En rigor, para seguir con fidelidad los contenidos sancionados por la Real Academia Española y su Diccionario, vamos a hablar de necrologías –“noticia comentada acerca de una persona muerta hace poco tiempo”– y también de la sección necrológica de un periódico, cuarta acepción del DRAE para la voz obituario. La simple constancia de defunciones ya es un obituario –y es el más frecuente en los medios de comunicación–, pero ese registro solo tiene importancia para los deudos, para cuestiones legales y como materia prima para investigaciones genealógicas. El obituario que nos importa acá es el texto escrito, publicado en la prensa o leído (o improvisado) en los funerales, redactado –o pensado– a propósito de un reciente fallecimiento.

Como es natural, a medida que se estrecha hacia arriba la pirámide social y política, más probabilidades hay de que un difunto tenga una necrológica bien pensada, extensa y de cuidado estilo. Y cuando se trata de personajes realmente famosos que, o bien se encuentran en esa etapa de la vida en que morir no es naufragar sino llegar a puerto, como tan bien enunció Cicerón, o bien han caído presa de una enfermedad de desenlace muy posiblemente mortal, es más probable todavía que su obituario ya esté escrito, a la espera de los datos finales que completarán el cuadro de la vida y milagros del personaje en cuestión.

Una cosa siempre espinuda de los obituarios es que, aunque la muerte nos llegará a todos, la partida de un ser humano produce en quienes lo sobreviven dolor y angustia, aunque estos suelen ser directamente proporcionales a la edad del occiso. Para seguir con Cicerón, un naufragio siempre es, evidentemente, más doloroso y desazonante que el arribo a puerto en un momento previsible. De cualquier modo, con el personaje de marras de cuerpo aún presente o con su imagen muy viva en la prensa, en las conversaciones sociales, en la familia, no es de buena educación exponer sus flaquezas, errores y defectos, lo que sin duda afecta la calidad del género; cuando solo se puede hablar del lado luminoso de una persona, cuando nada de lo que se diga debe afectar la imagen de plenitud y bondad que automáticamente se constituye en torno al muerto, el resultado tendrá que ser, por necesidad, más pobre, más unilateral, más falto de equilibrio y claroscuros. Por la misma razón, tampoco suele ser un género muy creíble o digno de confianza. “Todos los muertos son buenos”, reza el dicho popular, y las necrológicas suelen confirmar el aserto. El occiso no puede defenderse y quienes lo quieren no se tragarían la exposición de sus lados oscuros; en esto de honrar la memoria y el recuerdo se incurre en infinidad de traiciones a la verdad y a la objetividad.

A fin de cuentas, qué importa. Ya la historia se encargará de rescatar los matices y las sombras; pero en el momento posterior a la muerte, cuando la persona no solo no puede defenderse sino que no está (al menos, no su conciencia, no lo que la constituye como persona), como si esa no existencia que ha dejado atrás la bolsa inerte que la contuvo pudiera todavía reaccionar, sonrojarse o indignarse, lo que corresponde –lo que consagra la costumbre– es esa necrológica tan sentida como elogiosa, trufada quizá de una deriva existencial y pesimista o bien de ese optimismo ingenuo que caracteriza ciertas formas de espiritualidad que afirman la inmortalidad del alma, el juicio final, el descanso o la condena por la eternidad (hay excepciones, eso sí, especialmente en la tradición anglosajona, de la que se hablará más adelante).

La novela que mejor ha tratado el asunto de los obituarios es Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi, el escritor italiano que vivió muchos años en Portugal y de alguna manera se apropió de su cultura. Valga notar que Tabucchi fue de los que naufragó –hace apenas unos meses, a los 68 años–, de modo que su deceso debe haber pillado a contrapelo a los obituaristas; por eso, más valor adquiere la magnífica necrológica que le dedicó Enrique Vila-Matas, publicada un par de días después. Dice, en uno de los párrafos: “La casa del tiempo perdido está cubierta de hiedra por un lado y de cenizas por el otro. Casa donde nadie vive, y yo aquí golpeando y llamando por el dolor de llamar y no ser escuchado. Nada tan cierto como que el tiempo perdido no existe, solo el caserón vacío y condenado. Y el viejo palacio helado. Llegó a casa hace siete días un mensaje de Tabucchi, en respuesta a unos recuerdos que inventé sobre Porto Pim: ‘Me hablas de una época remota, de cuando existían los cachalotes. Época de antes del diluvio, y sin embargo vivida. Qué raro, querido amigo’. Es verdad, qué extraño. Hoy Porto Pim –hiedra y cenizas en el lugar donde nadie vive– es también un paisaje del tiempo perdido.”1

