UNO

Llevo   quince   años   escribiendo discursos para políticos. No puedo revelar para quién. Un pacto de silencio implícito permite que esta profesión prospere. De todo este vago contingente de escritores fantasma solo los que escriben para el Presidente tienen derecho a salir del armario y poner este azaroso oficio en su currículo. Los otros flotamos en un silencio cómplice que nos conviene a todos. Asesores, no tenemos que hacernos demasiado visibles. La relación se filtra entre intermediarios, minutas e informes, y reuniones rápidas para fijar una estrategia de la que no hay que salir.

DOS

El  escritor  fantasma  tiene  que saber de entrada que todo lo que escribe ya no le pertenece, y huir como la peste de la vanidad de atribuirse como propia cualquier idea de su político favorito. Los políticos hábiles se encargan de castigar con el ostracismo y alguna embajada a cualquiera que se atribuya el haberlos creado. El segundo piso tiene que tener pocas ventanas. Piñera pagó carísima la torpeza de poner en el Ministerio del Interior al hombre que le escribía los discursos de campaña, Rodrigo Hinzpeter. Demostraba con ese gesto una dependencia incurable y daba a su estratega la idea de que podía volar con alas propias. Genaro Arriagada, que no poco tuvo que ver con la llegada al poder de Frei, supo en carne propia que la regla de oro de la política tras bambalinas es que estas no son ni pueden ser una extensión del escenario.

TRES

Escribir discursos para otro implica, ante  todo, un  ejercicio  de humildad doble: para el político, que admite que no tiene tiempo o cabeza para escribir todos sus discursos, y para el escritor fantasma, que verá sus genialidades –ocasionales o no– firmadas por otro, convertidas en parte de la personalidad, del legado, de la historia del personaje para el que escribe. No puede haber algo más aleccionador de la pequeñez de tu talento que ver talladas o en cemento las palabras del mandatario –o la autoridad que sea– que tú diste vuelta, puliste, terminaste por decir, sobre todo porque el otro olvida muy luego que no escribió lo que dijo. Una injusticia que el destino muchas veces corrige, cuando el político se ve en la dificultad de explicar, de razonar, de comprender como suyo un adjetivo, una imagen, una frase que puede hundir de una sola vez su carrera. Porque en política las palabras valen, los giros verbales pueden cambiar vidas. Como un dealer, el escritor fantasma siente que toda la clandestinidad a la que lo someten tiene sentido cuando ve al famoso, al poderoso, al importante, retorcerse y rogar por otra dosis de tu veneno.

Es imposible no sentirse íntimamente vengado de las veleidades del poder cuando se ve a dos políticos contradecirse y pelearse usando ambos frases tuyas. Me ha tocado este placer una sola vez, aunque no estaba ahí para verlo.

CUATRO

Escribir  discursos  para  alguien que  piensa  exactamente  lo  contrario que tú es un ejercicio estimulante pero imposible. Un escritor fantasma, como uno de carne y hueso, se ve condenado a manejar solo un cierto registro, una cierta visión de mundo de la que no puede escapar. Las retóricas de la derecha y de la Concertación son en Chile tan completamente diferentes que es difícil manejar con comodidad las dos formas sin tropezar en una de ellas. Podría escribir a ciegas el discurso de un radical, de un democratacristiano o de un PPD, pero me resultaría difícil hacer lo mismo para un UDI o un RN. Podría imitar su tono, pegotear su lugar común, pero me costaría encontrar la coherencia secreta de su lógica, la sentimentalidad que se esconde hasta en el más plano de los saludos de fin de año. Como en el trabajo del escultor o del mueblista, para esculpir los lugares comunes –que en eso consiste escribir discursos– hay que conocer bien la materia, la veta, el mármol o la madera que vas formando y deformando.

