Esta entrevista debió hacerse en Madrid. Como tantas otras cosas, lo impidió la segunda ola del coronavirus en España, que ha forzado a las comunidades autónomas a nuevos cierres perimetrales y, en el caso de la capital, a confinamientos de barrios completos cuyos límites cambian día a día y ya nadie entiende ni se esfuerza en entender.

La escritora venezolana Michelle Roche Rodríguez (Caracas, 1979) se mudó a Madrid en 2015, después de trabajar durante seis años como periodista cultural del periódico El Nacional, de su país. La primera cuarentena, reconoce, fue deprimente, pues vive sola en un departamento. La obligó, sin embargo, a hacerse una rutina de trabajo estricta. «Porque si no me volvía loca», recuerda a través de una videoconferencia. Gracias a eso, está a punto de terminar una tesis acerca de su compatriota Teresa de la Parra (1889-1936), para el doctorado en Estudios de Género que está haciendo en la Universidad Autónoma de Madrid.

No le ha ido mal en su país de adopción. Llegó con un solo libro –la recopilación de entrevistas Álbum de familia  (2013)– y en España ha publicado el ensayo Madre mía que estás en el mito (2016), en el que desmonta los orígenes culturales de la Virgen María y su impacto en la imagen de la mujer; la colección de cuentos Gente decente (2017), con la que ganó el Premio de Narrativa Francisco Ayala, y, en 2020, su primera novela: Malasangre, publicada por Anagrama.

 Tal como lo sugiere el título, Malasangre  es un libro acerca del vampirismo y el contagio, pero más que nada, en un nivel alegórico, sobre el lugar de la mujer en una sociedad a medio camino entre la Colonia y la modernidad. El relato se ambienta en la Venezuela de 1920, bajo la dictadura interminable del general Juan Vicente Gómez y su ejército de milicianos llegados a Caracas desde los Andes e incluso de más allá de la frontera con Colombia, llamados despectivamente «chácharos» por la alta sociedad capitalina, a imagen de los voraces cerdos salvajes de la sabana que por donde pasan arrasan con todo: cargos, prebendas y, sobre todo, concesiones petroleras que luego venden a los norteamericanos, pues no tienen la menor intención de explotarlas.

«El estiércol del diablo.» Así se refiere Diana, la joven protagonista de la novela, al petróleo: una sangre negra que desata la codicia, así como en ella misma la vista de la sangre humana desencadena la avidez por beberla, pues ha heredado la hematofagia de su padre prestamista.

–El petróleo, más que un regalo o bendición, ha sido un presente griego o maldición en la historia de Venezuela, ¿no?

Sí, y de hecho esta es una reflexión que atraviesa la tradición narrativa venezolana moderna, del siglo XX hasta acá. Yo no digo nada nuevo. El único aporte que he hecho es la comparación con la energía: de la misma manera que la sangre te da la fuerza para vivir y moverte, la pregunta que plantea Malasangre es si esa sociedad a la que el petróleo le da la energía es un tipo de sociedad deseable y no una sociedad de parásitos del petróleo.

Me incomoda a veces leer cierta literatura venezolana sustentada en el morbo por la caótica situación política y social que estamos viviendo en el país. Es como: «Mira mis pústulas sangrientas».

La parte positiva de la revolución de los hidrocarburos, según reconoce Michelle Roche, es que permitió a los hijos de muchas familias, sobre todo de la clase media –de la que provienen sus padres–, acceder a la educación superior y luego cursar posgrados en el extranjero. Si en 1920 solo existía la Universidad Central de Venezuela, hacia fines de 1990 el país contaba con doce universidades en Caracas y otras cuatro ciudades.

–Alberto Barrera Tyszka y otros autores venezolanos de hoy se meten de lleno en la actualidad política de tu país, en la contingencia. En tu literatura, en cambio, haces una aproximación indirecta. ¿Prefieres abordar el presente escribiendo sobre el pasado?

