Algunas veces, no siempre, conviene empezar por el principio, sobre todo cuando todo parece estar claro. Así que mejor iniciar esta disertación tratando de delimitar el contenido y alcance de los tres conceptos que aparecen en su título: novelas, dinero y capital simbólico.

Novela
A estas alturas de la teoría literaria todos estaremos de acuerdo en que la novela es un género literario inclasificable e indefinible lo que, traducido al horizonte de la postmodernidad en el que nos movemos y chapoteamos, viene a significar que cualquier definición es válida, legítima y posible. Basándome en el confort mental que tan amable tolerancia traduce, ofrezco ahora la mía propia: entiendo por novela aquel texto literario construido por la sucesión, cronológica o no, de un entramado de sucesos de interés humano a través del cual alguien argumenta sobre un conflicto que tiene lugar en un espacio social durante el transcurso de un tiempo determinado. Y aclaro que por “conflicto” entiendo la versión más tradicional y clásica del concepto: una sola silla y dos personajes que aspiran y luchan por sentarse en ella. A la vista de esta definición de indudable rango teatral, que alguien, con razón, podría calificar de antigua, decimonónica o paleohegeliana, y aunque confieso que tales adjetivos no me molestarían, he de admitir que compartiría también como posibles definiciones tanto la versión moderna del asunto: una sola silla, dos personajes y que ninguno de ellos quisiera sentarse en ella, o bien la versión posmoderna: una sola silla y un solo personaje que sufre el dilema de no saber realmente si quiere o no quiere sentarse en ella. Por aceptar aceptaría incluso como novela, la historia de una silla que no tiene quien se siente en ella, pero, a pesar de tanta tolerancia teórica, durante esta exposición partiré de aquella primera y vetusta delimitación. Hablo en ella de “texto literario” pero he de confesar que el concepto de literario, por escurridizo, lábil, dinámico, histórico y líquido se me escapa de las manos cuando pretendo retenerlo y mostrarlo. Dejo por tanto en las del lector o lectora la tarea de llenar el concepto con el contenido que tengan a bien sostener.

Dinero
Al decir de los economistas el dinero es un bien particular que sirve como medio general de intercambio, es decir, que es un bien aceptado por todos a cambio de sus propios bienes por acuerdo tácito, y que solo aceptan mientras saben que a su vez pueden cambiarlo por otros bienes o mercancías. De esta definición quisiera resaltar dos aspectos que nos remiten al concepto de verosimilitud: por una parte, el que uno de los elementos constituyentes del dinero es el saber –“solo aceptan mientras saben”–; por otra, que el dinero, para serlo, requiere confianza, “acuerdo tácito”, “aceptado por todos”. En síntesis: el dinero es la encarnación material de un acto de fe compartida mediante el cual podemos comprar directamente tiempo de trabajo ajeno o el fruto –mercancía– de ese tiempo de trabajo. “Poderoso caballero es Don Dinero”, nos recuerda Don Francisco de Quevedo y Claudio Rodríguez, acaso uno de los grandes poetas españoles del siglo XX, también nos da aviso de que el dinero “es el propio sueño, es la misma vida/ Y su triunfo, su monopolio da fervor/ cambio, imaginación, quita vejez y abre/ ceños, y multiplica amigos, / y alza faldas, y es miel/ cristalizando luz, calor y tacto”.

Capital simbólico
Término acuñado con éxito por el sociólogo francés Pierre Bourdieu, quien entiende por tal la posesión o disfrute de ciertas propiedades que parecen inherentes a la persona misma del agente, como la autoridad, el prestigio, la reputación, el crédito, la fama, la notoriedad, la honorabilidad, el buen gusto, etc. Aun no siendo en última instancia más que un atributo cultural del capital económico, tiende a verse o evaluarse como algo separado o autónomo con respecto a lo material o monetario. Lo interesante al respecto es determinar hasta qué punto esa autonomía es real, cuál sería en tal caso el alcance de esa autonomía y hasta qué grado el capital simbólico es directa o indirectamente convertible en capital económico contante y sonante. Resulta también oportuno recordar que la interpretación del capital simbólico como una posesión no directamente económica permitió a los sociólogos de raíz marxista legitimar el uso de nociones como estatus, calidad de vida o fracción de clase que hasta entonces –en nombre de la lucha de clases– eran anatema y su aceptación, que personalmente comparto desde un mero punto de vista funcional o descriptivo, permite en el estudio materialista de los textos literarios afinar instrumentos válidos de la sociología literaria, no para hacer sociología de la literatura una vez más, sino para ponderar y fijar las huellas que deja lo sociológico cuando se hace literatura. Para aclararnos: el concepto de capital simbólico no solo nos posibilita considerar el conjunto de materiales sobre los que el capital cuaja como el capital pertinente de determinados personajes sino que nos faculta el plantearnos preguntas tan aparentemente absurdas para un formalista como ¿cuál es la renta del narrador? ¿Cuál es su género? o ¿quién le paga por narrar lo que narra y por no narrar lo que no narra?

Para hablar del dinero y del capital simbólico como elementos narrativos he seleccionado tres novelas, La educación sentimental de Gustave Flaubert, Lo real de Belen Gopegui y La deuda de Rafael Gumucio, tanto en función del gusto personal como por razones prácticas, por cuanto en cada una de ellas el dinero y el capital simbólico están incorporados a la narración desde ópticas distintas aunque complementarias. En las tres, además, el trabajo narrativo –sin necesidad de establecer juicios comparativos sobre su valor literario– permite contextualizar de manera suficiente y significativa el papel estructurante que en su desarrollo desempeñan el dinero y el capital simbólico. Tienen también en común las tres el hecho de que su recepción dio lugar a discrepancias y comentarios contradictorios y contrapuestos, vehementes y apasionados, lo que es señal de que su materia narrativa afecta a alguna fibra sensible de la conciencia contemporánea.

La educación sentimental
Escrita por Gustave Flaubert en 1868, catalogada como la “novela psicológica de la desilusión”, nos cuenta la vida de Frédèric Moreau, un bachiller recién graduado en quien la madre viuda y propietaria rural con rentas discretas, tiene puestas todas sus ilusiones. Cuando la novela da comienzo, Frédèric tiene 18 años, cabellos negros, es bien parecido y tiene el propósito de ir a París para estudiar derecho. Durante un viaje conoce al señor Arnoux, comerciante de arte y a su esposa, la señora Marie Arnoux, que, en su cualidad narrativa de amor imposible, va a ocupar unos de los ejes centrales de la novela. Con ella, nos dice el narrador, sentía que “el deseo de la posesión física desaparecía incluso bajo un ansia más profunda”.Analizar las relaciones entre el dinero y esa “ansia más profunda” será lo que a continuación trataré de desarrollar. La educación sentimental es una singular novela de adulterio pues es la historia de un adulterio que no se consuma físicamente. Como sabemos, el adulterio es el centro de toda una galaxia narrativa en la que brillan con luz propia novelas como Rojo y negro de Stendhal, Madame Bovary de Flaubert, Ana Kareninade Tolstoi, Effie Briest de Theodore Fonntane o El baile del Conde Orgel de Raymond Radiguet, novela esta última en la que tampoco el adulterio alcanza su materialidad corporal. En las novelas de adulterio se hace presente una misma estructura temporal que en cada una de ellas se modulará de forma distinta pero en la que siempre cabría distinguir tres escenarios: antes del acto, en el acto y después del acto y, a pesar de que en La educación sentimental, “el acto” nunca, diríamos, se hace tacto, su estructura mantiene esa tríada de tiempos aunque repartida de manera desigual: la narración de “antes del acto” ocupará casi todo el tiempo de la narración; el “no-acto” tendrá también su escena correspondiente, breve, y el después del “no-acto” será objeto de la desembocadura final de la narración. Es fácil comprender que a efectos estructurales el “no-acto”, su no cumplimiento, afecta a todo el sentido de la historia. Pues bien, ese “no-acto” está absolutamente condicionado por el dinero y su sombra, el capital simbólico, pues el movimiento en el monto de sus rentas es el que determina en primer lugar sus posibilidades de acercamiento al entorno de la amada o pretendida y al tiempo condiciona sus expectativas, fantasías y proyectos de vida. Novelas de adulterio y dinero conforman uno de los grandes capítulos de la historia de la literatura. No trato de descubrir ningún mediterráneo: es fácilmente comprensible que una de las razones por las que las novelas de adulterio ocupan esa estantería principal en la historia de la novela moderna, reside en el hecho de que el adulterio tiene como núcleo el matrimonio, esa institución social y narrativa –como bien subrayaba Javier Marías en su novela Corazón tan blanco– donde el contrato o coyunda entre lo individual y lo social alcanzan particular relieve; el matrimonio como unión de almas y cuerpos, es decir de proyectos y cuentas bancarias, de deseos y dotes, de posiciones sociales y herencias

