La vez que supe de la existencia de Mercedes Estramil fue sobre una mesa descolorida en las afueras de una pequeña librería en la Ciudad Vieja de Montevideo. Era verano en el cono sur y carnaval y, no solo eso, era martes de carnaval. El martes cuando se desborda lo dionisíaco y prevalece el «como si no existiera mañana» como consigna. No había ido a Uruguay buscándolo, pero ya que estaba: rastreé murgas, desfiles, algún desmadre callejero. Solo encontré calles vacías, negocios cerrados, mal café y esa mesa que mezclaba novedades y saldos en una calle sin transeúntes bajo un cielo deslavado. Me gustó el diseño del libro: una avioneta celeste rellena de zapatos fucsias sobre una tapa de líneas cruzadas, y por eso lo levanté. Leí el primer párrafo y lo compré. La librería quedaba cerca del Río de la Plata y bajé buscando una banca donde sentarme a leer. La brisa me disuadió; de clima veraniego, nada. Me crucé con algún perro, mucho polvo, aceras rotas y más casas clausuradas o con carteles que ponían números celulares y «se arrienda» en la fachada mientras subía de regreso en busca de una cafetería. En la que estaba abierta, me volvieron a servir mal café pero cuando salí, seis horas después, casi había terminado las 103 páginas de Hispania Help. A ver, no había carnaval pero la prosa de Mercedes Estramil es como subirse a un tren de alta velocidad que va a 230 kilómetros por hora en Uruguay, o sea, no se sabe si tiene frenos o en cualquier momento va a derrapar o atropellar a chinos, vienamitas o a cualquier noción de lo aceptado.

Regresé con la cabeza zumbando con referencias pop de los últimos veinticinco años y mucha decepción amorosa, humor negro, muerte y literatura. Agradecí que no hubiera carnaval y que me quedaran cinco días en la ciudad, y antes de irme compré todo lo que encontré de Estramil; que, por suerte, está bien reeditada. Ahora, cada vez que algún conocido viaja a Montevideo, la gugleo y si ha publicado algo nuevo lo encargo. Por suerte, después de parar casi diez años después de su primer libro, Rojo (1996), hay Estramiles con gran regularidad. En el 2015, los escritores Rodrigo Hasbún y Rodrigo Fuentes, que hacían Traviesa, me encargaron curar una antología sobre el azar para su colección de libros electrónicos, contacté a Mercedes y escribió el cuento «Washed Tombs», que se convirtió en novela dos años después.

Amir Hamed, en Orientales, Uruguay a través de su poesía, dice que Montevideo es «un pabellón onírico, siempre en fuga, un paisaje exótico», y cuenta de qué manera ha sido  retratado por Onetti (metrópoli), Marosa di Giorgio (agreste), Lautréamont, Supervielle, Echavarren o Berenguer (la búsqueda de «la atávica barahúnda del océano»); para el personaje de Estramil en Hispania Help, que se quiere largar, cruzar el Atlántico y nunca volver, es: «El país chiquito, entre la Argentina y Brasil. “Montevideu.” El invento inglés. Ahhh. Porque hay que ver las ideas locas que circulan sobre nosotros. Está ese japonés beatlemaníaco, Murakami, que se imaginaba lagartos y escorpiones. Tendría que hacer como Amis, darse una vueltita en el verano. Y el Uruguay de Maratón de muerte que dieron por televisión la otra noche donde lo único que parece uruguayo es Dustin Hoffman. Y Seagal, que nos trata de república bananera, qué mierda el cine. Después la gente queda pensando que somos eso y viene esperanzada».

