El Diccionario de la lengua española (DLE) registra olorosar como chilenismo coloquial con el sentido de «percibir los olores». Más detallada es la definición del Diccionario de americanismos, que califica de popular tanto olorosar como la variante –seguramente por disimilación– alorosar: «aspirar por la nariz para percibir o identificar el olor de algo o de alguien». Parece que el primero que registra el verbo es Manuel Antonio Román en su Diccionario de chilenismos y de otras locuciones viciosas (1913-1916): «olorosar, a. la dificultad que ha hallado nuestro pueblo para conjugar con sus irregularidades el v. oler (huelo, hueles, etc.) le ha hecho inventar ese barbarismo, o en forma todavía peor, alorosar» (70). No aparece, en cambio, en el de Ortúzar (1893), en el de Echeverría y Reyes (1900) ni en el de Zorobabel Rodríguez (1928), repertorios tradicionales de chilenismos.

En cuanto a los diccionarios diferenciales modernos, figura en las dos obras de la Academia Chilena; tanto en el Diccionario de uso del español de Chile (2010) como en el Diccionario del habla chilena (1978). En el primero, se registra con la misma entrada y definición que en el DLE; en el segundo, en cambio, se incluye como entrada olorosear y como variante vulgar olorosar. Por su parte, el diccionario de chilenismos de Morales Pettorino et al. (1987), además de olorosar, que califica de voz familiar, y alorosar, registra olorosear, marcando ahora esta última voz como popular. El Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Corominas y Pascual (1985) solo registra la variante olorosear, que califican de uso vulgar chileno.

El verbo deriva evidentemente del adjetivo oloroso, «que exhala fragancia» (Corominas y Pascual, 1985; San Martín, 2000); es, por tanto, un verbo deadjetival. Se emplea en la lengua oral, como muestran los siguientes ejemplos, tomados, los primeros dos, de niños santiaguinos de seis y nueve años respectivamente, y el tercero, de una joven, también santiaguina:

Después se encontró con una jirafa, después la jirafa lo olorosó. (Burgos y Cortés, 2014).

Su perro, siempre muy metete, empezó a olorosar a la rana. (Cavalli et al., 1999).

Yo le digo «hola» y me mete la mano en la axila. Yo quedé pa la cagá y se empieza a olorosar y yo quedé pa la cagá… (Gárate, 2017).

Manuel Guzmán Maturana y Mariano Latorre, el autor criollista, registraron el uso popular campesino en la primera mitad del siglo pasado. Guillermo Blanco, su empleo en el habla infantil:

Mi buen tonto resollaba juerte y tupío como si estuviera alorosando pura agua floría… (Guzmán Maturana, 1934).

En que no tienen collar, patrón. Son muy pelaos y vuelan bajo. Ralazas las plumas del ala. Icen que los güitres nuevos los echan de las güitreras, y vienen p’al bajo a olorosar vizcachas y a cazar cabritos recién nacidos. D’eso viven, patrón (Latorre, 1944/1966).

On Chipo nació en el bosque. Era hijo de la selva y desde pequeño adquirió el don de olorosar al león con las orejas tendidas al viento y el brazo o el machete en el brazo alerta (Latorre, 1947/1965).

En el centro de ella, Cutu aprieta contra sí la muñeca. Le murmura, sabia, que ese era el Lobo. Por suerte se fue sin sorprenderlas.
–¿Pero viste como olorosaba? (Blanco, 1973)

Enraizado en el habla chilena, el verbo no se restringe, sin embargo, al estrato popular campesino o al lenguaje infantil, sino que se trata, como indica el DLE, de una voz coloquial de uso más extendido, como se desprende de los siguientes ejemplos, tomados de obras de Hernán Jaramillo y Hernán Lavín Cerda:

Tomó costumbre de penetrar hasta el jardín. ¡Le agradaba tanto el aroma de las flores! Para olorosar las rosas levantaba su trompa al cielo, cerraba los ojos y sus naricillas aspiraban con deleite la brisa embalsamada. (Jaramillo, 1930)

Es su perfume de alhelí el que su servidor quiere ahora sorber, es su combinación blanca como nalga o mantel la que yo busco palpar, olorosar. (Lavín Cerda, 1974).

El poeta Gonzalo Rojas la incluye en un poema:

iba por dentro de su cutis como un silbido / muy distinto, / la olorosaba / milímetro a milímetro, difícilmente / me apartaba. (Rojas, 2000).

