UNO

El deporte es reflejo de la vida misma. De cariños y golpes y zancadillas; de derrotas y alguna victoria; de ilusiones que sobreviven y de desilusiones a secas. Mil y una veces uno es salvado por la campana cuando está al borde de cualquier tipo de precipicio y recibe una ayuda tan inesperada como eficaz, justo como el boxeador evita el puñetazo definitivo en su rostro gracias al sonido de la campanilla que anuncia el fin de la tortura. Es cierto que a veces el golpe ya va en el aire y termina impactando igual en el alma, pero al menos queda el consuelo de que no tiene validez deportiva, aunque igual haya que agacharse después a recoger las ruinas de la propia humanidad.

DOS

Mil y una veces uno tira la toalla cuando decide que ya no vale la condenada pena seguir intentándolo. Renuncia, se rinde, abandona, baja los brazos. Del mismo modo que el entrenador del pugilista decide salvar a su pupilo de seguir recibiendo coscacho tras coscacho y lanza la toalla, seguramente ya bien mojada y ensangrentada, al centro del cuadrilátero. Es la señal inequívoca de la rendición. Se tira la toalla y ahí acaba la paliza. Y comienza lo peor. La derrota prolongada en el recuerdo. Eso se sabe. Pero la toalla vuela igual para detener la tempestad. Y toda tempestad, como decía mi abuelo Cantalicio, es eterna mientras dura.

TRES

Y en más de una ocasión el daño se lo inflige uno mismo, torpemente, por pisar de nuevo un palito que se sabe inconveniente. Me refiero al gusto de andar metiéndose autogoles. Creemos que la vida se dirige clara e inequívocamente en tal dirección y las leyes del universo se encargan de que se mueva en la dirección menos deseada y más dañina. Como el zaguero que piensa que está a punto de efectuar el rechazo más espectacular y efectivo de la historia del balompié, y termina queriendo ser tragado por la cancha en plena área chica. Así no hay defensa que resista ni ángel de la guarda que pueda volar para evitar que se viole la propia portería. No hay nada más que hacer.

CUATRO

Cuando se extravía el rumbo bien se dice que andamos dando botes por la vida. Como un balón cualquiera rebotando en una cancha de cualquier tipo. Y cuando nos disfrazamos de oportunistas, poniendo cara de inocentes, sin querer delatar nuestras intenciones con tal de conseguir la oportunidad anhelada, el mote de lauchero se nos pega con toda razón. Igual que al atacante que se hace el desentendido del juego y se queda merodeando la defensa rival por si cae en sus redes la oportunidad de capturar fama y fortuna. También toca de quedar offside, o sea estar listo para un acto que traerá fama y fortuna, y darse cuenta por el soplo de un tercero que se está completamente impedido de llevarlo a cabo, debiendo asumir frente a los demás (y lo que es peor, frente a uno mismo) que todo lo planificado poseía una falla de origen, que no hay vuelta atrás, que se perdió definitivamente esa tan ansiada oportunidad.

CINCO

Otras veces a uno le toca quedar pagando, habiéndose preparado para cobrar los beneficios de un acto memorable. Y pese a haber tenido toda la confianza posible en un buen desempeño, a haber evaluado favorablemente la posibilidad de éxito, encontrarse de golpe y porrazo superado en buena lid por el rival menospreciado con anterioridad, quien borra sin mayor esfuerzo todos los favorables pronósticos, encargándose de desnudar el mal diagnóstico, dejando en ridículo la falta de talento del derrotado. Claro, a veces el rival es la vida misma y el desenlace es aún más duro. Entonces uno está destinado irremediablemente a quedar pidiendo agüita, todo el rato dándoselas de canchero, de bien preparado, de tener todo bajo control, de ser la solución, y justo cuando el desafío alcanza la magnitud decisiva, justo en ese instante, de repente todo se viene abajo, desnudando todas las falencias al mismo tiempo, se cansan las piernas, se nubla la vista, se cansan los músculos, se contraen los pulmones, se seca el futuro, hay que pedir agüita.

SEIS

Lo peor debe ser cuando, por más que se intente, a uno no le alcanza ni para tener la oportunidad de equivocarse. No lo pescan. No lo llaman. O se queda dormido y llega atrasado. Pero no entra en juego. No queda otra que aceptar que a uno le tocó quedarse en la banca. Descubriéndose relegado a un rol de espectador, peor aún, de espectador vestido para ser protagonista, con todo bien listo, planchado y dispuesto, pero sin siquiera la oportunidad de estrenar el traje de ocasión. Sin tener la posibilidad de ser aclamado o, por último, destruido por el respetable público, resignándose sin más remedio al cruel destino de haberse preparado y no tener la dicha de concretar.

