citado para el domingo a las siete de la mañana en la estación de trenes de Talca. El plan es tomar el Ramal que va hacia Constitución para conocer a un poeta ermitaño que después del terremoto armó una cabaña en el lugar donde antiguamente se encontraba la casa del poeta González Bastías. Un acto de resistencia poética contra la vida en las capitales, contra la tiranía de la velocidad, según dijo en una entrevista para un diario local hace un tiempo. Mi cabeza articula una imagen más o menos precisa de lo que me voy a encontrar: un pequeño fogón, artículos de cocina llenos de hollín, un rostro vetusto pero enriquecido por una vida tranquila en la ribera del río Maule. Un pack de nostalgia por los tiempos que ya se fueron o que nos dicen que se fueron, como si el tiempo fuese un celuloide que avanza y se quema y no regresa.

Ah, el tiempo.

*

Diez para las siete de la mañana. Nos encontramos con Claudio en la boletería de la estación. Hace algo de frío y aparecen los primeros brochazos de luz matutina. El ramal consta de dos carros con un total de ochenta asientos. Durante los últimos espolonazos de la fiebre identitaria y vindicatoria, este ferrocarril se ha transformado en una especie de persistencia que parece redimirnos del paso demoledor de la modernidad, esa quimera que produce fantasmas melancólicos y poetas láricos como callampas que crecen después de la lluvia. Pagamos nuestro pasaje hasta la estación González Bastías y nos entregan un pequeño boletito de cartón. Subimos en el primer carro, donde además del maquinista vemos campesinos cargando canastos con tortillas, huevos y hortalizas. Vemos también a dos mujeres delgadísimas, de aspecto extranjero, con morrales, ropas holgadas, pelo largo con trenzas que alternan pelo y macramé de color. Una de ellas porta una cámara fotográfica réflex. Hippies buscando edenes perdidos, pienso. Recolectando postales. Vuelvo a una cita de Aira: «El auge de la crónica como género literario, en estos últimos años, coincide con la emergencia de esa figura que pulula en las ong y otros subproductos de la globalización: el Entrometido. El que va a meterse donde no lo llaman, solo porque no tiene nada que hacer en su territorio propio, y porque nunca le faltan buenas excusas para entrometerse. Es un avatar de la descolonización, tan destructivo como el colonizador clásico. El mismo vampirismo. La misma ignorancia, aunque presuma profesionalmente de lo contrario. Peor; en realidad, porque no se limita a lo geográfico: lleva el mecanismo del entrometimiento hasta el interior de su propia vida doméstica, hasta el interior de sí mismo. Y todo de puro desocupado». Siento que Aira me habla tanto a mí como a estos turistas: entrometidos, viajeros impertinentes.

Pero no hay nada que hacer: la máquina principal del ramal comienza a moverse en dirección sur. Tras la ventana todo es un hermoso plano secuencia donde los extramuros de Talca van quedando atrás. Aparecen sauces, explanadas aradas cubiertas por finas capas de niebla. Un panorama que me recuerda las caminatas de Van Gogh buscando colores y tonos en pantanos y bosques oscuros, húmedos. Bucólico a morir.

Algunas de las estaciones lucen un abandono bellísimo. Este viaje podría ser, si a alguien le interesara, un paseo por un paisaje cuya vida se esfumó hace tiempo y no importa. Anoto los nombres que veo: Rauquén, Corinto, El Morro, Curtiduría, Los Llocos, Tricahue. En mi reproductor de mp3 pongo un disco de John Fahey y Cul de Sac y todo tiene una coherencia obvia. Es el soundtrack perfecto. Psicodelia rural, usando el término acuñado por Flying Saucer Attack para describir su música.