Toda la existencia de Fréderic como la totalidad de la novela se organiza alrededor de dos polos o posiciones sociales: el representado por los Arnoux es el mundo de la amada pero también el mundo del arte y de la política, y el encarnado por los Dambreuse que configuran el imaginario de la sensualidad cumplida, del poder político y de los negocios.

Estos personajes de referencia: Arnoux y Dambreuse –con las presencias novelescas de sus respectivas esposas– funcionan como símbolos encargados de marcar y representar posiciones en el espacio social que el inconsciente ideológico de Frédèric pretende conquistar aun cuando verbalice este deseo como negación: “Los demás se esfuerzan por lograr la riqueza, la celebridad, el poder. Yo no tengo profesión, usted es mi ocupación exclusiva, toda mi fortuna, el objeto y el centro de mis pensamientos y de mi existencia”.

El protagonista quiere ser amado por la señora Arnoux, por la belleza que ha despertado en él ansias no tanto físicas como sociales: ocupar –para poder merecer el amor de su diosa– el centro del universo social que ella representa: la sociedad toda, es decir, la más alta representación de la sociedad, es decir, la alta sociedad: la alta burguesía. Frédèric es consciente de la diferencia de potencial, diríamos en términos de la física mecánica, entre su posición y la de Madame Arnoux y traza un plan para poder ser “cooptado”, admitido en su círculo, paso imprescindible para alcanzar su meta: la posesión de la señora Arnoux como forma, cree él, de satisfacer esa ansia “indefinible” que le embarga.

De manera magistral Flaubert dispone a partir de ahí el territorio por el que ha de transcurrir el argumento de la novela: el espacio social parisino en el que el terreno de los negocios, el terreno del arte y el terreno de la política se superponen. Allí donde esos territorios se solapen será donde la novela alcance su mayor intensidad. Desde el punto de vista narrativo ese espacio va a dar lugar a tres tipos de escenarios y escenas en las que el intercambio de capitales simbólicos es continuo: las recepciones, en las que la cantidad y cualidad del capital simbólico que va a ser transferido a cada participante es directamente proporcional al valor social del anfitrión (de ahí el especial lugar narrativo que desempeñan los almuerzos o cenas ya en casa de Arnoux ya en casa de Dambreuse) e inversamente proporcional al número de invitados: cuanto más restringidas sean mayor capital transfieren. Ley que explica el valor del segundo tipo de escenario que la novela atiende con especial atención y delicadeza descriptiva: las veladas, un ritual social que por su carácter más restrictivo e íntimo adquiere alto significado en el tráfico del prestigio y de la distinción. Como tercer escenario hay que hablar de las reuniones de amigos en tanto que el capital simbólico que aporta cada amigo nuevo, por una especie de ósmosis o contagio social, es trasvasado a la cuenta de ahorros en la que Frédèric guarda y gestiona su capital simbólico. También en el terreno de la amistad –y no olvidemos que la novela es en gran parte la historia de una amistad– Frédèric procura diversificar sus inversiones tanto hacia el mundo del arte como hacia el mundo de los negocios y de la política. Tres mundos en los que las fronteras mutuas más que separar, unen.

Bueno, sobre ese mapa narrativo aparece Frédèric Morceau, con su cabello negro, su apostura y su condición de huérfano y futuro heredero de rentas de la propiedad rural. Un rentista es literariamente el beneficiario de una aventura –La isla del tesoro, por ejemplo– en la que él no participó pero de la que se siente legítimo heredero. Frédèric desciende de la pequeña tradición rural; su madre “era la persona más respetada de la comarca, procedía de una antigua familia noble, ya extinguida. Su marido, un plebeyo con quien sus padres la casaron, había muerto de una estocada, durante su embarazo, dejándole una fortuna comprometida. Recibía tres veces a la semana y daba de cuando en cuando una comida formal; pero el número de bujías se hallaba calculado y esperaba con impaciencia sus rentas. Aquella estrechez, disimulada como un vicio, la hacía seria”. Uno de los problemas que ocasiona hablar en las novelas de dinero es la dificultad para los lectores de calcular las correspondencias entre el valor del dinero que en las novelas se menciona y el valor que el lector debe trasladar a las condiciones de espacio tiempo en que tiene lugar su recepción. En una novela del siglo XIX se nos dice por ejemplo, que tal personaje tiene una deuda de 2000 libras pero cómo saber cuál era realmente el valor, su capacidad de compra digamos, de esas 2000 libras en aquel momento. Esta dificultad la solventan los buenos novelistas poniendo al alcance de los lectores datos comparativos suficientes cuando ha lugar el problema. En la novela de Flaubert pronto sabremos que una cena modesta vale cinco francos, que con 2000 francos al año un estudiante vive adecuadamente aun sin caprichos en París, y el narrador, por su parte, nos hace saber que la fortuna de la viuda es una fortuna “comprometida”, es decir, discreta. El narrador, la madre de Frédèric y nosotros lo sabemos pero Frédèric no: se ha criado en una casa espaciosa, su madre es destinataria de una clara distinción local y él con 2.000 francos anuales puede estudiar en París.

Precisamente por no saber que su base económica es “comprometida” Frédèric posee la ciega confianza y la necesaria osadía que se requieren para “conquistar” ese mundo que Madame Arnoux simboliza. Son las rentas “que no tiene pero cree tener” –el capital ficción– las que le otorgan el porte y el comportamiento adecuados, “la presencia” convenida. Recordemos por ejemplo, la escena en que recibe su primera invitación importante en el momento en que se prepara para recibir a su amigo del alma Deslauriers:

Se estaba vistiendo para ir a buscar a Deslauriers cuando sonó la campanilla de su puerta y entró Arnoux:
-Una palabra solamente. Ayer me enviaron de Ginebra una hermosa trucha; contamos con usted luego, a las siete en punto; calle Choiseul, veinticuatro, bis, no se olvide usted.
Frédèric tuvo que sentarse: sus rodillas se doblaban, y se repetía.
-¡Por fin, por fin!
Después escribió a su sastre, su sombrerero y su zapatero, haciendo que llevasen las tres cartas tres mensajeros diferentes.

