UNO
Vuelo 0019 de Nueva York a Los Ángeles, 10.30 am. Después de llamar por teléfono a mi esposo y a mi hija, entro al avión –el pase de abordar firmemente sujetado con la mano derecha, aunque ya me haya memorizado el número de asiento y fila.

Soy la última en abordar. Miro el pasillo largo y estrecho que se extiende frente a mí. La luz blanca, el aire frío y rasposo. Repaso las caras cansadas, anónimas, en su mayoría ni feas ni hermosas. Mientras busco mi lugar, la siento: una punzada, casi eléctrica, en la boca del estómago. Luego, un sudor frío en la palma de las manos y en la espalda, a la altura de las lumbares. Conozco las señales.

Empieza como un presentimiento en la base de los pulmones. Después, como si alguien los exprimiera, se encogen y cierran –esponjas inútiles. Encuentro por fin mi asiento –me toca el lugar de en medio, en la fila de en medio. Pienso que viene un encierro de cinco horas. Pienso: cinco horas. Se posa una sombra sobre todo lo que observo: larga, extendida, sofocante. Luego, simultáneos, se cierran el estómago y la garganta. Concavidades, llenas de algo. Cierro los ojos y trato de respirar. Huecos que deberían estar ahí para ser huecos nomás –boca, garganta, esófago, estómago, pulmones– todos llenos. Imposible respirar, pensar, imposible estar. El miedo –un hueco lleno de algo. Un vacío saturado.

El episodio dura media hora nomás: treinta minutos de pavor puro, media hora de puro tiempo. De puro miedo. Miedo a los espacios cerrados, a los pasillos largos; miedo a la policía, a los agentes de migración, a las azafatas. Miedo a volar, a dormir, a no dormir. Miedo a los desconocidos sentados a mi lado; miedo al libro que lee uno; al sándwich que se come la otra. Miedo a las revistas de viaje, a la tipografía, a los repetitivos letreros del avión, a la tela rugosa del asiento, a toda la información inútil que nos entrega el mundo; miedo a la soledad y a la compañía. Mucho miedo a la locura. Y mucho más a la lucidez. Miedo a la eternidad y a la repetición. Miedo a la oscuridad que vendrá. Y miedo, más que nada, a la muerte. Miedo–todo–entero–puro–miedo.

Una vez en el aire, el piloto ofrece consuelo en el altoparlante –su voz queda y serena. Allá afuera hace un día espléndido, soleado. Va a ser un viaje sin turbulencias, y para él –nos lo asegura– será un placer cruzar los United States de costa a costa.

Vuelo 0019, Nueva York-Los Ángeles. El avión diminuto avanza sobre el aire. Su sombra allá abajo –diferida– se arrastra. Finalmente, más o menos a la mitad del viaje, me quedo dormida. No sé si sueño o no.

DOS“De pronto el río de la calle se puebla de sedientos seres, caminan, se detienen, prosiguen”.

La ciudad no es como la describe Villaurrutia en su “Nocturno de los ángeles”. Las calles no son ríos de gente que se cruza y encuentra, los marineros no salen del mar a fornicar, hermosos y henchidos de deseo. No hay puertas que ceden fácilmente, no hay recodos ni bancos de sombra. El único secreto es el que ruge en los escapes tronantes de los coches. Si es una ciudad de ángeles, es porque los ángeles son invisibles –ausencias– espacios huecos donde antes debía haber gente, cosas, mundo, sustantivos comunes. Dejo mis maletas en el hotel, tomo unas notas para el taller, y salgo al despoblado de las avenidas.

TRES Primer ejercicio para el taller de traducción a estudiantes chicanos, Los Ángeles, mayo, 2012. Hay que llenar los espacios vacíos de un poema de Emily Dickinson, usando la “versión a ojo” de Gilberto Owen.