SIETE

El deporte es un salto al vacío, un salto moral y mortal al mismo tiempo. No cualquiera se encierra entre las líneas de una cancha o las cuerdas de un ring. Todas quisieron ser reinas y todos siempre hemos querido ser goleadores. Ante tal mezcla de ilusión colectiva y decisión de pocos, es lógico que los que se quedaron al borde de la cancha terminen rindiéndose ante quienes sí dieron el paso adelante. El célebre que gane el más mejol, atribuido una y otra vez a Leonel Sánchez, más que un homenaje al zurdo del Mundial del 62, fue una manera de apropiarse de su persona y volver a convertirlo en un ser de humano después de haberlo elevado al Olimpo de los futbolistas. El que a cualquier crespo y bigotudo se le apodara durante las décadas de los 70 y 80, automáticamente, como el Caszely, tiene que ver con lo mismo: un Caszely podía aparecer vendiendo helados en cualquier micro, igualito al original que eludía ecuatorianos y brasileños en 1973, tiraba penales a la galería en 1982 y hacía goles y más goles toda su vida.

Lo mismo con el clásico ¡pega, Martín, pega!, que brota junto con los primeros coscachos en cualquier pelea de esquina. Es querer creer que cualquiera anda de paseo con un Martín Vargas en su interior y que, cuando la defensa del honor lo amerita, no tardará en saltar al ring de la vida para dar y recibir lo suyo. Último ejemplo, cuál otro, el de Patricio Yáñez, niño bueno quillotano, jugadorazo, que clasificó a Chile al Mundial de España con su gol en Asunción, que jugó en Europa cuando lo hacían pocos chilenos, que ganó campeonatos locales y la Copa Libertadores, pero cuyo nombre es conocido por las nuevas generaciones por haberse agarrado los genitales y habérselos enseñado a la galería del Maracaná, desafiando a 100 mil brasileños. Hacer de ese gesto, del Pato Yáñez original, el legado de un ídolo del deporte puede se una falta de respeto a tantas horas de entrenamiento, pero también es el reconocimiento máximo: incorporarlo a la vida y a la cultura de un país y de su gente. Aunque sea con una cochinada.

OCHO

El deporte también es envidia. Burla, sorna, desprecio en la mirada de la población que no suele practicarlo. Los que no se mueven del living de la casa, los que encuentran una pérdida de tiempo eso de andar transpirando en público. El antideporte también aporta lo suyo en la construcción lingüística. El pobre Perico de Nissim Sharim, en la tele de los 80, no pretendía emular a Merckx ni al Pirata Pantani, ni al Lobo Vera ni a los hermanos Bretti, pero bastaba verlo subido a la bicicleta para que le llovieran las tallas. Cómprate un auto, Perico, se recordará. Claro, incluso su adorada Ismenia le encontraba gil por andar en bicicleta. Y la talla del Perico, salida desde la tele y potenciada por la cultura antideportiva se difundió velozmente. Tipo que pasaba en bicicleta, tipo que recibía los gritos de los demás. Mejor andar en micro –o endeudarse para comprar un auto, como pretendía el comercial de Perico–, que pasar por tonto pedaleando por las calles de la ciudad. Otra metáfora de esta cultura antideportiva se instaló cuando los actores Patricio Torres y Rodolfo Bravo, en las pantallas de Canal 13 en los años 90, se disfrazaban de fisicoculturistas medio afeminados, con mallas ajustadas y cintillos de colores vivaces. ¿Ridículo o ridículos? era la pulla permanente para quienes osaban hacer ejercicios en público, vestidos para la ocasión. De nuevo la crítica social a quien se atreve a hacer deporte en público, tildados de ridículos igual que Perico unos años antes. Más allá del dudoso gusto de sus vestimentas, de la cuestionable manía por coleccionar musculatura y de ese tufillo neocaliforniano que rodea a los deportistas de gimnasio.

NUEVE

En todas partes se cuecen habas. Durante los Juegos Olímpicos de Pekín 2000 el equipo italiano de tiro al blanco peleaba la medalla de oro con los insoportablemente certeros coreanos del sur. Llegaban empatados a la última ronda. 199 puntos para cada uno. Una flecha para cada integrante de los tríos finalistas. El italiano Galiazzo, con la suya, consiguió 9 puntos de un total de 10. El capitán del equipo europeo, Di Buò, centró un perfecto 10. El oro estaba cerca. Le tocaba al designado para el tiro final. Mauro Nespoli, el más joven por mucho de su selección, se acercó a tomar posición. “Tira como sabes”, le dijo su capitán. Nespoli apuntó, respiró y puso a trabajar su arco como miles de veces. Su flecha cayó en el círculo de los siete puntos. Lejos de la gloria. Oro para Corea, obvio. Y Nespoli dejó para la posteridad una medalla de plata y una nueva metáfora deportiva. Ahora, cada vez que alguien comete un error cuando menos se necesita y espera, se oye exclamar: “una nespolata!”.