Sí, absolutamente. Esto fue a propósito. Me incomoda a veces leer cierta literatura venezolana sustentada en el morbo por la caótica situación política y social que estamos viviendo en el país. Es como: «Mira mis pústulas sangrientas». Ese ejercicio me parece estéril porque me resulta superficial. Me interesa más buscar lo que está detrás de esa crisis. El catálogo de obscenidades y de violencias de la dictadura de Juan Vicente Gómez es enorme y, sin embargo, para Malasangre  yo seleccioné aquellas que pudieran vincularse, aunque fuera someramente, con las formas de dictadura que se están viviendo en estos momentos en Venezuela. No quiero hablar de la situación presente porque yo creo que ese es un trabajo que hacen mejor los grandes periodistas políticos de mi país, que han sido removidos de sus cargos, bien sea por presiones, por censura del gobierno, o por la situación económica que ha obligado a cerrar periódicos.

–¿Cuál dirías que es el aporte de tu mirada a la historia venezolana?

Donde yo puedo ser profunda y hacer un aporte es en ver cómo se construyeron nuestras mentalidades y retratarlas a través de ficciones. Al final, estoy construyendo una ficción histórica, pero no deja de ser un constructo, ¿no? Hice una investigación histórica muy profunda para tratar de que te sintieras en Venezuela en 1920, pero eso fue manipulado para que ese país, con su aislamiento, con su violencia, con su maltrato y con su patriarcado, te recordara mucho a la Venezuela de hoy en día. Toda la literatura es una manipulación de los escritores, pero yo no me atrevo a manipular la realidad contemporánea venezolana, porque es honda, poliédrica y no sabría por dónde agarrarla.

–¿Siempre has sido una lectora de literatura fantástica o te convertiste en una para escribir esta novela?

Siempre. Me encantaba desde niña. De hecho, yo comencé mi vida leyendo sistemáticamente, muy chiquita, mitología en general, y griega en particular. De la mitología salté a los relatos fantásticos, que tienen un momento fundacional para mí: cuando tenía diez años, mi papá me regaló una colección de Bruguera en la que estaba Frankenstein. Cuando leí esa novela fue como una iluminación, porque además no es propiamente literatura de género, sino que va hacia muchos lugares: en primer lugar, es una novela de ideas, filosófica, lo cual te dice lo grande que era Mary Shelley, al haberla escrito a los veintiún años.

A partir de Frankenstein, la autora de Malasangre empezó a conocer otras realidades y a leer, sobre todo, cuentos fantásticos del siglo XIX, como Carmilla, de Sheridan Le Fanu, o La muerta enamorada, de Théophile Gautier, pero también El vampiro, de John William Polidori, y el poema homónimo de Rudyard Kipling, citado como epígrafe en su novela.

–¿Qué significó para ti el modelo del vampiro en Drácula, de Bram Stocker? ¿En qué medida Malasangre se relaciona con él?

Drácula es una de mis novelas favoritas de todos los tiempos. Tuve la suerte de llegar a ella después de haber leído muchos cuentos fantásticos, por lo que no estaba esperando el impacto de lo terrorífico o sobrenatural. Me parece un espejo perfecto de la sociedad victoriana inglesa y, en general, de la Europa de esa época a través de la metáfora del vampiro, quien no coincidencialmente es un extranjero, es decir un inmigrante. Confieso que desde el principio me cayó mejor el monstruo que los protagonistas. Si bien releí Drácula para la redacción de  Malasangre, no fue tan importante esta novela para mi trabajo como sí fue la biografía de Bram Stoker,  Algo en la sangre, que escribe David J. Skal, en donde vincula al escritor con los grandes problemas de su época y lo relaciona con varias figuras de la cultura victoriana, incluyendo a Oscar Wilde. Saber en qué contexto surgió el «monstruo» me parece más valioso que el monstruo mismo, que es producto de su sociedad. Y creo que eso también es un poco el propósito de  Malasangre.

–Hay un giro interesante entre la vampira del XIX y la vamp o vampiresa del XX, esa mujer fatal tan explotada por la industria del cine.

