Hace menos de un año descubrí algo nuevo por lo que culpar a mi madre: el odio a los deportes.

A pesar de que, según decía, cuando niña destacaba en las carreras de posta, nunca la vi mover un dedo. O más bien nunca con placer.

Un verano, cuando yo tenía 11 años y vivíamos en Estados Unidos, con mi padre y mis hermanos nos inscribimos en clases de aeróbica –era la época de los videos de gimnasia de Jane Fonda– y mientras hacíamos la clase mi madre solo lloraba por el calor delante de la profesora y las gringas.

Pero tengo que retroceder aún más para explicar este asunto de mi odio a los deportes.

Mi padre, ingeniero civil de profesión, tiene dos grandes amores (después de la familia, qué duda cabe): las carreras de auto de Fórmula Uno y el tenis.

Los domingos en la mañana los tres hijos nos metíamos en la cama con mis padres para ver durante interminables horas a los autos iterando por el circuito. De más está decir que lo único entretenido eran los accidentes, cuando los autos se incendiaban, daban vueltas como trompos, y chocaban contra los muros de contención.

De aquí podemos pasar a las visitas a Mónaco, en que mi padre jugaba a las carreras en su vehículo a casi 200 kilómetros por hora mientras mi progenitora iba gritando que por favor no nos matara a todos juntos y amenazaba con divorciarse en el acto. Y este es el segundo punto importante para esta historia: el miedo irracional.

Mi madre debe ser la persona más aprensiva que he conocido y se encargó de transmitirme toda la desconfianza posible con respecto a las posibilidades de mi cuerpo. Hubo una época en que creí que había sido muy afortunada por no haber vivido una de las experiencias más comunes entre los niños, el famoso brazo o pierna enyesados donde todos los compañeros escribían un recuerdo. Hoy veo que ese dato más bien refleja lo poco arriesgada que fui de niña. A pesar de que mi padre nos animó todo lo que pudo, todavía oigo los gritos aterrados de ella ante el más mínimo peligro: “No te subas ahí, te vas a caer, cuidado, ya pues, bájense inmediatamente, no hagan locuras, anda a ponerte un chaleco, te vas a resfriar”. Sería todo.

A esto hay que sumarle que usé anteojos desde los cuatro a los ochos años por una hipermetropía. Simultáneamente, mi padre tuvo la brillante idea de introducirme en la práctica del tenis con clases particulares. De solo ver la pelota amarilla que venía (según yo) tan rápido como un auto de Fórmula Uno, me paralizaba por completo e imaginaba que faltaban solo segundos para cumplir mi peor pesadilla: que la pelota golpeara los anteojos, los quebrara y me dejara ciega con los trozos de cristal clavados en los ojos. No creo haber ido a más de cuatro clases.

En el colegio las cosas no transcurrieron mejor. Con estas experiencias acumuladas en mi niñez temprana, el deporte en el colegio no fue más que una constante humillación. Ni en el colegio francés ni en el inglés pude jamás –como se dice– dar pie con bola. Literalmente. Más bien descubrí que por lejos que pasara de la cancha de fútbol donde jugaban los hombres o de la de vóleibol donde estaban mis compañeras, la pelota tendía, inevitablemente, a caer sobre mi cabeza. Jamás atiné a moverme hacia un lado ni menos a atajarla.

Terminé de odiar los deportes en un colegio británico que tenía por su más alta tradición hacer una carrera anual, larguísima, por todo el perímetro del colegio, que terminaba en un piquero dentro de una zanja cavada especialmente, llena de agua y barro. Ni el fairplay justifica algo así.

Gracias al teatro y al yoga que me devolvieron algo de confianza en mi cuerpo, he dejado de odiar tan profundamente el deporte. Nunca voy a pertenecer a un equipo de nada ni menos participar en una competencia, pero a veces, haciendo zapping, reconozco que me quedo viendo una que otra carrera de Fórmula Uno e incluso alguna final de tenis. Mi madre tendrá su propia explicación. Esta es la mía.