CINCO

Pasé mi infancia entera en subterráneos, sindicatos, peñas de todo tipo escuchando discursos, leyendo pasquines, circulares, documentos que imprimían a veces en mi casa. A la hora de los quiubos, son esos años de vuelo inconsciente los que me salvan. Eso y la velocidad. El escritor fantasma puede ser cualquier cosa menos lento. El perfeccionismo no tiene sentido en un mundo en el que todo es revisado, cambiado, improvisado y vuelto a cambiar cien veces. Un escritor fantasma debe ante todo y sobre todo preocuparse de no trabar en ninguna parte esa máquina en perpetuo movimiento. Debe tener las respuestas listas, no hacer preguntas tontas ni inteligentes, volver a hacer lo que creía que ya hizo, estar disponible en el celular, admitir sus errores hasta cuando no se equivoca, pasar a otra cosa siempre.

SEIS

Escribir discursos es renunciar en gran parte a sorprender o impresionar. Aquí no se trata de decir lo que nadie más dice, sino de acumular de una manera efectiva las señales de identidad que unen al auditorio y a quien, micrófono en mano, teme como la peste quedarse en blanco. El discurso es más que un remedio, es un placebo que permite al político dar giros sobre el trapecio sabiendo que hay una malla debajo que lo va a hacer rebotar si se cae. Todo tiene que moverse, entenderse, todo tiene que llevar hasta las dos o tres ideas más o menos básicas que se pueden plantear en un correo de diez líneas y que hay que estructurar en párrafos equilibrados y justos que se imbriquen entre ellos. Se trata de llevar esas ideas por puentes levadizos, construir puentes entre lo que el público espera oír y eso nuevo o distinto que se quiere decir esta vez. Se trata de engarzar en un delgado collar las cuentas, joyas, piedras preciosas o no, ya conocidas. Eso, y dejar contento al premiado que recibe la medalla, los familiares del homenajeado, el sindicato, los profesionales, las otras autoridades aquí presentes.

Escribir discursos en Chile consiste menos en inventar ideas que en ordenar párrafos que mandan los asesores cercanos del político para que sus palabras adquieran cierta progresión dramática. Se trata de una labor de poda más que de cosecha, de buscar el hueso de lo que el discurso quiere decir, poner eso al medio, introducirlo con alguna cita de Neruda, Huidobro cuando se quiere ser original, Parra si se quiere ser irreverente, Churchill, De Gaulle, alguna historia personal, algún episodio sabroso de la historia chilena que sorprenda por la audacia. Empezar bien, llegar adonde se quiere llegar y terminar cerrando todas las ideas en una fórmula emotiva, más directa, más viva, que deje al público en vilo.

La minuta sobre la que trabajas, el borrador que tienes que «amononar», está generalmente lleno de XXXXX, de cifras ocultas, de datos clave que no manejas ni puedes manejar. Sabes a lo sumo que está todo bien, que está mucho mejor que antes. Sabes que todo eso se enmarca en algún proceso macro, en algún lema que tienes que poner estratégicamente cada cierto tiempo para que el resto de los asesores no se sientan heridos. Te toca a ti el resto, poner entre el techo y el suelo todas las columnas del caso. Un edificio de palabras donde el que habla debe sentirse lo suficientemente cómodo.

SIETE

El error más clásico del escritor fantasma  es  olvidar  que  lo  que escribe no lo va a decir él, que lo va a decir un político de carne y hueso que tiene su forma de hablar o de callar también propia. Escribir discursos implica ante todo el arte muchas veces incomprendido de entender qué piensa o qué no piensa la persona para la que escribes. Se trata, como en las buenas novelas, de hacer un pacto entre lo que el personaje puede decir y lo que tú puedes escribir. Se trata de meterse en la cabeza del otro, pero también en su garganta, su pronunciación, su castellano, su humor, su ingenio.

Pinochet sufría leyendo discursos que apenas era capaz de descifrar. Algo parecido le pasaba a Frei Ruiz-Tagle, que se hundía en la hoja y la leía apurado para terminar luego con el castigo.

Frei Montalva, su padre, concebía en cambio el momento de la escritura de sus discursos –él los escribía– como el momento esencial en que podía saber qué estaba pensando en realidad.