Sí, en los años 20 no había una conciencia de la vamp ni de la vampiresa como la que tenemos hoy en día. La vamp es una categoría que se inventan en los medios de comunicación y en los medios culturales tradicionales para retratar a las sufragistas de esos años: vampiresas, asexuadas, que fumaban y se vestían como una mujer moderna; unas locas que querían chuparles la voluntad a los hombres y dejar a la sociedad en los huesos. Pero la sufragista simplemente lo que estaba reclamando era un derecho político: yo quiero escoger con quién me caso y por quién voto. Si lees a las sufragistas con los lentes de hoy te das cuenta de las grandes limitaciones de su pensamiento: ellas no se sentían iguales al hombre ni moral ni mental ni socialmente.

Los padres de Diana, en Malasangre, se empeñan en buscarle un buen partido. Expuesta como una mercancía, la exhiben en el salón de la casa abriendo la ventana que da a la calle, siguiendo la costumbre colonial del «ventaneo». Michelle Roche explica que esas escenas las toma de la novela Ifigenia, diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba (1924), de Teresa de la Parra. En ella, la joven protagonista es obligada a casarse con un hombre rico para mantener el estatus social de su familia empobrecida.

Michelle Roche está escribiendo su tesis sobre el ensayo Influencia de las mujeres en el alma americana  (1930), de la misma autora venezolana. «Intento demostrar que, en conjunto con las nociones que ella manejaba sobre el papel de la mujer en la sociedad, también desarrolló un pensamiento político, al menos sobre el tema que era más importante entre los pensadores críticos de su época: el de la identidad colectiva de los pueblos hispanoamericanos», explica.

Como José Martí, José Enrique Rodó o José Vasconcelos, Teresa de la Parra ponderó las diferencias entre los angloamericanos y los latinoamericanos y los desafíos que la modernidad planteaba al continente: «La diferencia está en que también se ocupó de la condición femenina, al considerar a su género parte integral de la nación. Si ella no pudo promover visiones más radicales sobre la cuestión femenina se debe a que había sido educada dentro de los modelos de comportamiento católico y no podía ver el papel de las mujeres fuera de la abnegación y la pureza mariana».

La tradición literaria venezolana, de acuerdo a Roche, siempre ha señalado que, como ella era mujer, solo escribía cosas sobre su género, pero la realidad es que la definición de «alma», como sinónimo de espíritu de la «raza» latinoamericana que ella maneja, y su noción de que la identidad latinoamericana está cifrada en el espíritu colonial, también llamado el barroco hispanoamericano, se encuentra en perfecta armonía con la que desarrolló después de que ella murió (en 1935) su compatriota Mariano Picón Salas, uno de los nombres centrales del canon del ensayo venezolano.

Si veían a la Virgen, tenían que pedirle que les mostrara las manos o los pies, porque, aunque al Demonio le gusta disfrazarse de mujer, no podía esconder sus garras.

–En la página web de tu agencia literaria (Dospassos) haces una declaración de principios: «El feminismo es el movimiento cultural e intelectual más importante de Occidente». ¿Qué significa para ti? ¿Una herramienta para tu literatura o la base de tu visión del mundo?

Para mí configura una visión del mundo. Estamos en un momento en el que el feminismo está discutido en todos los medios culturales, en todos los medios de comunicación, en todas las conversaciones. De alguna manera, cada quien tiene una idea de feminismo. El feminismo yo lo conozco, lo estudio y me interesa desde que tengo quince años. A esa edad estudiaba en un colegio del Opus Dei y entonces el modelo de mujer con el que salí del bachillerato era muy limitado: solo tenía que ver con la familia. Ya ha pasado mucho tiempo y buena parte de lo que he hecho es liberarme de ese esquema.

En el ensayo Madre mía que estás en el mito, la autora recuerda que a los diez años le tenía terror a la Virgen María. En el colegio les habían prevenido contra sus apariciones. Debían ser escépticas porque al Diablo le gustaba disfrazarse de ella para pedir «favores». Si veían a la Virgen, tenían que pedirle que les mostrara las manos o los pies, porque, aunque al Demonio le gusta disfrazarse de mujer, no podía esconder sus garras. A esta posibilidad, extremadamente perturbadora, sobre todo para una niña, se agregaba el rito de asistir a misa todas las semanas entrando por dos puertas donde estaba escrita una jaculatoria: «Esclava del Señor», decía la del lado derecho, mientras que sobre la de la izquierda se leía «Esperanza Nuestra».