Es el homenaje de un amigo, claro, pero también se trata de alguien que admira al personaje y que reconoce profundas afinidades con su proyecto literario. De ahí la expresión de la pérdida, del “dolor de llamar y no ser escuchado”. Un obituario a la altura de Tabucchi, quien definió, en Sostiene Pereira, las reglas del género, aunque referidas de manera especial a las necrológicas literarias. Así, de un escritor “… debe decir simplemente que ha muerto y después debe usted hablar de su obra, de sus novelas y de sus poesías, escribiendo una necrológica, claro está, pero en el fondo se debe escribir una crítica, un retrato del hombre y de su obra”.2

Pereira, el pacato editor de cultura de un diario popular en el Portugal de la dictadura de Oliveira Salazar, y Monteiro Rossi, el agitado e idealista joven que debe escribir anticipadamente las necrológicas de escritores famosos, no pueden entenderse; si uno sostiene que el obituario es como un retrato, el otro lo concibe como un manifiesto incendiario. Entre ambas posturas hay un amplio campo para explorar y cultivar, aunque lo más corriente es que se trate más bien de un elogio sin muchos matices antes que de una revisión crítica de la biografía y de la obra, sea esta cual sea y, si estamos en ello, también puede ser que simplemente no exista. Hay una riquísima tradición anglosajona en obituarios, que se expresa de manera preferente en el diario The New York Times, sobre gente común y corriente, bajo la premisa de que “toda vida merece ser recordada” y, por tanto, narrada. Pero antes de hablar de ello, digamos que quizá el ejercicio más arriesgado es deslizarse por sobre ese delicado final en que el obituario, tras la fachada del elogio, esconde el zarpazo del sarcasmo y la crítica, pero bajo una apariencia tan calma que solo los oídos atentos a todos los matices captarán el veneno que corre bajo la amabilidad de las palabras. Hay un caso ejemplar: Paul Valéry sobre Anatole France. En rigor, no se trata de un obituario, sino del discurso que el primero dio con motivo de su ingreso en la Academia Francesa, precisamente en reemplazo de Anatole, pero tres años después de su muerte: “El público supo agradecer infi tamente a mi ilustre antecesor haberle procurado la sensación de un oasis. Su obra sorprende dulce y agradablemente por el contraste refrescante y graduado con los estilos resplandecientes o complejos que se elaboran por doquier. Parecía que la sencillez, la claridad, la simplicidad hubieran regresado a la Tierra. Son diosas que complacen a la mayoría. Se estimó rápidamente un lenguaje que era posible degustar sin pensar demasiado, que seducía por medio de una apariencia natural, y cuya limpidez dejaba sin duda evidenciar a veces un trasfondo, aunque no misterioso; al contrario, siempre legible cuando no consolador. En sus libros se halla un arte consumado sobre el fl ecimiento de las ideas y los problemas más graves. Nada detiene la mirada, si no es la maravilla de no encontrar en ellos ninguna resistencia. ¿Acaso hay algo más precioso que la ilusión deliciosa de la claridad que nos procura la sensación de enriquecernos sin esfuerzo, de apreciar el placer sin pena, de comprender sin atención, de disfrutar el espectáculo sin tener que pagar?”.3

Claro que hay que ser un maestro como Valéry para poner tanta ponzoña en frases aparentemente inocuas y plenas de adjetivos amables.