Merece la pena detenerse en esta escena que es su primer éxito social: ese doblarse de las rodillas que es toda una genuflexión servil ante el poder social que Arnoux representa; esa prisa en remediar su apariencia, sus ropajes y ese sonrojo social que va a sentir cuando la llegada de su amigo le convierte en indeseado testigo de su emoción de trepador. Frédèric por supuesto no duda en abandonarlo en esa primera noche de reencuentro para ir, apresurado y con su estrenada vestimenta, a casa de Arnoux, el personaje que como hemos comentado representa uno de los paraísos sociales a conquistar. Especie de marchante o galerista de arte avant la lettre, Arnoux reúne en su consideración social los rasgos del artista revolucionario y la condición admirada de quien se mantiene en contacto con el mundo del dinero y los negocios. Propietario del periódico L’ Art Industrial que extiende o retira prestigios, capital artístico, famas y reputaciones. Bien asentado en la sociedad tradicional del arte, coquetea sin embargo con la bohemia, establece “Las reglas del juego” que Bourdieu detectó con precisión en su análisis de la novela, es a la vez el representante de la iniciativa comercial e industrial de la burguesía. En su casa la etiqueta social es distendida, las conversaciones son libres, se mezcla el hablar de teorías estéticas y de política mientras se comen platos exóticos y beben vinos extraordinarios. En su círculo se aparenta menospreciar aquello que puede comprar el dinero. Y Frédèric será testigo deslumbrado y agradecido de cómo en el hogar del gran comerciante “artístico” se exalta el libro de beneficios simbólicos y, más allá del éxito comercial, se ensalza la gloria estética: “La compañía, los platos, todo le agradaba. La sala, como un locutorio de la Edad Media, estaba tapizada de pieles curtidas; un estante holandés presentaba un verdadero armero de pipas, y alrededor de la mesa, los cristales de Bohemia, de varios colores, parecían en medio de las flores y de las frutas como la iluminación de un jardín”.

Frédèric tiene la sensación de haber conocido, al fin, el paraíso. Cuando se despide y Madame Arnoux le da la mano “experimentó como una penetración en todos los átomos de su piel”, mientras vuelve a su casa se sentirá “presa de esos estremecimientos del alma en que está uno transportado a un mundo superior” y, ya en su cuarto, “se vio en el espejo y se encontró hermoso, permaneciendo un minuto ahí, mirándose”.

Durante esa cena alcanzó el éxtasis social pero es consciente de que no por eso tiene asegurado un lugar en el sol. Sabe que no tiene capital simbólico suficiente, que en el intercambio y mercadeo de capitales simbólicos apenas tiene algo que ofrecer. Hasta entonces ha simulado ser un importante heredero de propiedades rurales más importantes de lo que cree son en realidad y es consciente de que su aceptación carece de bases sólidas. Para incrementar su capital simbólico dentro de ese círculo en el que el arte goza de alta cotización decide hacerse artista: pintor, mientras que se ve obligado a incrementar sus gastos para poder hacer compras en la galería de arte de Arnoux. La novela se adentra en ese período de latencia que siempre tiene lugar en las novelas de adulterio y durante el cual el pretendiente tantea y especula sobre el movimiento sentimental en el interior de la deseada. Escudriña gestos, pondera miradas, insinúa complicidades, roza por azar la piel de la asediada y lanza frases con doble sentido como quien pone cebos de miel en el anzuelo. Un vivo sin vivir en sí: a veces cree que es correspondido, otras todo lo contrario. Corteja y acecha. Mas el cortejo tiene sus estipendios y gastos, emocionales por supuesto –“una angustia permanente le ahogaba”– pero también económicos: “era el santo de la señora Arnoux, debía llevarle un regalo…aquello costaba ciento setenta y cinco francos y no tenía un céntimo pues estaba viviendo a crédito sobre la usura de su próximo trimestre”. Frédèric está enamorado a base de crédito. Sueña a crédito. Frédèric imagina que con sus rentas puede vivir con y “en” el sentimiento de ser feliz. Cree que está enamorado y quiere creer que ella también puede llegar a amarle, sueña con vivir feliz a su lado rodeado de jardines, paz y deliquio. Mientras, sueña e imagina el tacto y el éxtasis, inexorable, la usura sigue acumulando intereses. Llega el verano, todos se van de vacaciones y Frédèric vuelve a casa de esa madre respetada, a la que ha ido acudiendo para solucionar “desajustes de caja”, y que se va a ver obligada a contarle su verdad financiera: “Por fin le expuso la situación, porque no eran tan ricos como se creía; la tierra producía poco; los renteros pagaban mal, y hasta se había visto obligada a vender su coche”. Había tenido que vender tierras para hacer frente a préstamos y por la quiebra de un banquero había desaparecido gran parte de su capital. “En resumen: les quedaban aproximadamente diez mil francos de renta, de los cuales eran de él dos mil trescientos, todo su patrimonio.

–Eso no es posible –exclamó Frédèric.

Con un movimiento de cabeza su madre le contestó que aquello era muy posible.
Pero su tío le dejaría algo.
Nada menos seguro.”

Cuando su madre le propone trabajar como pasante, siente que está en el borde del abismo, se asoma a él y ve el infierno, la peor pesadilla que puede imaginarse un rentista: el trabajo, el te ganarás el pan con el sudor de tu frente.

“¡Arruinado, despojado, perdido!

Se quedó en el banco como aturdido por una conmoción, maldiciendo la suerte y deseando pegar a alguien. ¿Y cómo volver a ver ahora a Madame Arnoux? Eso era ya completamente imposible no teniendo más que tres mil francos de renta”.

Es fácilmente comprensible que una de las razones por las que las novelas de adulterio ocupan una estantería principal en la historia de la novela moderna, reside en el hecho de que el adulterio tiene como núcleo el matrimonio, esa institución social y narrativa –como bien subrayaba Javier Marías en su novela Corazón tan blanco– donde el contrato o coyunda entre lo individual y lo social alcanzan particular relieve; el matrimonio como unión de almas y cuerpos, es decir de proyectos y cuentas bancarias, de deseos y dotes, de posiciones sociales y herencias.

La nueva situación económica altera las “estructuras del sentir”. Lo que cuando se pensaba rico eran deseos, ahora se convierten en nostalgias, las ambiciones se transforman en gozos más vulgares: “las delicadezas del hogar le corrompían: gozaba con tener una cama más blanda, toallas suaves” y hasta su amor por Madame Arnoux adquiere en la distancia (económica) tonos de tranquilo y resignado afecto. En otras palabras: con el paso del tiempo Frédèric va acomodando su realidad, su carácter, sus proyectos y sus fantasías a su nivel de renta y al mediocre capital simbólico del que ahora –sin relaciones, sin recepciones, sin cenas, sin amigos– dispone.

Es la renta económica la que modela las estructuras del sentir, la que sostiene o desequilibra la acumulación de capital simbólico, la que determina las fronteras entre las expectativas posibles y las patéticas ilusiones de quien sueña despierto. Cuando Frédèric se enamora de Madame Arnoux es una renta la que se siente atraída por otra renta y cumplen con esa ley de gravitación universal según la cual los cuerpos humanos se sienten atraídos por el volumen de sus respectivos capitales simbólicos y sus desplazamientos dependen del monto económico de su patrimonio que en última instancia fija órbitas, estelas, trayectos, vuelos y precipitaciones.

La historia de Frédèric Morceau que se nos prosigue contando a partir de esa escena en que el conocimiento de sus rentas reales le hace poner los pies sobre la dura realidad es la confirmación de que la esfera del dinero modela, en mayor o menor grado y en función de variables muy diversas, el espacio de lo simbólico y de sus metáforas: el amor, la muerte, la gloria, la fama, el destino en definitiva. Frédèric, inesperadamente, heredará de su tío una cantidad muy apreciable que le va a proporcionar unas rentas de 27.000 libras al año y, desde esa nueva posición, renovará su horizonte de expectativas, los alcances de su imaginación y la composición, calibre e intensidad de sus sentimientos. La novela seguirá contándonos cómo las fluctuaciones de su patrimonio modifican su identidad sentimental y moral y nosotros, lectores y lectoras, podremos asistir al despliegue en clave narrativa de una posible ley del comportamiento que Flaubert parece argumentar: a más fortuna más materialismo en las expectativas o lo que es lo mismo: a más pobreza más necesidad de idealismo.