Los libros de Mercedes Estramil se alimentan de otros autores, de personajes literarios; y claro, tienen tramas, situaciones extremas, resoluciones estrambóticas pero, sobre todo, mucha, mucha literatura. Escribe en Iris Play, que según Mercedes fue un ajuste de cuentas con sus lecturas:

«Pregunten a Balzac, a Thomas Mann, a Paul Auster, o en el otro extremo a Rulfo, a Nick Cave o a Salinger, si alguna vez les quitó el sueño una cuestión de renglones. Para nada. Lo que mata es la neurosis, esa máquina de generar biografías imaginarias con nuestra propia vida. Lo que es a mí, la página en blanco no me provoca mayor desasosiego que una canilla goteando en la madrugada o un ómnibus que no llega. Eso de estar media hora dudando entre un adjetivo y otro, o andar buscando sinónimos en el diccionario online de la RAE, o wikipediando sobre la caza del atún salvaje para escribir un cuento sobre una pescadería, no es para mí. De acuerdo, me dirán que también Melville leyó lo suyo sobre la marinería antes de pergueñar su Moby Dick, pero ¿acaso no eran esas informaciones lo más soporífero de su sencilla historia sobre un capitán desquiciado y un cachalote inteligente? Si me preguntan, me da calor confesar que a veces hago como la Rosa Montero de la Madre Patria y me salteo párrafos, páginas, capítulos, libros y hasta autores enteros, por aquello de que menos es más y por cierto temor a convertirme en una consumista literaria. ¿Hay algo más perverso que esos seres bípedos que lo han leído todo, lo recuerdan todo, lo relacionan todo? Casas atestadas de bibliotecas y ojos arrugados de presbicia: eso es convertir la literatura en algo deleznable. Bueno, es que, bien mirado, la literatura (y ya lo dijo Vila-Matas, que no para de hablar) es una enfermedad. ¿Qué escritor conocen ustedes que exude salud y combine en sí mismo un físico exterior envidiable y los órganos internos en condición de ser donados? En lo personal, la verdad es que permanecer hasta altas horas de la madrugada rumiando un verbo no me ha traído precisamente energía y belleza. Ahora, si hablamos de cefaleas, cólicos, colchoncitos abdominales, alopecia, insuficiencia respiratoria y callos, ahí vamos bien rumbeados. No es fácil, no. No estoy desanimando a nadie, vayan nomás a talleres literarios, paguen la cuota, hagan ejercicios. Lean biografías de bestselleristas. Lean los suplementos culturales. Golpeen la puerta de una editorial con el sudor del miedo sosteniendo su “ópera prima” sietemesina. Y después me cuentan. Literatura: lo más parecido al infierno.»

Iris Play nació como columna mensual para una revista, Bla. «Trabajar a presión con fecha de cierre y a la vez con total libertad de contenido tiene eso, que te exprime pero rinde», dice. Y sobre Washed Tombs, que trata de una o varias rupturas, también tiene una mirada de escritora por sobre todo: «Lo bueno de esto es que cuando empezás algo –una relación, un emprendimiento laboral, lo que sea– siempre querés que funcione, pero si no funcionara y quedaras viva ya sabés que lo vas a terminar escribiendo, no importa si lo disfrazás de viaje a las estrellas o de ópera trágica». Acá un extracto de Washed Tombs: 

«En verdad, no es que el matrimonio como efectivización pública de nuestra historia me importara o que el papeleo fuera a cambiar la separación de bienes, qué creían, tumba horrenda de mi amor. No era por mí ni por él sino por el resto del mundo: esas vecinas que me miraban colgar los calzones en la cuerda tensada, las primas y cuñadas y amigas que me revoleaban sus anillos flojos, y la ancestralidad que clamaba por un orden en el legajo siempre desordenado de las pasiones. Estar casada era como ponerle el cascabel al gato. Una cumplimentación de la estadística que ampliaba el diccionario de los posesivos: mi marido sonaba más real que mi novio, mi pareja, mi compañero. Pero con cualquiera de ellos mi desgracia era la misma. Un permanente ir detrás. Sí, sí. Mis vecinas o mis amigas o mi familia podían verme en las ocasiones especiales toda merengada y rutilante, pero Qingming me tenía de tapete y si me salía un ápice de la cuadrícula comenzaba a caerme las sanciones como cuadraditos de Tetris… Cómo odiaba a las amantes en esos años. Me las figuraba perfectas, olvidando que yo misma había empezado siendo una, y es que no hay como sentarse en otro asiento para ver distinto panorama desde el ómnibus… Qingming era la personificación de un ajuste fiscal. Si estaba por adquirir unas sandalias o un chocolate francés imaginaba su mueca de disgusto y las monedas volvían al monedero. Pedirle un celular nuevo hubiera sido dar con mis huesos en la cárcel de la castidad por varias semanas. Que ya estaba ahí a menudo; el matrimonio había reducido el apéndice a su expresión urinaria. Otro bien que me fue limitado eran las caricias, tan prometedoras al comienzo. Viajar imposible: “Negra, trabajo todo el santo día y todavía querés que te saque a pasear”. La vida conyugal, ya lo dije, el planeta de las disminuciones.»

