1. Soy escritor. Básicamente escribo novelas, cuentos y ensayos, pero en vista de que llevo muchos años inmiscuyéndome en los asuntos de los artistas, tratando de comprender qué hacen y qué hicieron los artistas en otros tiempos, mi trabajo ha quedado completamente involucrado en un quehacer anfibio que ya ni siquiera me interesa definir. Literatura que quiere ser arte. Arte que quiere ser literatura. Me da igual.

2. Sucede que a menudo recibo encargos de parte de galerías o instituciones para escribir sobre sus muestras, y más de una vez he podido constatar la curiosa relación de tensiones y mutuas desconfianzas que se generan entre el bando de los agentes del arte y el bando de los que escriben.

3. Algunos artistas ven los textos como un mal necesario, algo que en cierto modo ayuda a contextualizar su trabajo pero que en teoría no debería estar allí, pues, según ellos, la obra tendría que defenderse sola, sin otra mediación que aquella que sucede entre el espectador y la pieza. La presencia del texto en esos casos se acepta a regañadientes.

4.  También sé de muchos artistas y otros agentes del mundo del arte que sí reciben con total agrado el texto, pero no tanto por lo que el texto mismo le hace al objeto, sino a sabiendas de que los procesos de legitimación cultural exigen que una serie de firmas reconocidas avale las piezas.

5. En relación con los objetos artísticos, el texto suele tener una existencia subsidiaria, parasitaria o a lo sumo instrumental. Y estos adjetivos se extienden al sujeto que firma los textos, a quien los artistas tratan con una extraña mezcla de reverencia irónica y recelo, como haría un feligrés medio agnóstico con el cura del pueblo.

6. Por supuesto, existen muchos artistas que escriben y que, por lo tanto, entienden muy bien hasta qué punto la relación entre escritura y arte es una especie de danza de atracción y repulsión, donde las fuerzas contrarias producen movimientos inesperados de sentido y de percepción. En suma, hay artistas que entienden que escribir es otro arte más.

7. De hecho, hoy en día, a la luz de debates más recientes, existe un cierto consenso acerca de la necesidad de la mediación crítica en el arte –incluso se considera a la crítica como una «institución»–, y sin embargo, la escritura sigue pareciendo sospechosa de desvirtuar, distorsionar o hasta ideologizar la experiencia estética.

8. El lugar de la escritura es siempre problemático en relación con aquellas cosas que, como los objetos artísticos, en principio no hablan o que al menos parecen hablar con una voz que nunca es asertiva sino más bien alegórica.

9. ¿Pero la escritura es realmente tan asertiva como parece? Y, por otro lado, ¿en qué momento se produjo ese extraño desencuentro entre la escritura y el arte? ¿Por qué se produjo?

10. En un libro formidable de los años 60, Arte y anarquía, Edgar Wind arroja algunas pistas y para hacerlo recurre a las observaciones de Hegel sobre el arte de su tiempo, en los primeros años del siglo XIX. Entonces el romanticismo estaba en su apogeo y, al igual que hoy, la gente vivía en una hiperabundancia de pinturas, poemas, grabados, dibujos, etc. Para Hegel, con la secularización del mundo el arte había emprendido un viaje irreversible hacia la periferia de las actividades humanas, pues el lugar central estaba siendo ocupado gradualmente por las ciencias. Ese desplazamiento hacia los márgenes había hecho que el arte produjera una gran cantidad de cosas bellas y estimulantes, pero incapaces de conmover profundamente el espíritu, como sí ocurría con el arte sacro de épocas pasadas. En últimas, Hegel observaba que la intelectualización estaba haciendo del arte algo inofensivo, interesante sí, pero inofensivo. Algo interesante que, paradójicamente, se disfrutaba desinteresadamente, con fría distancia. «Por espléndidas que puedan parecernos las efigies de los dioses griegos –escribe Hegel en su Estética–, y por mucha perfección que hallemos en las imágenes de Dios Padre, de Cristo y de la Virgen María, de nada sirve; ya no caemos de rodillas».