Presentiment – is Shadow Lawn –
Indicative that Suns go down –
to the startled Grass
That Darkness is about to pass
Presentimiento es esa caída larga sombra
cifra en el prado de que el sol se va;
Mensaje a la asustada alfombra
De que llega la oscuridad

CUATRO: Nunca le había tenido miedo a volar. Nunca le había tenido miedo a casi nada. Ni siquiera a morir. Desde que era muy niña hasta hace relativamente poco, pensaba a menudo en las muchas posibles muertes que me rondaban. Era algo que me ocurría naturalmente, casi a diario, sin mayor drama: imaginar posibles muertes. La muerte era solo una imagen posible; una prolongación de un instante cualquiera; un efecto lógico, ligado a una causa previa. Cruzar una calle –ser arrollada por un autobús. Entrar a la regadera –resbalarse y pegarse contra el filo de la tina. Comer un sándwich –atragantarse con el jamón. No había miedo; ni siquiera un leve sobresalto. La muerte venía a cada rato y yo la aislaba en una imagen concreta, una imagen concreta que sin embargo se esfumaba en mi cerebro –un cerebro tan concreto, tan preparado para el miedo y para la muerte.

Ahora no. Desde que soy madre, tal vez, es distinto. La muerte no es una imagen sino un presentimiento intraducible. Un brote nomás. Aflora, potente y venenosa, como un miedo.

CINCO: No hay jardines en las calles de Los Ángeles. Tampoco en Harlem, donde vivo con mi familia. Pero hay simulacros –hay jardineras. Nueva York, a diferencia de Los Ángeles, compensa sus carencias con relingos artificiales.

Las jardineras en Harlem son rectángulos de tierra robados al asfalto, de aproximadamente metro y medio por un metro de tamaño, con un arbolito raquítico al centro. Alrededor del árbol brotan cosas: a veces flores, casi siempre hierbas de algún tipo, algunas colillas de cigarro, basuritas, cositas, chingaderitas en general. Entre una jardinera y otra hay unos cuatro metros de separación, de manera que cuando camino con mi hija por la calle, cada cuatro metros hacemos una escala de cinco o seis minutos, para enumerar objetos que contienen las jardineras: pink flower, yellow flower, flor amarilla, leaf, hoja, otra hoja, cigarrette, pebbles, rocks, piedritas, a toy, another juguete, otra cosa, basura, mucha basura.

Hace unas semanas, saliendo de la guardería, encontramos una rata muerta en una de esas jardineras. Ella supo enseguida que se trataba de algún tipo de roedor –esa clase de cosas se aprenden pronto en la escuela. Aferrada con sus manitas rechonchas a la bardilla que delimitaba el desangelado relingucho, clavó la mirada en el cadáver de la rata. Muy seria susurró: Wake up, little mouse, wake up. Así, dos o tres veces. Después, indignada ante la indiferencia del animal, me tomó de la mano: He’s not waking up, Mommy, let’s go. Nos fuimos –en silencio y despacio.

SEIS: De vuelta más tarde en la recepción del hotel –populoso purgatorio– me encuentro por fin con algunos amigos. Tumbados en los sillones del lobby, les hablo, un poco avergonzada, sobre el incidente en el vuelo.

Todos, a su manera, me ofrecen soluciones. Uno de ellos me promete un valium –máximum consilium– para mi vuelo de regreso. Me lo va a dejar en la recepción del hotel antes de mi partida.

SIETE: Segundo ejercicio para el taller de traducción. Los primeros tres versos de un poema de Dickinson. Hay que escogerles un verso final, primero en español, y luego pasar todo al inglés, un poco como en esos libros para niños de choose your own adventure.

A long – long Sleep –
A famous – Sleep –
That makes no show for Morn –

OCHO: Alargamos la tarde en Hank’s, un bar de rocola adonde van llegando, poco a poco, otros amigos. Por primera vez en 24 horas no tengo miedo. No hay miedo pero hay mucha muerte en las conversaciones: ahora los mexicanos hablamos solo de eso. La muerte y los muertos. No hablamos: contamos. Contamos: 70 periodistas, 60.000 colaterales, 72 indocumentados en Tamaulipas, 50 descabezados y desmembrados más en Cadereyta. Contamos: mi vecino, mi amigo, mi tío, mi primo. Contamos: un año, dos años, tres años, cuatro, cinco, seis años, ¿cuántos años más? Contamos: Veracruz, Culiacán, Ciudad Juárez, Cuernavaca. Contamos: un dos tres por mí y por todos mis compañeros.

De vuelta en el hotel, en el elevador, alguien recita borracha y predeciblemente a Villaurrutia:

“Sonríen maliciosamente al subir en los ascensores de los hoteles

donde aún se practica el vuelo lento y vertical”.