La gente común y corriente

El periodista James Agee y el fotógrafo Walker Evans publicaron en 1941 un libro ejemplar en muchos sentidos, Let Us Now Praise Famous Men, que solo mucho más tarde tuvo una versión en castellano.4 El título es irónico: en realidad, se trata de un extensísimo reportaje sobre familias blancas pobres en Alabama, campesinos sin nada que los distinga más allá del hecho de haber sido rescatados del olvido por las magníficas fotografías de Evans y la punzante escritura de Agee. Sin la ironía que ambos escogieron para presentar un libro que rompía cánones y revelaba un mundo desconocido para la mayoría, The New York Times lleva a cabo el mismo esfuerzo: además de publicar los obituarios de quienes murieron cuando estaban en el tramo más alto de la pirámide social, cultural, económica o política, el diario neoyorquino rescata también personajes anónimos o, más que anónimos, comunes y corrientes, personas que ni dejaron obra artística ni se enriquecieron brusca o brutalmente ni hicieron carrera política ni participaron en la farándula. Un vecino. La mujer de la próxima puerta. De ahí que no extraña que precisamente The New York Times asumiera la ímproba tarea de ofrecer a sus lectores cientos de obituarios de víctimas del atentado a las Torres Gemelas. Obituarios con testimonios, con reporteo, con punto de vista, con cuidada escritura, como si se tratara de otros que el diario guarda en su registro histórico (Albert Einstein, Richard Nixon o Jean-Paul Sartre, por ejemplo)5

Cuán lejos está el periodismo local en este aspecto. La sección Obituarios es una mera lista de defunciones que rara vez incluye textos; cuando es así, se trata de espacios comprados por los deudos y la necrológica suele ser una sarta de lugares comunes lacrimosos y con gusto a nada. Ningún diario en lengua castellana tiene algo similar a The New York Times. Se podría aventurar alguna hipótesis sobre el asunto, pero ello quizá nos llevaría demasiado lejos: se trata, ni más ni menos, del lugar que ocupa la muerte en las respectivas culturas. Hay que decir, de todos modos, que en Estados Unidos la muerte es, según el crítico cultural Morris Berman, un tema tabú que tiene mucho que ver con el puritanismo escondido inmediatamente debajo de la piel. Según Berman,

“como los norteamericanos en realidad no viven de una forma sensual o erótica, la muerte es una gran fuente de ansiedad para ellos, un tema tabú. (El tipo que quiere que la fiesta dure para siempre es el que nunca tuvo el valor de acercarse a las chicas más guapas).”6 De manera que la necrológica tranquila y meditada, que mira de frente a la muerte y no la esconde, que aprovecha el momento de la desaparición para fijar esa vida en el recuerdo con todo su claroscuro, bien puede ser un fenómeno propio del diario o de una ciudad cosmopolita que se desmarca claramente del país en que está situada. Hay quienes creen que en realidad Berman exagera, puesto que se refiere solo a una parte de una sociedad cada vez más permeada por otras culturas. La discusión está abierta.

El escritor chileno Roberto Castillo, radicado en Estados Unidos desde hace más de 30 años, se inspiró en los obituarios del NYT para proponer vidas ficticias en la estela de otra tradición, aquella de las vidas imaginarias que cultivaron William Beckford, Marcel Schwob, Jorge Luis Borges y Roberto Bolaño, pero con la natural modestia implicada en parafrasear obituarios. El resultado es digno de leerse; por ejemplo, la necrológica de Margarita Lu, “Las batallas en contra de la monotonía de la cocina chilena, con salsa de ciruelas, jengibre y sésamo como armas secretas”7, o la doble necrológica de dos escritores de aquellos “que les gustan a los escritores”, Andrés Durán y Gina Becerra, que invita a preguntarse: “¿basta con el reconocimiento de unos pocos?”8

Dos casos: el obituario escrito previamente por el occiso

El periodista (aunque él prefería definirse como columnista) español Javier Ortiz murió de un ataque al corazón a los 61 años de edad. Con una actitud desde todo punto de vista digna de elogio, que unía una suave ironía y mucho humor con esa reafirmación de la certeza de la muerte que nadie debería perder jamás de vista, dejó escrito previamente su obituario en su blog y, naturalmente –aunque él ya no estuviera ahí para verlo–, este fue reproducido en muchos medios. Cito los párrafos finales:

“Movido por la lectura del Selecciones de Reader’s Digest y otras publicaciones estadounidenses tan afi nadas a ese género de operaciones, un día decidió calcular cuántos kilómetros cubrirían sus escritos, en el caso de colocarlos todos en una sola larguísima línea de cuerpo 12. El resultado de la estimación fue concluyente: ocuparían la tira.