*

Hay que dejar que las verduras se cuezan en su propio caldo a fuego lento. Eso fue lo primero que me dijo el poeta ermitaño cuando llegamos a su cabaña, pasadas las once de la mañana. Por secreto profesional, lo llamaremos A.L. El lugar es pequeño y está construido con materiales de mediaguas que algunos locales recibieron después del terremoto. Hay algunas repisas hechas con restos de vigas de roble de casas caídas que recolectó durante largas caminatas por los cerros: algunos libros, fotografías, un cenicero de concha. Fuera del espacio que usa para la cocina, un fogón y una olla tiznada. Dentro de la olla, papas cortadas en tiras, cebolla, zanahorias, dientes de ajo. La técnica, dice, es poner a cocer todo a fuego lento, lentísimo, para que cada ingrediente vaya soltando lentamente su sabor. Agrega huesos de cerdo que le entrega la dueña del único negocio del lugar.

«Aplico la morosidad en cada acto de mi vida. Esa es mi consigna», me dice cuando le comento el motivo de mi visita. Pasamos a una pieza cuya ventana da hacia el río y los cerros. Un caballete sostiene un lienzo con algunos trazos de acrílico. Dice que su idea es pintar un cuadro que capte todos los colores del paisaje en las distintas estaciones, incluso arriesgándose a que el cuadro quede incompleto. «Solo es posible aspirar a la totalidad a través de la lentitud, de los pequeños pasos: ahí se descubre, entonces, que la totalidad es lo incompleto, una tarea que no se termina nunca», dice con voz queda, mientras toma un pincel y marca la sombra de un pequeño cúmulo que pasa.

Junto al caballete veo un cuaderno. Lo tomo. En la primera página leo «Apuntes para una destrucción del concepto de Vanguardia en Arte y Literatura». Transcribo unos fragmentos:

1.

El peligro, la energía y la temeridad

son las cuerdas por las que camina el paseante de

la ciudad contemporánea. Contra eso, la

quietud, la parsimonia y el silencio.

2.

El insomnio febril, el cachetazo y el

puñetazo: pan de cada día. La vida en la

ciudad es como Ouróboros: una serpiente

que traga su propia cola, que sobrevive de la

destrucción continua de sus habitantes.

3.

Lo realmente vanguardista fue el

deslumbramiento del porvenir. Ese porvenir

es una fuente seca. Nuestros ojos ya vieron

el paso del ferrocarril, el paso del aeroplano,

la velocidad del Internet. Ahora hay que

mirar con esos ojos la lentitud, la soledad,

reeducarse.

El resto de las hojas están en blanco. Su idea, me cuenta, es tomar los manifiestos de las vanguardias del siglo XX para invertir su sentido. Su idea es que la escritura del manifiesto tome cincuenta años. «Es un desafío, ¿ves? Mi compromiso con la Nueva Vanguardia implica una militancia acérrima que me obliga a vivir acá, lejos de todo. Ser un instrumento de la lentitud. Puede que abandone este cuadro, este manifiesto: no importa, la Lentitud, la Morosidad, hace que las cosas hallen su cauce justo».

Estoy ante una especie de Lao Tsé maulino. Todo esto ya lo he leído o escuchado antes.

Claudio destapa un botellón de vino y nos sirve en unas pequeñas tazas de greda que el hombre de la lentitud elaboró con arcilla de las orillas del río. Nos situamos frente al fogón y conversamos sobre trivialidades. Claudio habla de su trabajo en una universidad privada que funciona como un colegio para cuicos a gran escala. A.L. nos cuenta que después de dar una entrevista a un diario local han aparecido sapos y fisgones que van a buscar en él la figura romántica del hombre que deja la vida en las grandes ciudades para vivir en el campo. «Eso sería el fracaso completo de mi proyecto. Pero también probaría una de mis hipótesis: la sorpresa que producen los ermitaños, los que abandonan la vida en la ciudad, es esa parte incompleta que habita en el corazón de todos: su amor por esta forma de habitar el mundo, ¿te das cuenta? ¿por qué otra cosa despertaría interés un tipo que vive en una mediagua en una estación del ramal?.»

Porque tu forma de vida es pornografía pura.

Eso pienso, pero no se lo digo.

Pasa que A.L. fue profesor universitario. Nació en provincia, pero estudió Letras en Santiago. Se empapó, digamos, de cierta jerga académica que nutre su discurso. Luego de un quiebre amoroso que lo llevó a abusar del alcohol y la cocaína pateada con clonazepam hizo uso de su carta de resiliencia y escapó antes de que el caso se volviese clínico. Un amigo antropólogo, que trabajaba para una entidad estatal que buscaba patrimonializar el ramal, le sirvió de nexo con esta pequeña y silenciosa comunidad.