La conocí, por fin, en Buenos Aires el 2016 y ahora nos sentamos frente a nuestras pantallas –ella en Montevideo, yo en Quito− para armar este diálogo mientras yo sacaba libros de la biblioteca y releía mi colección: Hispania Help (2009), Irreversible (2010), Caja negra (2014), Iris Play (2016) y Washed Tombs (2017).

–¿Cuándo comenzaste a escribir? ¿Dónde? ¿Cómo? 

Las aulas de la Facultad de Ciencias Económicas, donde pensaba recibirme de contadora, eran un lugar ideal para escribir versos. Versos…, bueno, la interrupción del espacio en blanco que
algunos creemos, por un instante, que es poesía. Me cambié a la Facultad de Humanidades y ahí empecé. Lo primero que me publicaron fue en un libro colectivo de ganadores de un concurso poético de la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay. Insistí por ahí un tiempo más hasta que escribí una primera novela, Rojo, y ya no dejé la narrativa. Tuvo la suerte de ganar un premio y Banda Oriental la editó. Trataba sobre cinco individuos jugando una vulgar partida de canasta. Yo solía jugar canasta con unos amigos y me daba cuenta de que el juego sacaba lo peor de nosotros, era un teatro en miniatura de celos, envidias, soberbias. En la novela terminaban a los tiros, estaba narrada desde una voz masculina, y disfruté y sufrí escribiéndola. Fue ese goce masoquista lo que me hizo seguir.

–¿Volviste a escribir poesía después del concurso ganado? 

Sí, después de eso me envalentoné y me parecía fácil, jaja. Con suerte de principiante escribí Ángel sólido, inspirado en un recital de Michael Jackson que fui a ver a Buenos Aires, y sacó premio también. Aluciné un ratito más y escribí Alfabeto negro. Pero eran los últimos chisporroteos de algo que se acababa por dentro y yo lo sabía, y paré ahí. Hay fuegos que vuelven, pero ese no sé.

Pasaron casi diez años hasta la siguiente novela, Hispania Help, que se me ocurrió a partir de una frase que quería poner y era «la Cocacola no hace sonreír a un pitbull». Era la época en que J.K. Rowling arrasaba y yo quería huir a España y vivía leyendo y trabajando de empleada de comercio y empezaba a sentir que el recreo se terminaba. Luego Irreversible nació de una ruptura amorosa y trata de eso pero con un eje distorsionado.

–Hay un lugar común que habla de la rareza de la literatura uruguaya… Lautréamont, Marosa, Gustavo Escanlar. ¿Qué de cierto tiene? 

Lo que tiene el lugar común es que parece cómodo y bonito, como un sillón Chesterfield. Bonito es. La rareza en sí no es o no tendría por qué ser considerada un valor en sí misma. El problema es que somos muy afectos a las clasificaciones y los encasillamientos: facilitan el hacer una nota, por ejemplo. Los tres «raros» que mencionás, además, son muy diferentes; tres épocas, tres estilos, tres egos. Si ser revolucionario hoy es llegar en hora, ser raro hoy quizá sea escribir bien.