Lo real
Lo real es la historia de Edmundo Gómez Risco contada por quien fue su compañera de trabajo en la televisión durante algunos años: “Me llaman Irene Arce. No me gustan los mitos ni creo tampoco que puedan nacer héroes en unos años como los nuestros y aunque voy a contar la historia de Edmundo Gómez Risco, le considero un semejante. Incrédulo, como somos a veces. Un hombre no libre, como casi nadie se juzga a sí mismo. Un vengador, me dije a los pocos días de conocerle, uno que vengará nuestras ofensas”. Irene Arce confiesa tener cincuenta y seis años, haber sido –“hace años que pasó mi momento de gloria”– una reputada realizadora de televisión, desplazada de los centros de poder en su trabajo tanto por su condición de mujer en un mundo de valores masculinos como por sus reticencias profesionales ante la creciente banalización del medio.

En enero de 2003 Sebastián Edwards valoraba positivamente en el diario La Tercera esta novela “larga, grande y ambiciosa sobre los primeros años de retorno de la democracia en España, narrada desde la perspectiva de un joven publicista. Y en la que el tema central es el poder y el papel que juegan políticos, empresarios e intelectuales en perseguirlo”. Pero si he elegido esta novela no es tanto porque hable del poder o de la democracia en España, sino porque atiende de manera concluyente a ese elemento sobre el que tanto el poder como las democracias parlamentarias se asientan, ocultando su verdadera estatura moral: los dineros. El dinero como escalera necesaria para alcanzar un objetivo ya sea social o político o cultural. La historia de un muy heterodoxo ascenso social que por su singularidad fricciona con ese subgénero literario que tiene sus hitos en el Rubemprè de Las ilusiones perdidas de Balzac, en el Bel-Ami de Maupassant o, es obvio, en el Julián Sorel de Stendhal. Novela insólita por cuanto Edmundo Gómez Risco, su protagonista, no puede ser considerado un mero representante de la figura arquetípica del arribista pues ni sus metas ni motivaciones son coincidentes ni su protagonismo finaliza en el mero ámbito de lo individual. De ahí que Irene Arce vea en su historia “un acontecimiento”, es decir, un hecho con alcance y significación que va más allá de lo individual o personal del que, como narradora y personaje activo y sobresaliente de la trama, se siente obligada a dar testimonio.

Pero no será solamente la narración de Irene Arce lo que la novela nos ofrezca como texto por cuanto esa actividad lectora, por voluntad autorial, nos veremos obligados a compartirla con “un coro de asalariados y asalariadas de renta media reticentes” que irrumpe con asiduidad en el relato para pronunciarse sobre todo aquello que la narración muestra o enuncia: “En mañanas como ésta el enojo crepita en nuestros cuerpos. No somos de los convencidos, de las convencidas. No nos desborda el agradecimiento, Un trabajo mediocre al servicio de jefes mediocres”. No es el momento de detenerse en los efectos narrativos a que da lugar la aparición de este coro ni de ponderar sus aportaciones para un análisis de poéticas del realismo contemporáneo, pero sí parece conveniente subrayar que su presencia con-mueve nuestra tradicional posición de lectores silenciosos para aproximarnos a actitudes más cercanas a la lectura compartida o en común.

Hijo de un padre implicado en una historia de corrupción durante el franquismo, condenado a prisión al no tener, como sí tuvieron otros, las influencias necesarias para librarse de la cárcel, Edmundo ha tenido que aprender pronto que el yo es un pronombre de dudosa importancia y que el carácter o el fondo de la persona cuentan menos que su posición social y económica. Comprueba en carne propia cómo las amistades de la familia se desvanecen, cómo los compañeros de colegio se distancian, cómo la misma débil posición social del padre que le convirtió en chivo expiatorio de las maniobras de sus jefes amenaza ahora con convertirse en una herencia no deseada e inevitable que condicione de manera indeleble su vida. Contra ese destino tendrá lugar su novela, su rebelión, huyendo al mismo tiempo de la compasión ajena y de la autocompasión. Edmundo se da cuenta de que la condena del padre supone la ruptura de lo que bien pudiera haber sido una vida predecible de hijo de la mediana burguesía, pero lejos de caer en el desánimo o el consuelo va a encontrar en esa ruptura –en esa pérdida de patrimonio monetario y social–, la fuerza y lucidez necesarias para esquivar el papel de víctima que pretenden adjudicarle. Vemos así que cuando Fernando Maldonado, un compañero de colegio, hijo de uno de los altos mandatarios implicados en el escándalo en el que su padre se vio enredado y personaje que a lo largo de la novela actuará como contrafigura de Edmundo, después de invitarle a merendar en su casa le promete dejarle ir a alguna de las fiestas de sus hermanas, Edmundo siente toda la humillación con que la generosidad del fuerte golpea al débil: “había comprendido que para defenderse de la compasión, de esa manifestación temible del poder que era la compasión, el orgullo no bastaba”. Contra ese destino de compasión que parece ineludible, Edmundo opondrá toda su inteligencia, toda la fuerza egoísta de su deseo y toda la imaginación necesaria para romper con lo inevitable. “Se contuvo; como el agua de una presa que, abiertas las compuertas, pudiera elegir no caer… Desde que terminó el juicio y supo que su padre iba a ir a la cárcel, Edmundo se estaba ejercitando en el arte de ver la semana siguiente”.

La inteligencia le servirá a Edmundo para comprender que el desigual juego entre víctimas y verdugos que se ha llevado por delante a su padre, no tiene lugar en un terreno moral, por lo que es inútil y estéril hablar de traiciones, maldad o debilidades de carácter. Edmundo comprueba que el juego de las relaciones personales tiene su fundamento en las posiciones que se ocupan en el escenario social, con sus jerarquías y patrimonios correspondientes, y entiende que es la suma de capital económico más capital simbólico –estatus, educación, relaciones– el factor que determina las posibilidades del juego social. La sensación de ofensa existencial que la condena del padre supone, la resignación muda de su madre (“Hijo, ni a ti ni a mí nos van a ver llorar”), o el miedo a ser humillado (“conocían su secreto y él no era nadie, no tenía nada con que combatirles, aspiraba a pasar inadvertido y a que ni un solo día pudieran ellos tomarse la molestia de humillarle en público”) actúan sobre Edmundo como acicate y alimento para el deseo de que su vida no dependa de ninguna voluntad ajena, mientras que su imaginación va a permitirle ir acumulando un excéntrico y original equipaje de conocimientos e informaciones: “Dedicaba horas a hojear los grandes tomos de periódicos encuadernados, y además de distraerse con noticias raras, con artículos, Edmundo tomaba nota de los cargos que habían ocupado los padres de sus amigos, apuntaba las bodas de sus hermanas y cualquier suceso que guardara alguna relación con los nombres de su fichero… Y empezó a darse cuenta de que no necesitaba descubrir un delito terrible; a menudo bastaba con estar al tanto de una relación familiar o personal para tener un as en la manga”. Inteligencia, egoísmo e imaginación. Con esos tres elementos Edmundo planifica su vida. Y en ese sentido bien podría hablarse de Lo real como de la novela de la imaginación no-domesticada, de la inteligencia como arma defensiva, y del ateísmo moral como táctica de la insubordinación. Para lograr sus metas, Edmundo, como Frèdéric Moreau en su momento, necesita acumular unos bienes que no posee y con esa tríada de herramientas empieza a construirse una trayectoria profesional apoyándose en sus habilidades y perseverancias: “pasaba mucho tiempo acumulando poder, en el descaro de su ambición”, “había resuelto no mantener ninguna afinidad ideológica con nadie, del mismo modo que no iba a creer nunca que pisaba suelo firme y se iba a fabricar su propio suelo”, y en la búsqueda de las alianzas necesarias para llevar a buen fin sus objetivos: “preguntándose si en aquel tipo podría encontrar un aliado para su plan de no pertenecer, de no formar parte y no hacerlo precisamente estando dentro”. Estudia periodismo en la Universidad del Opus Dei e instrumentaliza para sus metas la hipocresía humanista que la institución defiende: el disimulo, la astucia, el contrabando ideológico. Su prudencia y algún desengaño temprano en el mundo de las noticias, le hacen descubrir las ventajas de permanecer en la sombra y al terminar los estudios busca un trabajo en el gabinete de prensa de unos laboratorios farmacéuticos donde contrasta con éxito sus cualidades para las relaciones públicas, empieza a desarrollar su doble estrategia de simulación y disimulación e inicia sus tareas de acumulación de informaciones más o menos comprometidas mientras pone en práctica algunas maniobras especulativas.