Me siento culpable y malagradecido. Ofrezco comprar otra botella de vino para arreglar las cosas, pero A.L. nos dice que tiene cosas que hacer. Una visita corta estropeada por la impertinencia. No logro indagar más en el proyecto de reescritura de las Vanguardias en plan slow motion, ni sobre la espera y la morosidad como valores supremos.

Esto, por supuesto, me lo contó Claudio antes de que llegáramos a este territorio de resistencia poética contra la velocidad del capitalismo.

Después de un par de copas, A.L. comienza a salir de su lentitud zen, hace algunos chistes, habla del aburrimiento como el castigo que todos merecemos por haber extremado los medios para hacer del mundo un lugar entretenido. «Yo soy el Cristo de la Sociedad del Espectáculo y este es mi calvario, ¡Marinetti, aleja de mí este cáliz!» Miro a Claudio con cierto dejo de vergüenza ajena y él ríe, abraza a A.L. y dice: «¡Un salud lento por nuestro Cristo de la Sociedad del Espectáculo!». Brindamos. Luego, A.L. coge unos platos de greda. Sirve un poco de su estofado, una caldo suculento que sabe exquisitamente bien.

Un punto para la lentitud.

Saco una libreta y anoto la frase con la que A.L. me recibió: «Hay que dejar que las verduras se cuezan en su propio caldo a fuego lento».«¿Y tú? –me dice el ermitaño–. ¿Qué piensas de todo esto?» En sus ojos veo un candor que espera un aventón, un abrazo, un salud, lo que sea. Le digo que valoro su gesto, pero me parece absolutamente anacrónico. Le digo que la lentitud, la espera y la velocidad no me parecen valores absolutos y que si vivimos en tiempos marcados por la rapidez y la impaciencia; si vivimos en los tiempos de la sopa para uno, de las pastas en cinco minutos, del streaming y los servicios de mensajería instantánea, de los teléfonos inteligentes para personas idiotas, el fracaso es de su generación y no de la mía. Que valoro su resistencia poética contra la modernidad con el prefijo que se le antoje, pero que lo único que veo en personas como él es una ansiedad igual de desmedida por los signos de un mundo que alguna vez fue suyo y se está yendo por la cañería, como la sangre de Janet Leigh en Psicosis. 

Parafraseo a Aira y le digo que gran parte del problema es que persiste en ciertas personas la idea de que el diablo sabe más por viejo que por diablo, pero que llegada cierta edad, salvo contadas excepciones, las neuronas merecen una justa jubilación. Que la melancolía por los ochenta y por los setenta y por los sesenta me parece otra tonta película identitaria.

Juro que dije eso. Cruz al cielo.

A.L. se queda mirando su vaso por treinta segundos eternos. Claudio y yo esperamos algo.

«¿A qué hora pasa el ramal de vuelta?», pregunto.

«Búscalo en Internet», me dice A.L. «Claudio –dice luego–, fue un gusto verte. Espero que la próxima vez vengas solo.»

Me siento culpable y malagradecido. Ofrezco comprar otra botella de vino para arreglar las cosas, pero A.L. nos dice que tiene cosas que hacer. Una visita corta estropeada por la impertinencia. No logro indagar más en el proyecto de reescritura de las Vanguardias en plan slow motion, ni sobre la espera y la morosidad como valores supremos.

Bajamos a la estación y le pido disculpas a Claudio. «La cagué, Maldonado.» Claudio me mira y se pone a reír a carcajadas. Yo también me río, pero no tengo muy claro por qué. Me gustaría que, como en los Teletubbies, en el centro del sol apareciese la cara de un chico muerto de la risa. Que A.L. se nos uniera a esta risa estridente, larga y sostenida. Que el ramal llevara a una comparsa de hombres riéndose a mandíbula batiente y juntos atravesáramos los velos del tiempo hacia una especie de éxtasis donde el pasado y el presente colisionan y hacen estallar el universo de una buena vez y todo importe un soberano huevo.