«Los mitos primero dan aire y después asfixian. En algún momento se empezó a decir que la literatura uruguaya se repartía entre onettianos y levrerianos y esa aseveración comodísima tomó estatus de verdad.»

–¿Qué tan presentes están Onetti y Levrero en la literatura que se hace ahora? ¿Algún otro autor o autora sigue presente?

Los mitos primero dan aire y después asfixian. En algún momento se empezó a decir que la literatura uruguaya se repartía entre onettianos y levrerianos y esa aseveración comodísima tomó estatus de verdad. Fueron/son autores importantes (mi corazón está con Onetti), pero el mundo es infinitamente mayor y cualquier autor emergente debería crear con prescindencia total de esas influencias. En el terreno de la poesía, por ejemplo, la impronta de Idea Vilariño sigue marcando gente, pero los poetas son un mundo aparte y nadie se preocupa demasiado en crear cuadriláteros de lucha para sus performances.

–¿Qué pasa con la literatura oriental a principios del siglo XXI? 

Como siempre, hay escritores y hay gente que escribe. No es lo mismo, pero es una época de confusiones. En verdad hay mucha gente escribiendo, lo cual en sí mismo no es bueno ni malo pero es como una moda: cuenta tu vida, haz catarsis, el lenguaje es de todos, tú puedes, etc. El cernidor va a dejar pasar muy poco, me parece.

–Cuando hablas de la muerte de la literatura uruguaya en una entrevista sobre Washed Tombs, ¿a qué te refieres? 

A que le falta soplo vital, empuje pélvico, y no me refiero a literatura pornográfica. Falta una gran novela que deslumbre al principio y no decaiga meses después, o que vaya creciendo lentamente por debajo y un día se descuelgue como imprescindible, como algo que nos nombre. Pero, ojo, esa entrevista era a propósito de Washed Tombs, que es un librito mortuorio y cínico: cualquier cosa dicha a ese respecto contiene la falacia de lo emocional.

–¿Cómo entra tu literatura en el ecosistema literario actual? 

Entra por una esquina del pantano. Trata de no joder a ninguna otra especie y seguir circulando; y supongo que algo debe aportar, aunque más no sea una muy relativa autoficción políticamente incorrecta.

–En la primera página de Hispania Help dice «De verdad hay que tener suerte en la vida, y nacer en Londres». Me hizo acuerdo de eso que decía Onetti, que si Beethoven hubiera nacido en alguna parte de Uruguay hubiera sido director de la banda del pueblo. Tus libros son muy tuyos pero tienen una bruma melancólica «uruguaya» encima. ¿Geografía o búsqueda?

Obvio. Quisiera ver que J.K. Rowling fuera uruguaya. Suponiendo el milagro de que los escribiera, me pregunto cuántos Harry Potter vendía… Creo que el contexto nos determina siempre, no digo que lo haga negativa o positivamente de un modo prefijado. Pero lo hace, y si encima desde adentro se ayuda a la medianía estamos fritos. Uruguay es pequeño en dimensión geográfica, y al día de hoy sigue siendo un país en vías de desarrollo, con gente que vive en el siglo XXI, otra que aún vive en el XX, y en ese contexto y en particular para sus escritores las oportunidades de destaque en el escenario mundial son mínimas. No es que no las tenga, pero son pocas. Una prima mía dice que nos faltan quinientos años de labradío, lo menos. Creo que tiene razón.

–¿Se puede vivir de la literatura en Uruguay? No digo de los libros sino de periodismo cultural, traducciones, edición, corrección… 

¡Se puede morir de la literatura en Uruguay, pero vivir ni en pedo! No sé, boutade aparte creo que las actividades para-creativas como las que mencionás, cuando no son vocacionales, son solo parches. Vas haciéndote un sueldito del periodismo cultural, de los talleres de escritura, de corregir algún trabajo, de editar, de hacer la gran ghost writer, etc., pero en el fondo estás pendiente de la aguja del reloj y sabés que ese tiempo no solo no se traduce en dinero suficiente sino que se lo quitás a lo más personal y genuino que tenés, que es el libro que está en tu cabeza, siempre.