11. Wind nos recuerda que fueron los románticos quienes introdujeron el adjetivo «interesante» para referirse a las obras de arte y que nosotros, al calificar un objeto como «interesante», nos estamos suscribiendo a esa tradición del romanticismo.

12.  Por supuesto, Hegel se hacía eco de las ideas de Kant, para quien el arte, movido por sus propias fuerzas centrífugas, se estaba volviendo cada vez más autónomo y sus objetos tendían a adquirir cierto carácter inefable, marcado por las aspiraciones de alcanzar un «arte puro», totalmente «emancipado» de cualquier relación de servidumbre o tarea que no fuera el arte mismo.

13. Como sabemos, ese proceso de autonomización de la experiencia artística condujo a la idea, quizás ingenua, de que los objetos del arte ocurrían en una especie de vacío o de grado cero de la percepción, por fuera de todo condicionamiento ajeno a la propia obra de arte. Este proceso histórico es el responsable de que existan dos de las figuras más antipáticas de la cultura contemporánea: el artista que no lee porque considera demasiado narrativas las novelas y el escritor que odia el arte porque no lo entiende.

14. En los últimos siglos, se habrán escrito quizá toneladas y toneladas de textos, artículos, libros, disertaciones, en los que se defiende que esta autonomía implica que el lenguaje escrito resulta insuficiente, cuando no del todo inútil, para aproximarse a las obras de arte. Una idea que, a fuerza de repetirla durante mucho tiempo, se volvió casi de sentido común para muchos.

15. Por paradójico que suene, es esa misma idea de la autonomía del arte, la idea del arte que habla por sí mismo, el arte que no necesita explicación, la que ha producido todos los malentendidos y la mala fama de la que goza el arte contemporáneo entre el público masivo. Es el gran efecto boomerang de haber publicitado hasta el hartazgo y finalmente popularizado la  noción de que el arte de verdad se saborea, no se lee.

16. En todo caso, podemos decir que fue allí, en los albores de la era de lo «interesante», cuando comenzó el matrimonio mal avenido entre la escritura y el arte. Y las discusiones actuales, lejos de ayudarnos a comprender la relación, solo han agregado nuevas aporías, malen- tendidos, tensiones y motivos de desconfianza. Esto, por supuesto, no es ni bueno ni malo en sí mismo. Es solo un estado de cosas que, no obstante, podríamos tratar de entender mejor.

17. Porque lo cierto es que damos demasiado por sentado lo que hace y cómo funciona por dentro la escritura. Y esto, por supuesto, no les sucede solamente a los artistas sino a muchos escritores, convencidos de que la escritura es un vehículo de comunicación y sentido para contar historias, una destreza o una técnica que hay que «dominar» para que el relato se transmita sin interferencias, como un aparato bien sintonizado, sin ruido blanco, sin «fallas de origen», como decían en las transmisiones de televisión analógica para justificar que en tu pantalla la imagen se llenara de mugre electromagnética.

18. La escritura, desde luego, nos sirve para transmitir mensajes o para contar historias, pero sus operaciones están muy lejos de limitarse a cualquier tarea comunicativa. Existe algo así como una intimidad de la escritura, un vórtice inicial donde lo escrito deja de ser ese palacio de las certezas y los significados.

19. Quizás hayan oído hablar de los quipus. El quipu era un medio de recopilación de datos, empleado por las civilizaciones andinas hace miles de años, que se basaba en un sistema de nudos practicados en distintas fibras, sobre todo animales.

