En Maniac, la nueva serie de Netflix, ambientada en una Nueva York de un presente paralelo, existen personas, que se hacen llamar AdBuddies, cuyo trabajo es pisar los talones a la gente que anda por la calle para que accedan a que ellos, unos desconocidos totales, les reciten campañas publicitarias ahí mismo, cara a cara, a cambio de una suerte de crédito. En esa sociedad, la publicidad que la gente consume prestando sus oídos en el metro o en la barra del restaurante japonés de la esquina se convierte en una forma de dinero.

En la primera escena de la serie, Emma Stone, que hace de Annie, la protagonista, intenta comprar cigarros con eso, pero el tipo que atiende en el almacén le responde que no acepta esa forma de pago porque, por si no ha escuchado la teoría, esos de AdBuddy graban las conversaciones de los clientes para alimentar una tal Base de Datos Nacional del Deseo. «Los empresarios –le dice–, te conocen mejor que tú te conoces a ti misma.» Y francamente nada de eso suena muy lejano: me perturba esa sensación de que puede haber una publicidad que nos invade en la intimidad, sobre todo si es ultrapersonalizada por culpa de algoritmos sofisticados.

En general no retengo los típicos spots universalmente desconcertantes: las toallas femeninas que pretenden demostrar su absorbencia con un líquido azul y pantalones blancos, el insoportable Red Bull te da aaalas o los comerciales machistas del tímido que se echa desodorante Axe y sin decir palabra atrae mágicamente a todas las mujeres de la fiesta como si fueran moscas. Pero sí hubo un comercial que siento que marcó mi infancia. Es uno de Levi’s que pasaban por MTV a principios de los 2000 en Ecuador, donde nací y crecí.

En la casa, en Quito, cuando llegábamos del colegio, nos gustaba tener el televisor prendido en MTV mientras hacíamos otras cosas (tareas, dibujos, gimnasia rítmica inventada). A esa edad –yo tenía como once años y mi hermana como seis– auténticamente nos interesaba saber si Alicia Keys se volvía a ganar el número uno de Los diez más pedidos esa semana.

Con suerte, entre comerciales que probablemente eran justo de Axe y Red Bull y toallas femeninas, de repente aparecía el de Levi’s.

Empieza con un closeup del abdomen plano y bronceado de una mujer con el ombligo expuesto que camina acercándose con pasos seguros hacia la cámara. No le vemos la cara pero lleva puesto un crop top rosado y unos jeans azul claro. Apenas uno asimila que está viendo un abdomen tan de cerca empieza a sonar un cover de «I’m coming out», de Diana Ross, modulado nada más y nada menos que por el ombligo de la mujer.

Después de que su ombligo –en Ecuador se le dice pupo– canta la primera frase de la canción, la mujer sigue su camino y el abdomen sale del encuadre. De ahí, entre una multitud de peatones que se dispersan, se ve el torso de otra chica que está parada en la calle terminando de sacar una foto con una cámara desechable mientras su ombligo descubierto sigue cantando «I’m coming out» y otros dos ombligos de unas transeúntes completan: «I want the world to know / Got to let it show». Y así.

Aunque estuviéramos distraídas cada una en lo suyo, en cuanto escuchábamos el grito inicial de esa seudo Diana, mi hermana y yo hacíamos contacto visual a través de la habitación, abandonábamos lo que nos ocupara en ese momento y corríamos hacia la otra, levantábamos ligeramente nuestras poleras del colegio y le hacíamos acompañamiento al hit ochentero. Moviendo nuestros ombligos con las manos, imitábamos el comercial con nuestros propios pupos cantores. A veces, si nos agarraba la inspiración, cantábamos alternando las frases, cada una subida en una cama de nuestra pieza compartida. Otras veces coreábamos al unísono el comercial entero. Las pocas veces que me acuerdo de haberlo visto sola, sin mi hermana en los alrededores, me fijaba en cosas que el entusiasmo de la mimetización me impedía ver. Me impresionaba especialmente que todas las mujeres del comercial parecían tener algún lado a donde ir. En pleno verano, la mayoría caminaba a buen paso, con dirección y propósito, por una ciudad grande llena de peatones. Otras iban en lo que parecía ser el metro, de pie, con una postura corporal decidida y el ombligo gesticulando. A ninguna se le veía la cara, pero era obvio que todas calificaban como lo que de niña entendía por mujeres independientes. Y, a los once años, independiente para mí significaba invencible.

Nunca me gustó mucho Quito y siempre dije que quería vivir en una ciudad súper grande. Quizás saqué el gusto por las metrópolis sobrepobladas de publicidades como esta. De hecho se termina con la toma de un ombligo cuya dueña se aleja hacia el horizonte de la ciudad. Ahí se ve por primera vez la etiqueta café en los Levi’s que lleva puestos.

Obviamente el spot está en internet y tiene aun más detalles que había pasado por alto. No me había dado cuenta de que justo a la mitad aparece un niño que mira a un lado y al otro con cara de desconcierto, porque sus ojos están justo a la altura de esos ombligos cantores y él es el único hombre de todo el comercial. Tampoco me acordaba de cómo eran las mujeres. Si hacemos el checklist de los requisitos mínimos para un comercial moderno, aprueba el criterio de diversidad racial pero se queda corto en términos de tipos de cuerpos (son todos torsos flacos, tal vez saludables). Estéticamente, lo que más delata la antigüedad del comercial es justo lo que vende: los jeans a la cadera estilo Britney Spears. También me vine a enterar recién de que quien lo dirigió fue nada menos que Michel Gondry. Resulta que lo armó con su hermano, que trabajaba haciendo efectos visuales y, entre otras cosas, es animador digital, igual que mi hermana ahora. Ninguno de esos datos curiosos me sorprendió más que percatarme de que el comercial dura 30 segundotes. Cuando los cinco de publicidades que aparecen antes de cualquier video de YouTube hoy se me hacen eternos, ese medio minuto se me pasaba volando.

Ahora vivo en Santiago, que por lo menos es más grande que Quito, pero no me siento como las mujeres del comercial para nada. No camino por la calle con la confianza e intencionalidad de ellas. Porque la publicidad idealiza la realidad, pero quizá también porque mi hermana está en Ecuador y yo no, y solo bailando encorvada con el ombligo al aire y con ella al lado estoy más cerca de sentirme invencible.