–¿En qué trabajas?

Hasta el pasado 31 de octubre trabajé en una licorería. Hay una epidemia de comercios que cierran puertas en Uruguay porque el socio estatal ya no sabe de dónde extraer divisas. Fueron 32 años vendiendo whisky y otros paraísos artificiales. También trabajo como reseñista cultural en el diario uruguayo El País desde 1993, coordino talleres de lectura y escritura, leo en una residencial de ancianos, etc.

–Me da la sensación de que los talleres de escritura están muy vivos en Uruguay, ¿cómo te va dando clases? ¿De qué sirve un taller? ¿Qué enseñas, cómo lo haces?

En Uruguay los emprendimientos o «negocios» funcionan por pequeños big bangs. Un día no hay ninguna lavandería y de repente aparecen cien. Tuvimos la época de las lavanderías, los cibercafés, las canchas de pádel, los gimnasios. Hay una moda de los talleres literarios, sí, tanto de lectura como de escritura. Toda mi vida renegué de ellos y no asistí a ninguno. Pero el tiempo es un carromato que te hace dar vueltas continuamente y un día Rosario Peyrou (crítica literaria y exjefa mía en El Cultural) me ofreció coordinar un taller literario en un club deportivo y dije que sí. Vi el asunto desde otro lado. No se enseña a escribir –lo digo cada comienzo de año–, nadie te va a enseñar. Fue, es y será siempre un aprendizaje solitario. No es como hacer chorizos en serie. Pero para aprender necesitás leer y mucho, conocer lo nuevo, aprender a interpretar, a leer de otra manera. Eso es lo que trato de «enseñar» en los talleres, no más. Y también es un mito que la gente va a los talleres para salir escritor. La mayoría va para pasar un buen rato, conocer gente, hacer catarsis de un drama personal… En el fondo saben o sospechan que no van a vivir de la escritura, que ese camino parece fácil pero si te vas a meter en serio tenés que estar dispuesto a varias renuncias y a mucha paciencia.

–En Hispania Help, al inicio, tienes unos largos párrafos sobre cómo escriben las mujeres y rompes con las autoras «canónicas»: Virginia Woolf y Clarice Lispector. ¿Hay una voz femenina en lo que escribes?, ¿te interesa que exista esa voz? Ironizas de una manera maravillosa, ¿te molestan los estereotipos?

Los estereotipos confunden y paralizan. Espero no apegarme a ellos, pero a menudo uno ve los de los demás y no se da cuenta de los propios. No me interesa marcar una voz femenina, no es lo importante. El género, la lucha de género, el «empoderamiento», el o más bien los feminismos, todo eso existe y está bien para determinadas conquistas, pero no debe ocupar el lugar de la escritura, lo bastardea.

–Luego de releer Irreversible y Washed Tombs, veo que hay una línea marcada con la muerte en tu escritura. 

Es que cuando se dice que la muerte es parte de la vida, en realidad debería decirse que la vida es parte de la muerte. La vida es un islita insignificante en esa eternidad silenciosa, por lo menos hasta donde sabemos. Me seduce la muerte como tema literario porque es riquísimo, inagotable. Porque no es solo la muerte física, desde luego, es todo el proceso de pérdida continua que es la vida. Eso no quiere decir en modo alguno que el discurso sobre la muerte sea triste, angustioso o para abajo. Puede y está bueno que tenga una complejidad mayor, que incluya humor, adrenalina y hasta felicidad, por qué no.

–Los ovnis comienzan a aparecer en la literatura latinoamericana contemporánea, por lo general, ligados a la ciencia ficción o a ciertas aproximaciones a ella. En Irreversible son parte de la «otredad» del campo oriental. Un campo donde no hay internet en el 2010, donde se sigue usando VHS, pero hay mucho experto en software. Háblame un poco de ese campo y de cómo funciona el tiempo en Uruguay. 