Lo que Michelle Roche hizo en su ensayo de 2016 fue, en cierto modo, mirar esos pies paganos sobre los que se asienta la imagen más sagrada del catolicismo: investigar qué rasgos de las diosas ancestrales de la fertilidad perduraban en su naturaleza sumisa y virginal. «Todo esto viene de una imagen de la mitología, mistérica sobre todo, que es el matrimonio sagrado, de la madre Naturaleza con su hijo semilla, que se sacrifica en el invierno para volver a surgir en la primavera. El cristianismo lo toma de los cultos mistéricos egipcios y griegos y lo pone con calzador dentro de su teología», explica.

A partir del sacrificio y el dolor como una forma de iluminación, el catolicismo establece un matrimonio entre la Virgen María y su hijo torturado y muerto en la cruz. «Yo veo cómo esta noción permeó, sobre todo, a las generaciones de mi abuela y de mi madre en la relación que tienen las madres latinoamericanas con los hijos varones, y el lugar secundario que imponían a las hijas mujeres como las cuidadoras de la familia», señala.

Rebelarse a seguir este camino es lo que hace Diana en Malasangre y lo que hizo también su autora. «En el mito de mujer que construyó el catolicismo, las mujeres jugamos a perdedor siempre –dice–. En nuestras sociedades, donde la Virgen María es un modelo tan importante, la mujer pensaba que su único rol social tenía que ver con su abnegación hacia el marido y los hijos: sacrificarse por su apoteosis. Tal vez yo era muy arrogante para creerme ese tipo de cosas y veía que con ese modelo me iba a pasar toda la vida subyugada. ¿Cómo pueden ponerte un modelo de maternidad y decirte que el rol de la mujer en el mundo es tener familia si, al mismo tiempo, el sexo está mal visto? Yo decidí a los veinte años que no quería tener hijos y me costó un problema serio con mis amigas y con mi madre, aunque ahora creo que ya ni se entera.»

–¿Ha cambiado mucho la situación desde que tomaste esa decisión?

El rasgo definitorio del cambio hoy en América Latina es que las mujeres entran en masa a trabajar y se han pasado cuarenta años llegando a puestos de poder. Cuando lo hacen es la gran disputa, el gran segundo momento del feminismo, que puede ser comparado con el sufragismo por el cambio cultural enorme que está articulando. Porque cuando las mujeres acceden a puestos de poder comienzan a arrastrar a otras hacia arriba y a luchar contra lo que llamamos el «techo de cristal». Lamentablemente, en España y en América Latina todavía no hay tantas mujeres en puestos de poder. El País  acaba de sacar un artículo que muestra cómo las mujeres, en su vasta mayoría, trabajan en la industria cultural tanto pública como privada y, sin embargo, el 82 % de quienes toman decisiones en el sector público de esa industria son hombres. A pesar de todo, las mujeres están pujando y cambiando los imaginarios, porque lo que tenemos es una guerra de imaginarios.

¿Por qué decidiste venirte a España en 2015?

Hay una cuestión personal. Mi padre se murió en enero de 2014 y para mí eso fue un cambio de vida completo, enorme, en la parte familiar, pero también individual. Él era un hombre que siempre hizo lo que quiso, era un abogado exitoso, era el centro también de la familia; era muy paterfamilias, en el buen sentido, pero no dejaba de ser un paterfamilias. De un momento a otro le dio un derrame cerebral y se murió a los 59 años. Fue un cambio de realidad muy rápido, que me hizo ver mi vida en perspectiva: me di cuenta de que estaba haciendo algo que no quería. No tanto por el país, te lo juro, que estaba en una situación política horrible. Habían arrestado a Leopoldo López y desde la ventana de mi departamento veía tiroteos a cada rato. Pero lo sustantivo, lo que materialmente me impactó, fue la noción de que la vida se me estaba yendo: me quedaban veinticinco años si es que voy morir a la misma edad que mi padre. No me va a dar tiempo de hacer una carrera literaria, tengo que comenzar ahorita, me dije. Y fue cuando me mudé a España. Fue una decisión literaria. Yo me mudé para dedicarme a la literatura.