Edmundo se programa a sí mismo como un conspirador con un objetivo claro: no ser criado de ningún amo ni amo de nadie, como alguien que quiere “existir fuera del campo de la debilidad. Para no necesitar nunca ni fortaleza ni templanza ni resignación…. A él no le engañarían, a él no le explotarían, él no pagaría por nadie”. Se quiere construir como un héroe al servicio de su propia meta y, como ese héroe que en parte es, se nos muestra como el cínico o hipócrita profesional que sonríe cuando debe sonreír, halaga cuando debe halagar, no mira cuando no debe mirar, actúa cuando la situación lo requiere, y se queda en un segundo plano cuando es conveniente. Edmundo quiere verse a sí mismo como el sujeto de una conspiración contra las ofensas del mundo y de la vida, vivir con la entereza y decisión que ese proyecte exige. Pero los héroes comen, tienen piel, ojos, apetencias, fantasías diurnas, y no están libres ni del cansancio ni de la nostalgia ni del deseo de imaginarse felices e inocentes. Ocurre, viene a recordarnos la novela, que difícilmente la tensión heroica da para llenar las veinticuatro horas de la vida, que hay fatigas y encuentros y el héroe puede enamorarse aunque “a Edmundo le daba miedo pensar que el amor podía salvarle, pero salvarle por dentro, como salva el capellán al recluso que va a ser ejecutado, lo salva por dentro y no le facilita la fuga, y no le libra de la ejecución”.

Se enamora y del horizonte de la conspiración pasa a instalarse en el proyecto del ser razonablemente feliz, de quien no quiere ser desgraciado y pretende tan solo ser molestado lo menos posible procurando no interferir ni ser interferido por los destinos ajenos. Ese deseo, en su traducción económica se llama autonomía económica relativa, es decir, vivir con un dinero que incorpore las menores plusvalías posibles y que al tocarlo no te recuerde que estás tocando también el sudor de una frente ajena: “Cristina hablaba a veces de dinero pero como si se tratase de un factor estético, como si la escasez garantizara una vida menos hortera que la vida de quienes gozaban de cierto desahogo económico”. Edmundo se deja llevar hacia este proyecto “estético” de pareja feliz, se despide de su trabajo en el laboratorio y se instala junto con su nueva compañera en una pequeña villa en la costa, lejos del mundanal ruido y de la presión estresante del “llegar a ser alguien, sin tener que vivir con esa necesidad.” Afortunadamente para nosotros y para la novela, lo novelesco viene en su ayuda y lo rescata de ese proyecto de felicidad: Cristina, la amada con la que vive mientras los dos preparan oposiciones lo acabará abandonando de forma inesperada para irse con un prometedor diputado del PSOE.
“–Me da igual la poesía, Edmundo. Voy a marcharme
–¿Adonde?
–Voy a marcharme de ti. He conocido a alguien.
Y el silencio se derramó por la mesa y cada segundo era una gota que se escurría y chocaba contra el suelo.
–¿No vas a decir nada?
–Gracias –dijo por fin Edmundo–. Gracias no por los meses vividos sino por lo que empieza para mí a partir de ahora”.

El protagonista abandona a partir de ese momento cualquier proyecto de felicidad y retoma su plan de conspiración. Hace balance de sus recursos: le quedan 180.000 pesetas, es decir, lo suficiente para sobrevivir muy modestamente tres o cuatro meses: se corta el pelo, se compra unos pantalones vaqueros, se apunta a un curso de mecanografía y se ofrece a mecanografiar los encargos que le lleguen. Su capital económico es casi cero, su capital simbólico está bajo cero, ahora sí: Edmundo se prepara para el asalto a los cielos.

Al contrario de Edmundo Dantés de El Conde de Montecristo, Edmundo Gómez no tiene providencia narrativa que venga en su ayuda, así que debe inventarla: mientras sobrevive económicamente mecanografiando a destajo textos de encargo, se construye toda una formación imaginaria, un capital simbólico ficticio pero verosímil, impostando una mentira en la que nadie pueda penetrar. Permaneciendo en el anonimato más absoluto planifica al detalle una imaginaria estancia de un año en una universidad norteamericana donde lleva a cabo un prestigioso Master en Comunicación de su propia invención con sus correspondientes planes de estudio, asignaturas, profesorado, compañeros, prácticas. Todo un currículo: “Aprendería por su cuenta a crear programas televisivos y a presupuestarlos, estudiaría a los teóricos más progresistas y a los más conservadores, estaría al tanto de la evolución de la tecnología pero sin descuidar por ello la supuesta formación humanista que según le contaran había irrumpido en las escuelas de negocio”. Edmundo carece de dinero y por tanto no puede comprar equipaje simbólico pero no se resigna y en su imaginación encuentra el camino: vivir en la impostura, es decir, en el lenguaje. El lenguaje tiene dueño nos dijo Lewis Carroll y repitió Vladimir Ulianov Lenín pero Edmundo, que comprende el valor del simulacro, sabe que la propiedad del lenguaje siempre es relativa y que en su posesión o usufructo la voluntad y el esfuerzo tienen posibilidad de intervenir. La posesión del lenguaje adecuado es al fin y al cabo un medio imprescindible para todo el que aspire al desclasamiento. El lenguaje es el arma del bastardo, del bufón, del subalterno pero también es el arma del infiltrado, del espía, del saboteador y del escritor y fabricante de historias: “Un currículo es una historia. Alguien compone una narración que debe interesar, eso vio Edmundo”.

Lo real deja ver que el dinero, aún no apareciendo en un primer plano –nadie parece tocarlo ni mancharse las manos con su tacto– está detrás de cada postura o de cada impostura, de cada proyecto de vida, de cada renuncia o de cada aceptación y es el que marca las reglas, el que paga a los músicos y por tanto, el que controla la danza y el baile. Edmundo se convierte en un impostor, se inventa todo un capital simbólico que aprovechará para entrar a trabajar en un estudio de encuestas y de ahí pasar a desempeñar puestos de responsabilidad en el mundo de la televisión pública. En ese desempeño lo conocerá su narradora Irene Arce. La novela nos irá mostrando una doble andadura pues mientras su carrera profesional parece encaminada hacia el éxito, es decir, hacia la entrada en ese mundo del privilegio social del que su padre fue violentamente expulsado, Edmundo, que quiere mucho más: no quiere amos ni que su destino dependa de favores ajenos, construye con paciencia, organización y clandestinidad el espacio vital y material desde el que desarrollar un segundo trabajo como asesor secreto con el que conseguirá no solo “dinero clandestino”, sino relaciones e información privilegiada. Querer el dinero para no depender de él es el argumento cínico que suele utilizar la avaricia para justificarse, pero en el caso de Edmundo la frase se vuelve real: con ese otro trabajo secreto busca ganar el dinero suficiente para no depender del dinero que gana con su empleo oficial en la televisión. Utiliza el dinero, que logra con trabajos de asesoría que a veces rozan o se saltan la legalidad, contra el dinero. Utiliza la información privilegiada que busca, maneja o vende a través de esa empresa secreta a la que ha ido sumando otros personajes “ofendidos por la vida” –entre ellos Irene Arce–, para sumar poder, capital, capacidad de influencia, prestigio: “Pero al final el prestigio viene de una caja B…el caso es acumular capital para contrarrestar la fuerza de los que pagan”. Un poder que utilizan para su propio bien o para reequilibrar abusos y excesos de los privilegiados pero que en ocasiones concretas toman un perfil en el que los intereses colectivos se hacen presentes. El dinero y sus atributos simbólicos al servicio de los que padecen los efectos y consecuencias sociales del sistema que permite precisamente la acumulación y existencia de ese dinero y de ese capital. El proyecto de emancipación personal de Edmundo: ni ser criado ni ser amo parece descansar en la posibilidad de que exista un dinero limpio, que no contenga ningún sudor ajeno. Esa es la singularidad económica de la vida de Edmundo y el crédito de partida con que se rige la lógica narrativa de Lo real.