NUEVE: La noche antes de volar a Los Ángeles leí con mi hija un libro que se llama Amos & Boris –un ratón y una ballena. Amos es como un Ismael, que se hace al mar porque no tolera la civilización. Durante una noche plácida, se queda dormido a bordo de su barco y se cae al mar. Boris lo salva y se hacen amigos. Lleva a Amos hasta una playa desierta, donde el roedor decide instalarse. Pasa el tiempo, Amos se hace viejo y Boris también. Ambos se recuerdan con nostalgia. (Amos recuerda a Boris con un poco de culpa también porque nunca va a poder devolverle el favor tan grande que le hizo). Pero un día azota una tormenta tan grande que una ola expulsa a Boris del mar. La ballena cae en la isla desierta de Amos. El ratón, que sabe que no puede ayudarlo solo, consigue dos elefantes, y entre los tres devuelven a Boris al mar. La vida: una recompensa. La muerte, no un hecho consumado: una posibilidad.

DIEZ: Tercer ejercicio para el taller de traducción. Intervenir una traducción de Silvina Ocampo del poema de Emily Dickinson, “I felt a funeral in my Brain”. Para intervenirlo, hay que cambiar los sustantivos en mayúsculas por otros. Los primeros versos:

I felt a Funeral in my Brain
And Mourners to and fro
Kept treading till it seamed
That Sense was breaking through
Sentí un funeral en mi cerebro,
los deudos iban y venían
arrastrándose– arrastrándose –hasta que pareció
que el sentido se quebraba totalmente –

No se sabe si el poema de Dickinson sea sobre la muerte, la pérdida de la paz mental, el dolor de cabeza, el dolor en general, el insomnio. No importa. Lo que importa es lo que el poema hace, no lo que dice. Y lo que hace es romper por completo el espacio. Quebrarlo, mientras ella se quiebra. O tal vez sea todo lo contrario. Dickinson no rompe el espacio, sino que lo escribe como en realidad es: un sofocante y continuo adentroafuera, un ininterrumpido umbral –entre nosotros mismos y lo que suponemos exterior a nosotros. Ese umbral quizá se termina de cruzar solo en la muerte, cuando por fin nos separamos del espacio exterior –y del interior. Pero mientras tanto, ahí estamos, nomás en medio: asiento de en medio, fila de en medio, espacio intermedio, medio viviendo, mitad dormidos.

And then I heard them lift a Box
And creak across my Soul
With those same Boots of Lead, again,
Then Space began to toll
y luego los oí levantar el cajón
y caminar a través de mi alma
con los mismos botines de plomo, y de nuevo,
el espacio comenzó a repicar

ONCE: Check-out, 9.00 pm. En la recepción del hotel me entregan, de parte de otro huésped, un Libro de Mormón –un post-it pegado sobre la cubierta indica: Luiselli. En “Alma 32: 28–39” hay un valium y un párrafo señalado: “But if ye neglect the tree, and take no thought for its nourishment, behold it will not get any root; and when the heat of the sun cometh and scorcheth it, because it hath no root it withers away, and ye pluck it up and cast it out”.

DOCE: Tomo el nocturno de Los Ángeles a Nueva York. Vuelo 1292, 11.30 pm.

Llevo conmigo dos tafiles y un valium. Pero llego tan cansada al avión que no tengo tiempo ni de tener miedo. No me tomo las pastillas, ni leo el extraño libro mormón, pero todo eso me sirve como talismán, como pararrayos. Me quedo dormida, como los ángeles de Villaurrutia:

“y, cuando duermen, sueñan no con los ángeles sino con los mortales”.

Cuando vuelva a Nueva York, a la escuela de mi hija, el ratón de la jardinera va a segur ahí: un cadáver cada vez más etéreo. Un esqueleto nomás, y pronto ni eso.

Ahí sigue. Cada vez que pasamos por esa jardinera –todos los días de lunes a viernes– mi hija enumera, entre los demás objetos de esa jardinera a la rata muerta – sleep mouse, green leaf, yellow flower. La muerte, un adjetivo. Ya no trata de despertarla, así que algo debe de haber concluido ella sola, en su mundo de tan pocas palabras, tan ligero de gramática. Pero cuando cada mañana entra a nuestro cuarto a despertarnos –Wake up Mommy, wake up Daddy– abrimos los ojos de inmediato y le sonreímos. Ya estamos bien despiertos, le decimos.