En materia de amores (de la que sería injusto decir que careciera de alguna experiencia), también fue capicúa. Decía que las mejores mujeres, las más cariñosas y las más nobles con las que compartió sus días (sin desdeñar dogmáticamente a ninguna otra), le resultaron la primera y la última. Aunque la favorita le apareciera por medio: su hija Ane.

Y todo para acabar con algo tan vulgar como la muerte. Por parada cardiorrespiratoria, como queda dicho. En fin, otro puesto de trabajo disponible. Algo es algo”9.

El segundo caso es el escritor italiano Carlo Fruttero, que murió a los 85 años. Es decir: llegó a puerto. Y como ya sabía que era su turno para dejar el navío en su destino, escribió, poco antes de su muerte:

“Una vez que superas los 80 años ya nadie se atreve a referirse a ti como ‘el viejo Fruttero’ ni tampoco como ‘el anciano Fruttero’. Se suele pasar a un sinónimo más halagüeño: ‘el gran Fruttero’. Para hacer entender que tan solo es un decir, se puede recurrir a un superlativo: ‘el grandísimo Fruttero’, que aquí saluda y deja la escena con su sonrisa más bella”10

Coda

El epitafio aspira a final en la lápida una frase que enaltece al difunto, muchas veces tomada de poetas y filósofos de la antigua Roma, maestros indiscutidos en el arte del aforismo y la síntesis. Omnia mors aequat –“Todo lo iguala la muerte”–, escribió Claudiano; stat sua cuique dies –“Hay un día marcado para cada uno”–, Virgilio. El tesoro del Aurea dicta sigue siendo una fuente inagotable de frases precisas y certeras que no le esquivan el bulto a nada y que en el asunto de la muerte no admiten eufemismos que consuelan a los vivos pero no le sirven de nada a los muertos. El epitafio une a todos ante la certeza de la muerte; el obituario, en tanto, es individual y singulariza una vida que se apaga. Es un género más histórico e interpretativo; cuando está bien hecho, puede convertirse en una valiosa fuente para el conocimiento del pasado. Esa exigencia de calidad debería ser tomada más en serio; a final de cuentas, la muerte es un asunto muy serio, quizá el más serio de los asuntos, y cuando llega el día marcado para cada uno, el muerto sería probablemente el primero en querer que apreciaran su trayecto pasado de manera íntegra, sin esa pátina de buenas palabras con olor a flores es muertas que suele recubrir la ceremonia funeraria.


  1. https://www.enriquevilamatas.com/textos/texttabucchi.html
  2. Antonio Tabucchi. Sostiene Pereira. Anagrama, Barcelona, 1995. Págs. 32-33
  3. Citado en Pierre Bayard. Cómo hablar de los libros que no se han leído. Anagrama, Barcelona, 2008. Pág. 39.
  4. Elogiemos ahora a hombres famosos. Seix Barral, Barcelona, 1993.
  5. La entrada a la sección Obituaries del New York Times está en este link: https://www.nytimes.com/pages/obituaries/index.html. El especial sobre gente común y corriente, en este otro: https://www.nytimes.com/interactive/2011/12/22/magazine/the-lives-they-lived.htmlref=obituaries#view=a_note_from_ira_glass.
  6.  Morris Berman. Cuestión de valores. Sexto Piso, México, 2011, pág. 121
  7. En este link: https://ficcionessecretas.blogspot.com/2006/02/la-revolucin-cultural-en-chile.html
  8. https://ficcionessecretas.blogspot.com/2006/03/escritores-de-sos- que-les-gustan-los.html
  9. https://sociedad.elpais.com/sociedad/2009/04/28/actuali- dad/1240869602_850215.html
  10. https://elpais.com/diario/2012/01/26/necrologicas/1327532402_850215.html