Edmundo quiere vivir fuera de la lógica de la explotación, se resiste a fundar su propia productora de televisión, a aceptar los sobornos y prebendas pero acabará comprobando que no hay terceras vías ni hay ninguna tierra de nadie donde habitar. La economía tiene sus leyes y la vida las suyas: la muerte de Almudena (su compañera, esposa y aliada) le golpea de forma inesperada. “Y se diría que nos dimos de baja pero no se planean las muertes”. Los hechos hacen evidente que su deseo es un deseo imposible porque la lógica social del sistema lo impide: o amo o criado, no hay otra elección posible y lógicamente se buscará un lugar a la sombra de la propiedad privada de los medios de producción donde ver crecer a su pequeña hija. Gracias a sus actividades de asesoría clandestina, Edmundo y el pequeño grupo de aliados que se ha ido configurando a su alrededor, han reunido información sensible sobre especulaciones que se mueven alrededor de la compra de los derechos televisivos del fútbol en un momento en que las nuevas cadenas privadas se están lanzando a la gran arena de los negocios mediáticos. Sirviéndose del chantaje negocia el silencio sobre esta operación con la empresa interesada y en la que su viejo amigo Maldonado ocupa un puesto directivo. Tampoco esta vez el dinero hará acto de presencia directa: Edmundo pide tierras pues su proyecto es dedicarse al cultivo de naranjos: “El plan era que Edmundo se presentase ante Fernando Maldonado con un mensaje envenenado y con el antídoto para el veneno: le diría que conocía las intenciones de la FORTA de renegociar el contrato. Si filtraba la información a otros medios podía hacerles mucho daño, y no se conformaba con sacar algo de dinero, quería veinticinco hectáreas, quería un seguro de vida”.

Al lector o lectora, sobre todo si han sido envenenados por el idealismo impaciente, pueden entrarles dudas sobre si ese final es o no es una derrota, si puede o no entenderse como una retirada estratégica o si simplemente en la novela se acepta la posibilidad de que el corredor de fondo descanse y pase a ser el testigo de su esfuerzo, de su lucha y de su astucia. En esa clave parece entender la narradora el movimiento final de Edmundo: “no se dio de baja sino que hay un límite de cada uno y ese límite es distinto de la resignación. No nos dimos de baja, acaso, como prende la llama y se propaga el fuego, prendió la cólera de Edmundo”. Que sea Irene Arce, quien desde su condición de mujer vive con doble conciencia la imposición, toma la decisión de contar la historia de este “ateo del bien” y la historia de quienes, como ella misma participaron en la realización de su proyecto clandestino y secreto a fin de poder vivir libres de desear la aprobación de aquellos a quienes no se estima ni se respeta, otorga a todo el relato un sesgo narrativo poco usual en las llamadas narrativas del encubrimiento y revelación. Irene Arce cuenta la historia de Edmundo acaso por las mismas razones que en un momento determinado decidió robar dinero a sus compañeros de trabajo: “Robé para dejar de creer en la bondad”. Irene Arce entiende que “a veces las historias no suceden en vano” y que la de Edmundo, como la de Lucifer, como la de Prometeo, más allá o más acá de su final, es una historia que debe ser escrita, narrada, compartida porque es una historia que debe “acontecer”.

La educación sentimental seguirá contándonos cómo las fluctuaciones del patrimonio modifican la identidad sentimental y moral y nosotros, lectores y lectoras, podremos asistir al despliegue en clave narrativa de una posible ley del comportamiento que Flaubert parece argumentar: a más fortuna más materialismo en las expectativas o lo que es lo mismo: a más pobreza más necesidad de idealismo.

En la escena final de la novela Edmundo se reencuentra y charla con Enrique del Olmo, viejo conocido de sus tiempos de estudiantes, a quien en su momento ayudó a entrar como documentalista en televisión, que es un activo sindicalista, miembro activo del Comité de Empresa y que sin renunciar a la lucha parece atravesar momentos de desánimo.

“Yo ahora soy un cínico –dijo Edmundo–. Pero hubo un tiempo en que no lo fui… El cínico no distingue entre el mal y el bien, pero deja que el mal juegue a su favor, luego sí que distingue.
– ¿Qué eras cuando no eras un cínico?
–Era un hombre no libre –dijo Edmundo–, alguien que sabía que nuestras contradicciones no son nuestras. Ahora todavía lo sé, pero me comporto como si lo hubiera olvidado
– ¿Por qué?
–No se puede vivir siempre en guerra.”

No es evidentemente un final heroico y quizá por eso está libre de ser un final falso o un falso consuelo. La novela está escrita con y desde la materialidad de ese dinero que apenas emerge pero fluye subterráneamente por debajo de empresas, universidades, laboratorios, medios de comunicación, cajas A y cajas B y desde esa doble contabilidad plantea la posibilidad de un héroe “no libre” que a falta de otros recursos va a hacer de la conciencia de esa no libertad su capital más preciado: “Vendería su falta de aprensión y de temor a que ciertas acciones que pudiera realizar no fueran morales, o justas, buenas o lícitas”. La historia de un héroe en unos tiempos de obediencia y mezquindad. Un héroe consciente de la imposibilidad de que hoy existan héroes, que no quiere jugar el papel de francotirador ni de suicida ni de mártir, y que simplemente trata de librarnos de la ilusión de que es posible protegerse de las agresiones que recibimos sin invertir las reglas o quebrarlas. Una novela que no da crédito al dinero pues conoce, narrativamente, que el dinero es violencia y no fe, crece sobre la desconfianza y siembra daño y corrupción.

La deuda
El protagonista de La deuda es Fernando Girón, propietario y director de una productora que en el Chile de la postdictadura parece atravesar un momento de feliz bonanza económica, hasta que el contador de la empresa, Juan Carlos Riquelme, informa a su amigo y empleador, Fernando Girón, que siente mucho tener que comunicarle que la empresa está en situación de quiebra.

“– ¿Qué no se va a poder? ¿Por qué dices eso? ¿Qué paso?
–Básicamente, no se va a poder hacer nada de lo que esta presupuestado– responde el contador con la vista fija en la mesa lacada negra–. Básicamente, debemos ochenta millones de pesos. Las declaraciones de impuestos…, un hoyo en el balance, un error en el banco… Fui yo. Tuve que desviar fondos para cubrir unos hoyos de otros clientes…, otras cuentas, de otras cosas, por problemas de otra gente… Tuve que afrontar gastos extraordinarios estos últimos cinco años, no antes. Solo estos cinco años, nomás. Mi hijo, básicamente, una deuda de mi hermano, la salsoteca se le quemó, pero no me justifico, no… Yo vengo a dar la cara. Eso quería, quería dar la cara…

Es la voz de la muerte misma, piensa Fernando, que se siente secuestrado más que arruinado, chantajeado más que robado.