No soy ufóloga, ni podría, ni aunque me chocara con un ovni de frente a las cuatro de la tarde. Pero la sola idea de poder jugar en la imaginación con la existencia de ovnis o de aliens o de otros mundos enriquece la ya no poca riqueza de este. No hay nada más retorcido que la mente humana, y los personajes literarios apenas bordean la superficie, incluso los más complejos. Me gusta crear algún personaje que vea ovnis, o que sea testigo de Jehová, o que hable con los muertos. No conozco el interior del campo uruguayo y el que aparece en Irreversible lo hice demasiado bizarro para que se ajuste al molde del real (me han dicho que ajusta, sin embargo). Y es que Uruguay es… raro. No sé cómo funciona el tiempo, a veces siento que estamos detenidos en él, pero no en una fecha determinada, no es que nos hayamos detenido en 1900 o 1945 o 1980. Es una detención atmosférica, estamos sentados en una nube.

–¿Por qué varios de tus títulos están en inglés?

No es por estrategia, para ganarme ese mercado (bien que quisiera). Hispania Help me salió de adentro. La hispania latina y profunda, que suena mucho mejor que con esa ñ. Iris play era un nick que yo tenía en un viejo correo y chat (diabluras) y me pareció que conjugaba bien lo de mirar y jugar y lo adopté como nombre. El único que en puridad lo quise «hacer» en inglés fue Washed Tombs. Igual tengo todo un tema con los nombres y sus extrañas conjunciones. Y debe venirme o más bien se me afirmó con algo que un día le escuché a la genial Amarna Miller, una pornostar gallega o española: para nombre de actriz porno no hay nada mejor que juntar el nombre de tu mejor mascota con tu segundo apellido… y vos sabés que tiene razón. Mi nombre porno sería Peral Chouciño, ¿no está bueno?  A Venus derechito.

–¿Cómo es la vida en Uruguay? ¿Qué piensas de su futuro? 

Hay una naturaleza para disfrutar, un clima húmedo y ventoso, comer es caro, los impuestos son altos en relación a la devolución estatal en servicios, el número de empleados públicos es irrisoria e irritantemente elevado, la educación pública va en declive. No quiero sonar negativa. Por tanto no voy a meterme en el berenjenal de la política ni en la realidad delincuencial que rompe los ojos, ni en el contraste soberbio entre la bancarización obligatoria y los cantegriles (que ahora, por corrección política, debemos llamar «asentamientos»). Las películas todavía se subtitulan: eso es bueno.

El futuro es ese agujero negro en el que colocamos cosas que a lo mejor no serán; coloco poco ahí. ¿El futuro de Uruguay? No sé, uno dice el nombre de un país y piensa en un mapa, y los mapas cada tanto cambian o alguien pretende cambiarlos (mirá en la que se metió el imperio borbónico), así que todo puede pasar.  Fijate que ni siquiera puedo hablar mucho del presente de Uruguay, porque también en el aquí y ahora la porción que desconocemos es inmensa; y claro que no es la distracción que muestran genuflexamente la televisión y los diarios.

–¿Cómo es la movida editorial en Uruguay? ¿Ha cambiado mucho en los últimos años?

Más bien está en proceso de cambio; creo que aún no lo vemos. Están los grandes grupos editoriales y hay una serie de editoriales independientes (HUM, Banda Oriental, Irrupciones, Alter y otras) llevadas más a pulmón pero que están dando pasos que incluso por sedimentación y voluntarismo van a dejar huella. Publico en estas últimas, sobre todo en HUM, dirigida por Martín Fernández, que es la pista de salida de mucho autor joven o no tan joven. El mercado uruguayo es reducidísimo, con o sin publicidad de banners o carteles, pero la sensación de pertenecer a una movida –generacional, epocal, geográfica incluso– la dan las editoriales pequeñas.