«Mi buen tonto resollaba juerte y tupío como si estuviera alorosando pura agua floría…»

Y el académico Fidel Sepúlveda en un ensayo:

Importante es no angostar el gusto, no reblandecerlo con sabores al estilo de, sino alimentar su vocación de beber y nutrirse umbilicalmente de los sabores de la madre natura. Lo mismo vale para los olores ¡Qué decisivo es para un niño poder olorosar un campo o un bosque después de la lluvia o un mar abierto después de una tempestad! Todos los sabores y olores maquillados son descubiertos en su camuflaje cuando se tiene el contacto piel a piel con el cosmos (Sepúlveda, 2019).

Su uso y valoración parecen depender, como suele ocurrir, del criterio normativo del hablante, materia sociolingüística que no abordo en esta nota. Como puede observarse en los ejemplos, olorosar tiene un significado más preciso que oler. Por lo pronto, no se emplea como verbo intransitivo para designar la exhalación de fragancia («esta flor huele bien») ni en el uso figurado para expresar una inferencia personal o subjetiva: «Me huele/huelo que hay gato encerrado». Olorosar es un verbo transitivo que toma como objeto directo a la fuente del olor y como sujeto a quien percibe la fragancia: alguien olorosa algo, por ejemplo, una flor.

No significa esto, sin embargo, que olorosar haya reemplazado a oler en el sentido de percibir un olor. Oler sigue empleándose, como se puede ver en los siguientes ejemplos:

Si estoy en el campo, el silencio es concordante. Ni un solo ruido humano. Ni siquiera huelo el maíz (Serrano, 2001).

Pero cuando en otoño volvíamos del fundo, nos preguntaba mil cosas y parece que nos olía, para extraernos el aroma de los litres, los espinos, los arrayanes, de que pudiéramos habernos impregnado. (Araya, 1948/1970).

Olorosar no puede sustituir a oler en (12), aunque sí en (13). La cuestión parece radicar en que olorosar exigiría que quien percibe lo haga en forma intencional, que se trate de un proceso controlado. Oler, en cambio, puede emplearse en lecturas sin control, como en (12), y controladas, como en (13). Estamos, a este respecto, ante una oposición privativa en que el término no marcado es oler, es decir, podemos usar oler en vez de olorosar, pero no siempre olorosar en vez de oler.

Como ya dijimos, olorosar toma como objeto directo la fuente de la que emana el olor o fragancia. En oler, en cambio, el objeto directo puede expresar tanto la fuente como el olor que esta emana. Decimos «huelo una fragancia en el aire», pero no «oloroso una fragancia en el aire». En esto, persiste en el verbo el sentido del adjetivo del que deriva: se olorosa algo que exhala olor, que es oloroso.

El siguiente contraste permite apreciar la diferencia entre los dos verbos. Mientras (14) y (15) son naturales, (16) es inaceptable en el sentido de los ejemplos anteriores1 :

Hay olor a gas.
Huelo gas.
Oloroso gas.

De lo hasta aquí expuesto, podría pensarse que el significado más próximo no es el de oler, sino el de olfatear en su uso literal: «oler con ahínco y persistentemente» (DLE). Olfatear, que también tiene el rasgo de control y designa, en consecuencia, un evento intencional, se ilustra en los siguientes ejemplos:

Mi perro olfateó la liebre con prolijidad, se + retiró un poco y se tendió como si no le causara la más leve impresión (Araya, 1948/1970)

… cuando nos encontramos entre nosotros, nos miramos, nos olfateamos como los perros y sabemos inmediatamente cómo situar al otro… (Serrano, 2001)

La cuestión parece radicar en que olorosar exigiría que quien percibe lo haga en forma intencional, que se trate de un proceso controlado.