Fernando Girón, acurrucado en su auto, revisa su vida entera en ocho segundos y medio. ¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí, justo a mí? Yo no soy rico, huevón. Mi casa, mi auto, un solo auto, no tengo nada más, no quiero tener nada más en la vida. Hay tanto estafador en Chile, Juan Carlos, tantos millonarios frescos de raja que se merecen que los estafen… Yo soy de clase media, huevón, yo soy de Macul nomás. Yo no le he robado nada a nadie…”

El dinero, en su versión del dinero que no hay, es decir, en estado de ausencia, pone en marcha la historia de Fernando Girón, de mediana edad, en medio del camino de su vida, de origen social humilde, al que “una extraña conjunción genética le había regalado un pelo castaño claro y unos ojos verdes. Siempre pareció un niño de barrio alto. Tuvo esa suerte. Lo becaron, acogieron, alojaron, le permitieron estudiar en la Universidad Católica y casarse con una niña del Villa María Academy”. Alguien que tiende a verse como alguien que se ha hecho a sí mismo, que está donde está por sus méritos, que “no debe” nada a nadie, que no mató a nadie, que no hizo trampas, que no le quitó a nadie su lugar, que lo expulsaron de la Universidad por progre, que se casó casi a escondidas con una mujer perteneciente a la alta burguesía, que justo cuando estaba sin un peso un primo de su mujer le presentó a un cineasta que lo contrató para trabajar en publicidad y luego pasó a hacer documentales y al finalizar la dictadura hace trabajos para las instituciones y para todo tipo de canales de televisión y no le gustan, dice, los chanchullos políticos y luego contacta con productoras extranjeras. Y justo ahora tenía proyectos para rodar una película con productores españoles.

Fernando se nos ofrece como la imagen ejemplar de alguien que está en la posición social y personal a la que siempre aspiró y que de pronto tropieza con la catástrofe, con la estafa que rompe esa “feliz concatenación de hechos azarosos” que hasta ese momento había sido su vida, poniendo fin a esa suerte discreta y humilde de la que se sentía tan satisfecho.

Lo sorprendente es que más allá de la rabia, lo que de verdad le inquieta es un extraño pero poderoso sentimiento de culpa aparentemente incomprensible e ilógico, que nos obliga a entrar a los lectores en el espacio narrativo que la novela nos pone delante a modo de promesa interrogativa: ¿de qué se siente culpable: si es cierto que ha llegado a donde ha llegado sin trampa ni cartón? Cumple así el relato con la primera ley de la narratología: hacer callar al lector y obligarle a entrar en el espacio que las palabras ajenas le prometen. Y lo hace con recursos de buena ley: no con la trampa fácil del qué va a suceder, el fácil suspense, sino con la intriga respetuosa del qué está pasando.

De Fernando Girón se nos dice que siempre ha sido un inconformista, que se ha arriesgado en la vida, que ha hecho lo que hay que hacer, sin miedos ni reparos paralizantes y por eso condena la “maldita avaricia austera de los viejos democratacristianos, como su padre, y de los viejos comunistas, como los padres de muchos de sus amigos, que querían vivir sin deudas, que detestaban las empresas, la bolsa, la especulación, que rechazaban el riesgo tal como rechazaban la vida misma, la vida, esa especulación, esa estafa permanente”. Arruinado, se siente o quiere sentirse una especie de héroe trágico, víctima del destino que la vida reserva a los grandes como Orson Wells, Raúl Ruiz o Martin Scorsese: “Le gusta… ese sentimiento de conspiración y heroísmo que lo embarga”. Ante la ruina, ante la desaparición del dinero, Fernando Girón se rebela y se defiende –de lo inevitable y de sus propias dudas– haciendo recuento de ese otro capital, el famoso capital simbólico, es decir: sus logros, sus capacidades, su currículum, su orgullo, su posición, todo aquello que –quiere o necesita pensar– nadie ni nada le pueden arrebatar. Los efectos directos y los efectos colaterales del desfalco –del dinero in ausencia– pronto le harán ver que todo ese capital se desvanece en el aire cuando el capital real monetario deja de sustentarlo. Al desaparecer el dinero, ese bien que permite recomponer la realidad, resituarla, decorarla, acomodarla, el crédito desaparece y lo real hace acto de presencia, saca las máscaras, deja en pelotas y pone al aire las vergüenzas. Y de pronto ya no es el dinero de lo que Fernando se siente despojado sino de su biografía económica: “Tiene todos mis papeles este gallo, todas mis cuentas. Sabe todas mis cosas ese conchesumadre”.

La narrativa moderna, al menos desde Flaubert, ha venido proponiendo dos vías de conocimiento o de relaciones con la realidad: como narrativa del encubrimiento y como narrativa de la revelación. Entiendo que La educación sentimental es uno de los hitos de esa narrativa del encubrimiento: bajo el ropaje de lo personal se oculta realidades históricas que configuran las subjetividades colectivas e individuales, que Lo real es una buena muestra de la literatura de la revelación: el yo es una trampa, el destino personal es un fraude, la felicidad es un consuelo, el lenguaje es una navaja de doble filo, y que en La deuda esas dos vías se funden con especial y compleja eficiencia. No sostengo que lo complejo sea superior a lo complicado pero sí me parece necesario convenir en que la complejidad narrativa nos obliga a elevar el nivel de atención que toda lectura requiere y esa obligación desde mi punto de vista sirve para calificar el acierto de una obra literaria.

La sabiduría narrativa con que la novela construye su propio ritmo de encubrimiento y revelación nos mantendrá como lectores presos de los datos o pruebas que tratan de mostrar la intensidad y la tipología moral de esa culpabilidad que Fernando parece sentir. La narración parece rastrear las huellas que el desfalco origina en la conciencia dolorida a fin de averiguar –tarea en la que Fernanda, su mujer, nos acompaña– si es una culpabilidad abstracta, o edípica, individual o colectiva, de superviviente de terremoto o del típico desclasado o bien es un estado de confusión que nace de la suma revuelta de cada una de ellas. Fernando parece por momentos haber encontrado en la confusión un buen lugar donde evitar responsabilidades: la tragedia como refugio. Durante toda la primera parte de la novela no parece preocuparle tanto la pérdida del dinero como la pérdida del capital simbólico que durante su positivo trayecto profesional había venido acumulando. Es esa pérdida la que altera su identidad, su autoestima, su

autovaloración, su autoobservación. A menos capital simbólico siente que tiene menos energía sexual, menos ímpetu profesional y empresarial y advierte que está perdiendo “el respeto” de los demás, y eso es lo que le hace tambalearse, a pesar de que su mujer aun negándose a poner su capital personal a su disposición, está dispuesta a apoyarle con todo su capital simbólico, ese, el de ella, que está asentado sólidamente en el origen y relaciones de clase y que acepta compartir con él proponiéndole que esa unión de capitales se formalice en un pacto concreto, es decir, un hijo. La reproducción de clase como pacto.

La astucia narrativa de Gumucio hace que al menos durante toda su primera parte la historia parezca navegar entre dos aguas: entre la piedad o la culpa y entre el cinismo y el rencor. Es ese juego de vaivén narrativo el que nos impide como lectores acomodarnos en una posición fija. La novela adquiere rasgos de un juicio público en el que narrador salta de la actitud del fiscal a la actitud del abogado defensor sin renunciar al privilegio de ser juez y parte cuando le interesa. No es un narrador incoherente sino libre, libertino narrativamente diría, que no se siente obligado a guardar distancias ni neutralidades. Se siente libre como narrador, ironiza cuando quiere rebajarle los humos a Fernando y se vuelve amable cuando se acerca a la desgracia del pobre Juan Carlos Riquelme y esa aparente arbitrariedad entiendo que puede llegar a irritar a lectoras o lectoras que piensen que un narrador no debe andarse por las ramas. Bueno, el narrador decimonónico seguramente no tiene ese derecho, pero los narradores de la postmodernidad saben que es en las ramas donde están los frutos y son las ramas las que crean la sombra que como lectores nos cobijan de las sequedades abrasadoras de la vida.