20. Muchos arqueólogos y especialistas sostienen que el quipu solo tenía una función mnemotécnica y de contabilidad, es decir, que los nudos se usaban exclusivamente para recordar datos y guardar números relacionados con el conteo de ganado y las cosechas. Y aunque algunas crónicas del periodo de la Conquista aseguran que también servían para guardar relatos y epístolas, hasta hace muy poco no se tenía ninguna confirmación de que hubiera quipus narrativos. De modo que los especialistas seguían asegurando que ni los incas ni ningún pueblo andino tuvo la más mínima noción de escritura, lo que constituye una anomalía, pues no se sabe de ningún imperio que haya prosperado en su gobierno sin un sistema fiable de almacenamiento y transmisión comunal de información.

21. Esta circunstancia ha llevado a importantes intelectuales, sobre todo a aquellos que se inscriben en la así llamada teoría decolonial, a afirmar que las civilizaciones andinas no necesitaban la escritura y que les bastaba con ser total, radicalmente orales.

22.  En su ya clásico Escribir en el aire, Antonio Cornejo Polar explora esa excepcionalidad mediante un análisis exhaustivo de un acontecimiento histórico que se conoció como «el diálogo de Cajamarca». Cuentan las crónicas, y así ha quedado asentado en la tradición escrita y oral, que el conquistador Francisco Pizarro solicitó oficialmente una reunión con el emperador para tenderle una emboscada. Cuando el inca Atahualpa llegó al sitio del encuentro, Pizarro envió al sacerdote dominico Vicente de Valverde, seguido de cerca por el buen soldado Aldana y un intérprete indígena al que apodaban «Martinillo». Hallándose delante de Atahualpa, fray Valverde, blandiendo una Biblia (o un breviario, según otras crónicas), le requirió al emperador que se rindiera ante el dios cristiano. El inca, a su vez, le preguntó por aquel extraño objeto de donde el fraile parecía sacar las palabras. Cuando el fraile le entregó la Biblia, Atahualpa se la arrojó en la cara. En otras crónicas, Atahualpa primero se lleva el libro a la oreja, como si fuera una de esas radios de pilas, y al no oír ninguna palabra divina lanza la Biblia con furia y desdén. Esa ofensa contra las Sagradas Escrituras, según las crónicas, fue el desencadenante de la intrépida acción de los soldados de Pizarro, que inmediatamente secuestraron a Atahualpa, en lo que sería el comienzo del fin de aquel espléndido imperio. Para Cornejo Polar, el diálogo de Cajamarca viene a ser «el punto en el cual la oralidad y la escritura no solamente marcan sus diferencias extremas sino que hacen evidente su mutua ajenidad y su recíproca y agresiva repulsión».

23. Esa «repulsión» y «mutua ajenidad» entre oralidad y escritura las usa Cornejo Polar para argumentar a favor de una supuesta excepcionalidad cultural de los pueblos andinos, pueblos que, según él, eran capaces de «escribir en el aire». Su teoría ha resultado muy útil para quienes están interesados en mostrar a los indígenas como una especie de Otro Absoluto, ajeno a toda epistemología occidental.

24. Ver Atahualping Challenge en YouTube.

25. Por desgracia para los decoloniales y los teóricos de la oralidad radical, un artículo publicado hace pocos meses en la revista Current Anthropology cuenta que Sabine Hyland, una antropóloga de la Universidad de St. Andrews, encontró en 2015 dos quipus logosilábicos que habían sido conservados por una comunidad indígena en la remota región montañosa de San Juan de Collata, en Perú. Pese a que ya no sabían cómo leerlos, los miembros de la comunidad sostenían que estos quipus eran cartas secretas enviadas entre los líderes de una revuelta contra el Virreinato que tuvo lugar en el siglo XVIII.

Hyland descubrió que, en efecto, los quipus de Collata están anudados de acuerdo a un sistema donde cada signo corresponde a una sílaba en lengua quechua. Se identificaron 95 símbolos (una cifra similar a la de otros sistemas logosilábicos existentes en el mundo) anudados en 14 colores, con seis tipos de fibras hechas con el pelo de animales como vicuñas, alpacas, guanacos, llamas, venados y vizcachas, además de fibras metálicas.