El buen escritor de discursos debe, justamente, dedicar a eso la mayor parte de su tiempo, a pensar en qué está pensando su político, a pensar no como él sino con él. Se trata de proveerle no tanto palabras como argumentos. El discurso ideal no es el que está perfectamente construido, terminado, sino el que deja ver frases, giros, ideas sobre las que el buen político, jazzista por naturaleza, puede y debe improvisar. Como una isla que asoma en el mar su perfil, las palabras tienen que ser, en medio de la confusión, un punto de referencia al cual volver y del cual irse. Mi abuelo senador me enseñó una vez el cuaderno en el que anotaba todas las citas que después usaba para escribir sus discursos. Los políticos estadounidenses anotan anécdotas, y ensayan horas y horas con sus asesores para  dramatizarlas,  resumirlas,  contarlas en el momento adecuado. La cultura del debate permanente los entrena a ver sus discursos como una pauta coreográfica en la que se lanzan a una sucesión de saltos y pasos, donde cada párrafo termina con una fórmula o una metáfora que lo hace inolvidable.

Los discursos de Lincoln fueron considerados en su tiempo pobres y campechanos. No hay en ellos ni una frase que no sea un eslogan, un decorado, un «amononamiento». Todo es imagen, paradoja, imagen, juguetes verbales separados por puntos que los sellan, como un cocinero sella la carne para no perder nada de su jugo. Churchill, que aprendió a ser político en las redacciones de los diarios, llenaba sus discursos con imágenes que se quedan pegadas como la sangre, el sudor y las lágrimas. Mal alumno de colegios demasiado buenos, sabía pesar y sopesar las palabras para que su oyente no las olvidara como solía él olvidar las lecciones cuando se convertían en montañas de palabras. Prefería convertirlas él en fórmulas, en chistes, aforismos que se desprendían del resto del discurso. Pensaba en titulares, bajada, pie de foto y cita, sin importarle la exactitud o el rigor de sus dichos.

OCHO

Es exactamente eso lo que al político chileno, que suele venir de la economía, la academia o el servicio social, más le cuesta admitir: la inexactitud exacta, la frase que da en el blanco como un estilete. El discurso político, generalmente proferido para otros políticos, pareciera por lo demás no necesitar de este tipo

especial de rigor; de los últimos cuatro Presidentes solo Ricardo Lagos solía disfrutar con el arte de hablar en público, los otros se han permitido citar a Arjona, «empoderar» y usar expresiones terribles como «al final del día» y «hacer sentido» con total impunidad. Nadie les ha exigido nunca ser claros o precisos, para eso están educados los periodistas y los asesores, para descifrar el lenguaje que los off the record adornan y mejoran. El escritor fantasma en Chile debe preocuparse de, además de ser listo, no pasarse de listo, ser claro pero tampoco demasiado claro, entender los problemas pero no poner a nadie en problemas.

NUEVE

Escribir discursos ajenos te obliga de una forma brutal a pensar, como Jean Renoir, que todo el mundo tiene sus razones. Te lleva un poco más lejos, a pensar que todos tienen razón. Esta labor se parece a la del guionista de cine, al que solo recuerdan cuando el director falla. Como el guionista de esa película, no es su película, su ingenio o su genio; depende de un actor, de una luz, de un momento en el que no puede participar más que tangencialmente. Al mismo tiempo, sabe íntimamente que todo depende de él, que sus palabras son el carbón de esa locomotora, los escalones en el asesinato deCésar; y Marco Antonio lo alaba, llamando con ironía Brutus a un hombre honorable.

Un discurso que sin decir lo que dice logra cambiar la opinión de un pueblo es el que todos los escritores fantasma soñamos escribir algún día. Un texto como los que escribió quizás el más fantasma de los escritores, Shakespeare, que hacía entrar y salir como nadie a los espectros de sus obras llenas de reyes y senadores que hasta cuando mienten dicen la verdad. Shakespeare, que, como decía John Keats, agitaba todas las banderas al mismo tiempo. Con la modestia que este oficio pide y obliga, es quizás lo que los escritores fantasma aprendemos mejor que nadie a hacer: agitar al mismo tiempo, con una energía que desconocíamos, todas las banderas.