A la escritora catalana Esmeralda Berbel se le ocurrió convocar, hace poco más de un año, a un grupo de autoras de distintas latitudes para que escribieran cartas. Cartas a la antigua, quería ella. El plan era mantener correspondencia durante seis meses con la destinataria que cada una escogiera: amigas, hermanas, editoras, traductoras, pares en algún sentido. Que escribieran a mano, a máquina o en computador, pero sin pauta fija. Cada cual a su ritmo. Con la pura urgencia del que escarba para seguir escarbando hacia un allá indefinido. Una urgencia muy lejana, en cualquier caso, del pragmatismo habitual del correo electrónico. Yo escogí como destinataria a Andrea Palet, sin pensar realmente en que las cartas serían publicadas. Y a nuestra dupla se sumaron la propia Berbel con Lydia Zimmermann, Cristina Peri Rossi con Diana Decker, Liliana Heker con Elena Bossi e Isabel Núñez con Elena Vilallonga.

Hoy esas cartas suman casi cuatrocientas páginas y se llaman No se lo cuentes a nadie (Demipage, 2011). Yo, la verdad, no se lo contaría a nadie pero el material ya existe, ya es un libro y aquí está. Más que un epistolario de escritoras, se trata de un registro salpicado y colectivo de un tiempo en común. Hay acá un eco, voluntario o involuntario, del momento de escritura: el terremoto y el rescate de los mineros en Chile, la aprobación del matrimonio homosexual en Argentina, las celebraciones del Bicentenario, la masacre de los activistas de un barco turco por el ejército israelí, el Mundial de Fútbol de Sudáfrica. Por estas páginas circulan los adentros de quienes escriben, por decirlo así, pero siempre en sintonía con ese afuera que las envuelve. Como si el hilo de la voz propia fuera tejiendo, necesariamente, un coro ajeno. “¿No era la poesía pasar el mar por un embudo?”, escribe Isabel Núñez, citando a Italo Calvino, que a su vez alude a Natalia Ginzburg. Y la pregunta toma cuerpo en las divagaciones sobre el acto mismo de escribir una carta: “Las cartas a mano requieren una calma que ya no sé si tengo”, confiesa Berbel a su destinataria. Y Lydia Zimmermann despliega una respuesta en fragmentos: “Quiero escribir con borrones. Ver de qué manera el resultado es diferente cuando no interviene la máquina, cuando entre la mano y la mente no hay intermediario”, apunta. “Hay algo en esto de las cartas que es como hablarse en otro idioma y que nunca podrá darse en un encuentro cara a cara”. Y concluye: “Siento que mostrándonos profundas, educadas y tan verbalizadas, estamos siendo terriblemente burguesas. Y escribo esto sin tener ni idea de lo que quiero decir con este adjetivo tan recargado”.

Algunos hijos, cinco gatos, varios padres, una proporcionada dosis de lecturas. Y hay, cómo no, separaciones, almuerzos familiares, desacuerdos, viajes a Jerusalén o a Bogotá, sonetos, un pianista que es leyenda, películas de culto, un par de muertes. Pero hay sobre todo la infancia borroneada. Como si escribir una carta fuera no solo recuperar ese género ya en desuso, sino también bucear por unos tiempos sumergidos en la memoria. Infancias que brotan ásperas y punzantes, en algunos casos. O idealizadas en los paisajes de la niñez. “Cambiamos mucho más de lo que creemos”, se lamenta Elena Bossi, “y de pronto ya no somos lo que éramos. Y cuesta mucho aceptarlo, porque en realidad nos queríamos mucho como éramos antes, y no hay nada que hacer, de pronto ya somos otros”.

Las cartas, en la era de la inmediatez, aparecen como señales primitivas de un tiempo lento y algodonoso, ya casi imposible. Un ejercicio a contracorriente, a contramano quizás. Así lo deja en claro también Andrea Palet en uno de sus últimos envíos: “No pienso disculparme por los muchos días en silencio: la vida de adulto es así, llena de mierdecitas y problemas menores, fulgores low-fi, comidas seguidas de chocolatines y más comidas, la angustia de fondo, la reflexión sobre la inanidad de la angustia de fondo, el trabajo aburrido y alimentario, más fulgores low-fi, carcajadas, porciones de frustración, el miedo a los espejos (…); no pienso disculparme por los muchos días en silencio, digo, porque no hace falta, porque tú no pides nada y entiendes todo”.

No es cierto que no pidamos nada, que entendamos todo, pienso ahora. Pero esa es otra carta, y habla de otras infancias y otras preguntas que no vienen al caso.