Mientras el lector se adentra en los meandros narrativos con que La deuda traza su cauce, comparte la sensación con Fernando de que sus pies dejan de pisar tierra firme, pero a la vez el trazo de la escritura le avisa que no hay peligro: ni la lectura ni la novela decaen o se desmoronan y al poco de cruzar su ecuador iremos descubriendo con creciente interés que esa culpabilidad que desgarra a Fernando Girón y encrespa a su mujer, tiene cifras, nombres y fechas:
“–Hay de todo en esa carpeta: corrupción, robo, chantaje, toda la Concertación metida. Es una bomba de relojería.

–La bicicleta, no sé si entiendes. Triangulaban los fondos, ¿entiendes?
Yo te doy plata. Tú me facturas a mí por un trabajo que no haces y después me das la plata a mí.
–Para qué?
–Las campañas políticas, hombre.
En resumen, vuelve a explicar, la Cancillería le pagaba a Fernando Girón suculentos millones para filmar documentales que este no realizaba. La plata, con total acuerdo del canciller y sus esbirros, terminaba en las arcas de las candidaturas de algunos socialistas o pepedés”.

Ahora todo empieza a encajar: la rabia y la vergüenza, el deshonor y el pundonor, la simulación y el disimulo. Si en la novela, a modo de hilo rojo subterráneo, la razón del desasosiego por momentos parecía aflorar para luego ocultarse en alguna esquina de la trama, con el regreso del estafador que inaugura la segunda parte de la historia se nos va a permitir asomarnos a lo que se venía ocultando en el fondo de ese vaso, de ese trago amargo que el estafador con su desfalco le hace probar a Fernando: la corrupción consentida, colectiva e individual en tanto instrumentalizada en beneficio propio. Fernando sabe, y ese saber es su tragedia, que detrás de ese dinero estafado por el contador lo que emerge es la corrupción que estaba en su origen. Ahora la novela, con el cauce ya establecido, con los márgenes bien señalizados, toma ímpetu y caudal. Toda la red de afluentes narrativos que Gumucio le había permitido tejer a su narrador, entran en contacto. Las historias aparentemente colaterales de Gastón Labbé y sus hijos Simón y Pablo, de Nelly, la mujer de Riquelme y de su hijo autista, de Fernanda y familia Valdés, del abogado Venegas y la caritativa María de los Ángeles, encuentran su razón de ser y su razón de estar y dotan a la novela de una envergadura literaria y civil que en mi opinión la convierte de cara a la sociedad chilena en ineludible y de cara al campo literario en novela insoslayable. Porque si hay una culpabilidad que impide distinguir donde está la línea que separa a las víctimas de los verdugos cabe también una interpretación realmente sobrecogedora: la corrupción no es línea que separa sino línea que une y quien quiera jugar a romper esos límites va a encontrarse con esa dificultad que por suerte o por desgracia estructura las convivencias actuales y determina la textura moral del tejido social chileno, al menos en lo que atañe a las relaciones de estatus en el interior de la clase media y clase media alta. Ese diagnóstico, difícil de asimilar, me parece que es el desprendimiento más sorprendente de esta novela que con extrema habilidad narrativa se plantea desde una estrategia aparentemente liviana.

En mi opinión su acierto literario más feraz y feroz reside en la elección del narrador. Es esa elección la que convierte a esta novela, por extraña, en novela inevitable. Entiendo La deuda como una novela excéntrica, fuera de la órbita predecible, por el hallazgo de una “entonación narrativa” muy singular, que me recuerda el tono y la libertad de un juglar goliardesco. Un narrador libre, que adopta un aire de desenfado, de liviandad, de no implicado, de arbitrario; la voz de un narrador libre, no comprometido al menos en apariencia con nadie o nada de lo que circula en la historia que cuenta. Libre pero no ingenuo; es un narrador que ha pasado por Marx, Freud, y los narradores postlacanianos sin romperse ni mancharse antes del acto, en el acto y después del acto. Pues sí, el narrador de La deuda es un narrador en clave de falsa virgen que nos cuenta la historia de un burdel, que entona una especie de cantar de gesta en honor a una derrota: Canta oh musa la cólera de Fernando Girón, a quien su amigo el contador ha engañado y llevado a la ruina.

Y hay algo de épica en la historia de Fernando Girón: una derrota épica en cuanto que parece responder a una culpa colectiva. Girón como héroe colectivo, antihéroe claro, víctima de la corrupción concertada y en la que nadie quiere hurgar demasiado.

Utilizando más el sarcasmo que la ironía porque no se trata de contar lo que no ve sino de subrayar el absurdo y cruel con que funciona el vivir y el sobrevivir, ese narrador que Pablo Oyarzún calificaría de “ladino” y que tanta irritación puede provocar puede también y precisamente por eso, atreverse a decir, no que el rey está desnudo sino que está vestido con ropas que provienen de un cohecho colectivo. Por eso la novela de Gumucio tiene un alcance civil sobresaliente. Porque de manera tangencial su divina comedia, su viaje por el infierno y el purgatorio plantea dos preguntas que alguien debe responder. Primera: ¿Es posible llevar una vida honesta en un entorno social en el que la corrupción está instalada? Segunda: ¿Es posible el usufructo de un capital simbólico en provecho de la autoestima cuando los que te rodean sufren materialmente por culpa de aquello que alimenta tu autoestima? Como lectores ahí reside nuestra responsabilidad: en responder a esas preguntas.

La educación sentimental, Lo real, La deuda. Las tres son novelas que “tocan sociedad”, que trenzan su sintaxis alrededor del ADN social, alrededor de su doble espiral de cuerpos, enlaces, nudos, relaciones y ataduras. Novelas en las que el dinero, tan cobarde y mezquino, intenta pasar inadvertido escondiéndose detrás de su propia aureola, en los brillos de un capital simbólico que no deja de ser un reflejo sin luz propia. Novelas en las que la vida se ofrece como deteriorada mercancía siempre más acá del sueño moral de protagonistas y personajes. No hay novela si en su interior no habita la ilusión de libertad. Sin libre albedrío narrativo no hay actos, no hay signos, no hay significados. El arte de la novela reside en conceder libertad de expresión al argumento, en romper lo predecible, en enfrentarse a la derrota hasta la derrota final, pero sin olvidar que el poeta tiene razón: la novela es un género literario donde se finge que es libertad la libertad que la verdad nos miente. Tres novelas que saben que el precio de la libertad narrativa no lo fija ni el autor ni el narrador porque el precio de lo verosímil lo determina la correlación de fuerzas sociales y económicas. Es la fuerza del dinero y de su aura lo que estructura el ritmo de la fábula, la argumentación del argumento, el revés y el rostro de la trama, la intensidad de los deseos, el sentido del acontecer, la razón de los sentimientos y los sentimientos de la razón, los silencios y las palabras, la bifurcación de los senderos y la desembocadura de las ilusiones perdidas, el sueldo y la posición social de la voz narrativa. Habrá quien pretenda arrinconar estas tres novelas en el estante –hoy menospreciado– de las novelas sociales. Se equivocará quien lo haga. La educación sentimental no es una novela social, Lo real no es una novela social, La deuda no es una novela social. Las tres son novelas “económicas” que con la precisión y la osadía propias del lenguaje narrativo hablan de cómo gestionamos nuestras habitaciones, nuestros tiempos, nuestro oikos, nuestros espacios públicos y privados y las tres se atreven a preguntar por los hilos y alambres con que construimos nuestras relaciones con lo real. Novelas que cuentan qué pasa si pasa esto o qué pasaría si pasase esto otro. El dinero es la poética de la novela que nos lleva y estas tres historias no ocultan este hecho. No es ese el menor de sus méritos.