A principios de agosto de 1992, en la Fundación Huidobro, en ese momento ubicada en la Casa Colorada de Santiago, coincidimos con Humberto Díaz-Casanueva y Naín Nómez en la presentación de un libro. El poeta, de 85 años, erguido en toda su estatura y voz, habló de su compromiso con la poesía y de cómo a través de esta, se debía escudriñar, incluso antes de las palabras, en el sentido más profundo del hombre. En su discurso, y como era su búsqueda, más que afirmaciones hizo preguntas que apuntaban a un amplio compromiso por recorrer.

En septiembre, junto con el cineasta Carlos Flores Delpino y con Andrés Ajens, nos reunimos con Díaz-Casanueva en su casa de Hernando de Aguirre, preparando la filmación de un documental acerca de él. El poeta estaba especialmente preocupado de que se abordaran aspectos relevantes de su vida y su obra, de su período adolescente, cuyas profundas intensidades lo marcaron, y de sus años de formación con Heidegger en Jena, en una Alemania que ya mostraba los signos de la inminencia de la guerra. También recordaba con interés los años posteriores a la guerra, donde participó, como diplomático, en las instancias internacionales que procuraban defender los derechos humanos y la convivencia entre las naciones, que luego culminó siendo representante de Chile en Naciones Unidas, designado por Salvador Allende. Y, de acuerdo a lo que él mismo había escrito –“Yo soy Uno pero no idéntico”–, habló de su especial atención por África, recordando Argelia, y el apartheid sudafricano, que en poesía ya había abordado en su libro de 1985, El niño de Robben Island, como asimismo en Vox tatuada, publicado entonces recientemente. Y no dejó de evocar a Rosamel del Valle, entrañable como el mejor de sus amigos. Acordamos una fecha próxima para la filmación, que se haría allí mismo y en la plaza que donó al barrio de su infancia, cuando obtuvo el premio Nacional de Literatura en 1971

Cuando preparábamos el material, en octubre, Andrés Ajens, gran conocedor de su obra y muy cercano al poeta, nos comunicó que Humberto había muerto. Qué hacer, qué decir si no evocarlo, como posteriormente expresara Leonora Kracht (“Él era de una increíble fuerza de voluntad… era un hombre muy leal con sus amigos, y muy consecuente con sus ideas, era un hombre muy hombre”).

No soy adicto a los funerales, he asistido a pocos, y en caso de los poetas, solo si he tenido con ellos alguna relación personal: Eduardo Anguita, Stella Díaz Varín y Gonzalo Rojas. Me gustaría haber ido a los de Juan Luis Martínez y Gonzalo Millán. Sin embargo, las ceremonias y ritos son necesarios y por Humberto Díaz-Casanueva asistí a un antiguo templo azul de la calle Vicuña Mackenna y luego al cementerio, donde una mañana, bajo un toldo se reunieron sus hijas e hijos, familiares, amigos, escritores, poetas y académicos, el Grupo Fuego y muchas personas que sentíamos por la persona y el poeta admiración y afecto, en cuanto nos acogió con la generosa entrega de su tiempo, conocimientos y entusiasmo. Quizás, mientras se sucedían los discursos, Humberto Díaz-Casanueva sentía lo que había escrito en Réquiem: “Aquí me hallo tan solo, las manos terriblemente juntas, como culebras asidas, y todo se agranda en torno mío/ ¿Acaso he de huir? ¿Tomar la lancha que avanza como el sueño sobre las negras aguas? No es tiempo de huir sino de leer los signos”.