También detectó, al final de cada quipu, unas series de tres fibras de distintos colores y sentido de las hebras, cuyos fonemas corresponden a los linajes (ayllu) de quienes escribieron las cartas.

Dos de las figuras más antipáticas de la cultura contemporánea: el artista que no lee porque considera demasiado narrativas las novelas y el escritor que odia el arte porque no lo entiende.

26. Hyland está convencida de que estos quipus funcionan como textos tridimensionales, así que sus lectores, a fin de extraer el sentido, debían poder identificar al tacto las distintas fibras, los colores, la dirección de las hebras y los nudos con los fonemas. De ser cierto, esto significaría no solo que los pueblos andinos conocían la escritura sino algo todavía más emocionante, y es que en su complejo sistema había que hacer intervenir varios sentidos de una manera muy activa: el tacto, la vista, quién sabe si hasta el olfato. Imaginemos la educación estética que debían de tener los lectores de estos quipus, su agudeza visual, táctil. Tampoco se sabe si estos quipus son una innovación concreta del siglo XVIII que los incas desarrollaron en contacto con la escritura alfabética europea, pero tanto la estructura, exactamente igual a la de los quipus antiguos, como la insistencia de las crónicas de Indias sobre la existencia de quipus narrativos, parecen descartar esa posibilidad.

27. A la luz de estos descubrimientos, y pasando ya al terreno de la pura especulación, el diálogo de Cajamarca adquiere nuevos significados. De comprobarse la hipótesis de Hyland, el gesto de Atahualpa de arrojar la Biblia ya no es esa mortífera repulsión entre la oralidad y la escritura de la que hablaba Cornejo Polar, sino el choque de dos sistemas de escritura basados en dos paradigmas perceptuales muy distintos que podríamos caracterizar del siguiente modo: a) un paradigma netamente visual, el nuestro, aquel que ha producido este texto que estamos leyendo, y b) un paradigma multisensorial que implica tocar lo que se ve y quizás hasta olerlo, como dicen algunas crónicas que hizo Atahualpa con la Biblia antes de lanzarla por los aires.

28. Por otro lado, ese enfrentamiento hipotético nos permite apreciar el carácter absolutamente visual de nuestra escritura. Nuestros signos no se huelen, no se palpan: solo se miran. Un lector de quipus quizás era capaz de leer a oscuras, como los ciegos. Nosotros no podemos hacer algo así porque pertenecemos a una civilización del Ojo y de la Luz.

29. Y sin embargo, ¿no es cierto que al leer, o mejor, al alcanzar el máximo grado de concentración en la lectura, nos sumergimos en el texto con todo el cuerpo y entonces casi creemos escuchar, oler y tocar lo que leemos?

30. Nuestro sistema de escritura le da prioridad al ojo y subordina los demás sentidos, pero solo para recuperarlos más adelante, en la peculiar sinestesia de la lectura.

31. Quizás nunca sabremos lo que experimentaba un lector de quipus, incluso si las investigaciones de la profesora Hyland prosperan y algún día conseguimos leer buena parte de lo que esos nudos esconden. Al fin y al cabo, el aprendizaje de esa forma de lectura debía de estar ligado a un complejo sistema simbólico de atribuciones semánticas, donde cada color, cada olor, cada fibra, aludían a un universo de sentidos que, posiblemente, ya no podremos recuperar.

32. A favor de nuestro sistema de escritura digamos que es eficiente, económico y fácil de enseñar. Una de las razones que tal vez expliquen la desaparición de la lectura de los quipus es que, precisamente, no era para todo el mundo. Estaba reservada a una élite de lectores que gozaban de la exquisita educación que una tarea tan sofisticada y hermosa requería.

33. Ahora bien, lo que ambos paradigmas comparten es cierto carácter metonímico que quizás sea intrínseco a la propia idea de la escritura, independientemente del sistema.