«El estiércol del diablo.» Así se refiere Diana, la joven protagonista de la novela, al petróleo: una sangre negra que desata la codicia.

–¿Cómo te has insertado en el medio literario local? ¿Mantienes contacto con escritores de tu país?

Me junto más con escritores y escritoras españoles porque las amistades que tenía aquí con escritores venezolanos se erosionaron cuando me mudé. Al comenzar a publicar varié el rol que tenía de periodista. De persona que ayudaba –quiéralo o no– a sus carreras me convertí, no sé si en una competencia, pero creo que así fue como lo vieron. Eso no quiere decir que haya animosidad ni mucho menos. Bueno, con algunos sí, pero eso es por otras razones… [Prefiere no entrar en detalles].

Aparte de mantener colaboraciones para revistas, Michelle Roche trabaja en gestión cultural, ayudando a montar encuentros de poesía y narrativa. Además, mantiene en línea, desde 2014, el proyecto Colofón Revista Literaria, un medio de comunicación interesado por la bibliodiversidad, en el que publica entrevistas y reseñas. «Es emocionante la cantidad de gente joven que está interesada en conocer cómo se escribe una reseña, pero sobre todo cómo se lee un libro críticamente», dice. «Eso me parece fundamental, porque además de ser periodista y narradora me interesan la academia y las generaciones que vienen. Ellas son nuestros lectores del mañana y una de las cosas más bonitas que hace Colofón es la formación de lectores.»

–¿Cómo ves el papel actual de la crítica literaria en español?

Creo que hay un problema que tenemos de los dos lados del Atlántico: la incapacidad de mirar el castellano como una fuerza económica. Es decir, la imposibilidad de pensar a partir de que todos somos ciudadanos del mismo idioma. Todos lo hablamos, cada quien con sus modismos, pero la literatura en castellano es una sola y la única manera de que seamos una fuerza financiera y cultural en el mundo es que nos mantengamos pegados.

«¿Cómo es posible que en el segundo idioma con más hablantes en el mundo, después del chino, tengamos tan pocas ventas?», se pregunta. «¿Cómo es posible que conozcamos tan poco las tradiciones literarias? Y, sobre todo, ¿cómo es posible que en España, Venezuela, Chile o México la mayoría de los libros que se venden sean traducciones del inglés? A mí me gusta mucho la literatura anglosajona y sobre todo el pensamiento anglosajón –admite–. Creo que no hay gente que escriba ensayos como ellos, porque la manera como argumentan un ensayo de verdad es perfecta. Pero me parece que deberíamos aprender a vernos con humildad y decirnos, como con el coronavirus, que, ya que todos estamos viviendo esto mismo, tenemos que colaborar.»

–¿Todavía se hacen muchas diferencias entre autores españoles y latinoamericanos?

Sí, me impresionan las diferencias tan grandes que hay todavía, por lo menos aquí en España, entre escritores latinoamericanos y españoles. Los medios que crean tradición y cultura, como El País o ABC, constantemente trazan una línea entre lo que viene de un sitio y del otro, y siempre hay un cierto dejo de exotismo con lo latinoamericano, ya no se diga específicamente con lo venezolano. Eso me parece pernicioso, ¿sabes?

–¿Cuál es tu impresión sobre la forma en que se ejerce el comentario de libros en la prensa española?

Creo que técnicamente, es decir, en cuanto a lo que dice y a la manera en que lo pone, en la crítica no veo nada muy distinto a The Guardian, The New York Times u otros medios que uno lee. Lo que sí veo es una imposibilidad de comprender la coyuntura del idioma con su pluralidad. Cómo es posible que un crítico hable de los libros de Fernanda Melchor y cuestione el lenguaje que utiliza, o se refiera a Marcelo Luján, que ganó el Ribera del Duero este año con los cuentos de La claridad, y diga que es un argentino pero que no escribe como argentino porque no utiliza argentinismos. Son cuentos que no hablan de la argentinidad de Luján ni de la de nadie, están hechos en España, en ciudades que pensamos que son españolas, ¿entonces por qué tendría él que hablar con el voseo? El hecho de que esto se piense y se escriba me dice que todavía hay grandes estereotipos contra los que tenemos que luchar.