He visto “El Chavo del Ocho” una sola vez en mi vida y fue en Chile, en octubre de 1988. Nos hospedaban unos amigos de mis padres que habían pasado algunos años exiliados en México. Recuerdo que esa noche a los niños nos dieron de cenar un espagueti con salsa boloñesa, pero antes de eso, varias horas antes del espagueti, estábamos viendo “El Chavo del Ocho”, sentados en fila sobre el borde de una litera. Éramos siete o diez niños. Me daba entre orgullo y rabia estar viendo un programa donde se hablaba en mexicano y se mostraban imágenes de México. Me daba orgullo porque los niños me pedían que repitiera las frases de la tele, y a mí me salía bastante bien el mexicano –mucho mejor que a ellos– a pesar de que yo no había crecido en México. Pero me daba rabia que hubiera un señor que viviera en un basurero y que la Chilindrina fuera tan fea. Me daba vergüenza que eso fuera México. Entonces no tenía modo de saber que ese México era mucho mejor de lo que iba a ser después. Irrumpió de pronto la comitiva adulta en el cuarto de los niños. Venían cargando cacerolas y cucharas. A empellones y jalones toscos pero cariñosos, nos pararon a todos de la cama y, todavía en filita, nos dieron a cada uno nuestra cacerola y cuchara. Salimos a la calle. Gritábamos contra Pinocho-Pinochet.

Cuando terminó ese viaje a Chile regresamos a Corea del sur, donde vivíamos. Entré a la escuela primaria, y me empecé a ir en autobús con mi hermano a la escuela. En nuestras mochilas, muy a la mano, teníamos que llevar tapabocas, porque en esos años protestaban a menudo los estudiantes en las calles y la policía coreana asfixiaba sus protestas haciendo uso generoso de gas lacrimógeno. Yo tenía un tapabocas estándar, azul, como de enfermera, y mi hermano adolescente había conseguido que le compraran una máscara parecida a la de Darth Vader. Para contrarrestar la envidia que me producía esa máscara, traté de convencer a mis padres de dejarme llevar al menos una cacerola en la mochila. Nunca voló mi propuesta y no recuerdo si insistí lo suficiente. Seguramente me pareció que mis padres eran mucho más divertidos en Chile que en cualquier otro país del mundo y que yo quería vivir en Chile y no en Corea porque los niños veían el Chavo y luego salían a la calle a darle duro a las cacerolas.

Leer las noticias de Chile ahora es redentor e inspirador. Esos mismos niños que salían con sus padres a cacerolear están sabiendo otra vez dónde pararse. No me acuerdo qué pensé ese día de 1988, ni si tenía conciencia de lo que estábamos haciendo. Sí recuerdo que cuando volvimos a la casa nos dieron de cenar espagueti con salsa boloñesa en la mesa de la cocina, mientras los adultos se tomaban un vino en la sala. Seguíamos eufóricos, queríamos seguir dándole a las cacerolas, queríamos interpretar secuencias enteras del Chavo. Uno de los niños más grandes hizo una interpretación impecable de uno de los personajes y, en medio del arranque de risa que eso nos produjo, otro niño vomitó entero el plato de espagueti sobre la mesa. Enseguida, todos nos pusimos a vomitar espagueti, como si el vómito, al igual que la risa, fuera contagioso entre los niños.

Leer los periódicos mexicanos me produce ahora la misma rabia y vergüenza −potenciada y sin la compensación de ningún orgullo− que me producía hace tantos años ver al Chavo. Me queda claro que a México se lo está cargando la Chilindrina −es decir, la chingada− y que en Santiago seguirán dándole a las cacerolas, hasta que consigan buenos resultados. Porque seguramente van a conseguirlos. Aunque los niños más chicos que ahora van por la calle con cacerolas no sepan de qué se trata todo eso, un día se van a acordar y todo va a tener mucho sentido. El día de esa marcha en el año 88 y del episodio un poco cochino pero muy jocoso del espagueti, no sabíamos que estaba por suceder algo importante: iba a ganar el NO en el plebiscito sobre la continuación de la dictadura, y Pinochet dejaría la presidencia unos meses después. Pero tal vez algo intuíamos. Cuando la madre de los niños de la casa había terminado de limpiar la cocina y nos habían puesto la piyama y nos estaban lavando los dientes para meternos a la cama, el niño que había empezado la cadena de vómitos se disculpó. Dijo: Es que, mamá, estaba emocionado.