34. Por carácter metonímico me refiero a una cierta inestabilidad del signo, al deseo manifiesto que demuestra el signo de resonar en las vecindades de su rango inmediato de influencia semántica. Y me refiero también al hecho de que la escritura está apuntando constantemente a su exterior, a lo que no es escritura; la escritura siente atracción por los bordes, la escritura se desborda, como queriendo dejar de ser escritura, como queriendo volverse tinta, papel, imagen, voz, sonido, olor, presencia. En definitiva, sea cual sea el sentido o sentidos de percepción, uno lee con toda la historia de su propio cuerpo encima.

35. Aclaremos: no es que el mundo se reduzca al texto. La metáfora del Libro de la Naturaleza no es sino la inversión de un fenómeno que en realidad se produce en el sentido opuesto, es decir, que es el texto el que quiere volverse mundo.

36. Por «conceptuales» que se quieran mostrar, nuestras artes comparten con nuestra escritura el mismo paradigma del Ojo y de la Luz. Esto no significa que sean «retinianas». Al contrario, dan prioridad inicial a la vista pero, poco a poco, van recuperando el resto de los sentidos en el acto de mirar, que es una compleja operación donde intervienen la memoria y la sensibilidad en pleno.

37. Esto quiere decir que al mirar una imagen no hacemos algo muy distinto de lo que hacemos al leer. Vamos removiendo capas, una detrás de otra, hasta que comprobamos que la imagen alude a otras imágenes y, casi de inmediato, como si quisiera dejar de ser imagen, la imagen se desborda hacia los márgenes de la percepción y de la memoria. La imagen también quiere volverse sonido, quiere volverse olor y, en últimas, quiere volverse palabra.

38.  Según cuenta Georges Didi-Huberman en Pueblos expuestos, pueblos figurantes, fue Walter Benjamin quien «introdujo con maestría la cuestión de la legibilidad de las imágenes, sometiéndolas a un desciframiento concebido no para dar a las palabras la última palabra sobre ellas sino, al contrario, para poner unas y otras en una relación de perturbación recíproca, de cuestionamiento por medio de un vaivén siempre reactivado».

39. Detengámonos un instante en esto de que la palabra no tiene la última palabra sobre la imagen y que, en definitiva, se trata de un juego de perturbaciones mutuas. Tal idea sugeriría que la autonomía de la imagen no depende tanto de su capacidad de «defenderse sola» sino de sus poderes metonímicos para sugerir la intervención de la palabra, de unos discursos que cambian con el tiempo. La imagen verdaderamente autónoma es aquella que nos hace querer imitar su idioma en todas las épocas.

40. Una imagen poderosa es aquella que consigue reinventar su contingencia a través del tiempo.

41. En ese sentido, no es el supuesto espíritu inmortal y eterno de las obras maestras lo que hace que sigamos hablando de ellas. Es su capacidad de atravesar el tiempo, de suscitar eso que Borges, describiendo las virtudes literarias de Pierre Menard, llamaba «la técnica del anacronismo deliberado y las atribuciones erróneas».

42. Las imágenes, al igual que los textos, son nudos ciegos. Nudos ciegos para poder ver más allá, hacia el mundo.

43. Es necesario insistir en el hecho de que ningún texto, mucho menos ninguna explicación, es capaz de agotar el significado de una imagen, sobre todo porque la imagen misma no se agota en ningún significado. La imagen es una experiencia en el tiempo y por tanto hace interferencia en la señal de otras imágenes de todas las épocas y lugares.

44. La imagen se traslapa con sus imágenes primas y da inicio a un viaje que, irremediablemente, como ocurre con las ondas producidas por dos piedras distintas en lugares apartados de un estanque, acaba confundiéndose por unos segundos con el viaje simultáneo que las palabras han emprendido en dirección a ella.