Tanto en (17) como en (18) podríamos haber usado olorosar. Al igual que oler, olfatear tiene, sin embargo, usos epistémicos que, como ya vimos, no se dan con olorosar: podemos decir de alguien que «olfateó un problema», pero no que «lo olorosó». Parece haber también cierta diferencia cualitativa, aspectual, entre olfatear y olorosar. Mientras olorosar corresponde a lo que la semántica lingüística llama una actividad, esto es, un evento dinámico, durativo y atélico (es decir, sin fin en sí mismo), olfatear da cuenta de un evento típicamente iterativo, repetitivo, conformado por microactos intermitentes ejecutados por el agente, su nariz. Hay, pues, en olfatear una especificación de la manera de actuar –los microactos que constituyen olfatear– que no se encuentra en olorosar, que, a este respecto, es más próxima a oler pues informa solo de la percepción del olor, aunque siempre el olor que algo emana. De ahí que, en contraste con olfatear, olorosar pueda usarse en casos en que lo que interesa comunicar es la percepción misma de la fragancia. Esto implica que olorosar puede figurar en usos en que no se daría olfatear. En el siguiente ejemplo, el empleo de olfatear habría desencadenado, en la variedad en que la distinción existe, una lectura centrada en los movimientos breves y repetidos de la nariz del narrador y no solo en la percepción de los aromas que emanaban las flores, que parece haber sido la intención del autor:

Saltábamos por los pastelones, olorosábamos las flores que emergían entre los barrotes de las rejas de los jardines a la calle… ( Jofré, 2017).

En síntesis, aunque en un enunciado concreto olorosar pueda ser equivalente a oler o a olfatear, su significado en la lengua es diferenciable de ambos verbos: siempre se emplea para la percepción intencional del olor o fragancia que emana de algo, toma como objeto directo la fuente del olor, es una actividad durativa y sin fin intrínseco, y no especifica la manera en que se realiza la acción. Aunque olorosar parece ser la variante más común, también se dan olorosear, alorosar y, quizás, alorosear. No deja de ser sugerente que mientras olorosar deriva de oloroso, olfatear lo haga de olfato. Si oler es la forma no marcada de la tríada, olfatear perfila el acto perceptivo del agente y olorosar destaca la fragancia percibida y la fuente que la exhala.


1 Agradezco estos ejemplos a Nicolás Olguín. También los comentarios de María Laura Pardo, Gabriel Alvarado y Rubí Carreño.

 

Referencias

  • Araya, E. (1970 [1948]). La luna era mi tierra. Santiago, Andrés Bello.
  • Blanco, G. (1973). Adiós a Ruibarbo. Santiago, Pineda Libros.
  • Burgos, E., y M. Cortés (2014). «Relación entre el desarrollo del modo narrativo y el del modo descriptivo desde la niñez hasta la adolescencia». Informe final de seminario para optar al grado de licenciado en lengua y literatura hispánica con mención en lingüística. Universidad de Chile.
  • Cavalli, D., B. San Martín, A. San Martín y C. Yus (1996). «Una propuesta semántica para el estudio del segundo plano narrativo en el discurso infantil». Lenguas Modernas 23, 95-114.
  • Corominas, J., y J. Pascual (1985). Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico. Madrid, Gredos. Gárate, W. (2017). «Mujeres y espacio público. Vivencias de acoso callejero en mujeres de la ciudad de Santiago». Memoria para optar al título profesional de geógrafa. Universidad de Chile.
  • Guzmán Maturana, M. (1934). «Cuentos tradicionales en Chile». Anales de la Universidad de Chile 14, 34-81.
  • Jaramillo, H. (1930). Granos de lentejas. Santiago, Nascimento.
  • Jofré, M. (2017). Te habría dicho que sí. Santiago, Catalonia.
  • Latorre, M. (1966 [1944]). Viento de mallines. Santiago, Zig-Zag.
  • Latorre, M. (1965 [1947]). Chile, país de rincones. Santiago, Zig-Zag.
  • Lavín Cerda, H. (1974). El que a hierro mata. Barcelona, Seix Barral.
  • Morales Pettorino, F., O. Quiroz Mejías, J.J. Peña Álvarez, A.R. Farías, M.G. Becker y C.C. Cruz (1987). Diccionario ejemplificado de chilenismos y de otros usos diferenciales del español de Chile. Valparaíso, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas de Valparaíso.
  • Rojas, G. (2000). Qué se ama cuando se ama. Santiago, Dibam.
  • Román, M.A. (1913-1916). Diccionario de chilenismos y de otras locuciones viciosas. Santiago, Imprenta de San José.
  • San Martín, A. (2000). «Procedimientos de creación léxica en el registro festivo del diario chileno La Cuarta». Boletín de Filología 38.1, 211-251.
  • Sepúlveda, F. (2019). «Estética: Educación de los sentidos y sentido de la educación». AISTHESIS: Revista Chilena de Investigaciones 29, 25-30.
  • Serrano, M. (2001). Lo que está en mi corazón. Santiago, Planeta.