Es muy posible que la publicidad sea las más antigua de las profesiones. Por qué no. La publicidad del cuerpo debe ser tan remota como la noción de cuerpo. El lenguaje es en sí la primera acción publicitaria por lo que, desde el momento en que lo ejercemos, inevitablemente anunciamos, mostramos, exageramos. ¿Qué es finalmente un “yo” sino un buen o mal spot que vamos ejecutando con esa destartalada pieza de pensión a la que le damos el pomposo título de “lo humano”? Atribuirle entonces a ese cuartito interior las suntuosidades de la cámara nupcial del palacio de Versalles, añadiéndole, además, la capacidad de hacer filosofía, tener un alma, pintar cuadros, escribir cuentos, llamarse Bolaño, no precisaba ni siquiera de una mega agencia como las de Nike o de la Coca Cola, sino sólo de unos cuantos creativos más o menos a mano y que además cobrasen barato: Homero, Job, Esquilo, Sófocles, los evangelistas, y asunto concluido.

Harold Bloom, en la misma línea argumental, habla así de la “invención de lo humano” que, según él, no sería obra de ninguno de los recién mencionados, sino del creativo isabelino William Shakespeare. Es decir: lo humano, antes del invento de WS, no existía. Antes lo que existía era una amalgama de lenguajes, la materia prima para la invención de lo humano, pero faltaba el “concept”, la frase gancho, el spot. Decíamos líneas atrás que el lenguaje es el primer acto publicitario y WS al inventar lo humano habría llevado ese acto a sus consecuencias extremas, a la hiperinflación de la nada, al hecho propagandístico límite. Permítanme sí una pequeña discrepancia con Mr. Bloom: el inventor de lo humano no fue Shakespeare, fue Metrogas.

Es literal. Metrogas inventó algo sin lo cual lo humano es mera palabrería, humo, bizantinismo; inventó el “calor humano”. El asunto no deja de ser impresionante: en un spot reciente Metrogas nos presenta a una nueva Juana de Arco. Es una niña y se llama Fernanda Muñoz. El argumento es este: un técnico de Metrogas llega a una casa diciéndole a la mujer que salió a abrirle que lo han llamado de esa dirección. La mujer responde que nadie ha llamado, a lo que el operario le da el nombre que figura en su registro: la señora Fernanda Muñoz. En ese momento aparece una niña con una cocina de juguete que le entrega al técnico diciéndole que se le han soltado los quemadores. Después de ajustárselos los tres sonríen. El plano se congela con la frase: Metrogas: calor humano, calor natural.

La frase es perfecta. Las dudas tipo to be or not to be quedan canceladas mostrándonos a cambio algo infinitamente más crucial: el estado actual de las lenguas humanas, su agonía. No se trata entonces de deconstruir la frase; no es la diferencia lo que importa, es la semejanza, y la semejanza fundamental del “calor humano, calor natural” es con el “Dios ha muerto” de Nietzsche. La muerte de Dios no es otra cosa que la distancia irremontable entre significantes y significados. Pero esa escisión límite, absoluta, es exactamente el idioma publicitario. En otras palabras, la publicidad es la lengua de la muerte de Dios y abarca hoy la totalidad de lo existente. Lo humano, entonces, es un gas, es el gas de Metrogas porque tiene calor humano y no entenderlo es congelarse. Fernanda Muñoz inmola su niñez frente al divorcio insalvable de las palabras y las cosas, de la representación y lo representado. Pero la inmolación de esta nueva Juana de Arco será en vano. La guerra ya tiene más de cien años y está irremediablemente perdida.

Es el lenguaje de la publicidad, es la publicidad final del lenguaje. Pero volvamos por un segundo al creativo William Shakespeare. Su consagración en la cúspide del canon (uso la tediosa expresión de Bloom) acaece en el momento en que la lengua en la que él escribió alcanza su poderío máximo de la mano de la única potencia mundial existente. Como antes el latín, el inglés para legitimarse también debía exhibir la más poderosa literatura, y la superioridad concedida a Shakespeare no es inocente. Argumentada por Bloom puede ser cándida, pero no inocente. La frase de Metrogas tampoco lo es. El razonamiento implícito de Bloom es simple y su corolario no lo es menos: Shakespeare tocó la totalidad de las emociones porque la totalidad de las emociones sólo pueden ser expresadas en inglés. Ante ello sólo caben las comparaciones y lo único comparable es, de nuevo, el latín, el latín de la Roma imperial. La comparación nos diría que todos los escritores de nuestro tiempo que escriben en lenguas distintas al inglés estarán condenados, por los siglos de los siglos, a la misma oscuridad a la que fueron condenados, por los siglos de los siglos, los escritores que durante el apogeo imperial de Roma no escribieron en la lengua del Imperio. La única gran excepción fueron los escritores del Nuevo Testamento, los evangelistas. Esperamos entonces la excepción de los nuevos evangelistas. ¿Lo serán García Márquez, Borges, Neruda?

No. Lo será Metrogas: calor humano, calor natural.