Cierto día, en un programa llamado Mekano, un tipo tomó aire y anunció que daría a conocer la verdadera identidad de Larry Moe. Su mirada desafiante delataba lo convencido que estaba de que en la TV chilena (y quizás hasta mundial) habría un antes y un después de la revelación que pensaba hacer. Luego del respectivo silencio sepulcral en el estudio, anunció, casi con los ojos en blanco y marcando cada sílaba: «Su nombre real es… ¡Roberto Rivadeneira!».

Desde el otro lado de la pantalla, en mi guarida de francotirador enmascarado, la única neurona que se necesita para ver esa clase de programas susurró: «Cagamos».

Pero en el set de Mega nadie supo muy bien qué hacer. La sonajera de grillos fue impresionante. El episodio me hizo comprender que mi anonimato estaba más a salvo que nunca, que el personaje se había devorado con gafas oscuras, abrigo y sombrero a la persona.

Lo curioso es que, para cierta gente, el hombre detrás de Larry Moe, quien paga las cuentas y va al baño mientras Larry Moe ve tele… también es un personaje. Tal vez por algunos episodios que muchos periodistas de mi generación se han encargado de divulgar con lujo de detalles, aunque son contados con los dedos de las manos de una serpiente quienes los llegaron a presenciar realmente.

Superhumanista

En 1985 cursaba primer año de Periodismo en la Universidad de Chile y la FECH se aprestaba a elegir a sus nuevos líderes. Eran los tiempos en que el caso Degollados era tema nacional (para ciertos medios, omisión nacional). Y aunque yo no estaba tan conectado políticamente (y sigo sin estarlo), de vez en cuando participaba en salidas a la calle contra el régimen.

La verdad, me atraían las frescas y alegres ideas del Partido Humanista. No lo pensé dos veces y un día me aparecí por el campus disfrazado de Superman, pero uno a escala, más que humana, nerd. Simulé músculos metiéndome toallas bajo una camiseta, me puse mis calzoncillos regalones sobre unos bluyines viejos y como capa utilicé una sábana. El cartel con que me empecé a pasear por la Escuela rezaba «Sé tu propio héroe: vota Humanista».

Coseché dos votos (uno mío, creo) y la furia de los humanistas, que me acusaron de haberle asestado un daño irreparable a la colectividad (¿ya les mencioné que mi acción de arte fue inconsulta?). Del episodio me quedó dando vueltas una pregunta: ¿por qué cuando me dijeron que todo debía girar en torno al ser humano no me aclararon que había una sola excepción y que esa era yo?

Años más tarde, el periodista y conductor de radio Freddy Stock diría en el programa SQP, en calidad de testigo ocular, que yo solía pasearme con una malla de ballet por el campus, dejando entrever tres falacias: una, que había un campus cuando en realidad las Termas de Belgrado apenas alcanzaban a parecer un triste edificio administrativo (el que se le conociera como «las Termas de Belgrado» me pare ce bastante autoexplicativo); dos, que las mallas eran un atuendo frecuente en mí, y tres, que mi heterosexualidad no siempre estuvo tan clara. Ese día el colega le confirió una nueva dimensión al concepto de tergiversar. Tengo mi teoría sobre la tirria que me tiene: nunca me perdonó que en 1987 le devolviera ese long play de George Harrison todo curvado y doblado. ¿Qué sabía yo que no había que dejarlo al sol?

Cómo llegué a ser emperador

A mediados de 1988 se anunciaban elecciones en el centro de alumnos de la Escuela de Periodismo, ubicadas por entonces en la calle Belgrado, apenas un pasaje que da a Vicuña Mackenna (hoy calle Periodista José Carrasco). Ya que era alumno de ese centro del saber me di la libertad de pensar «¡qué ganas de votar por alguien que me represente!». En la lista saliente estaban Juan Carlos «Pollo» Valdivia y otros elementos muy entusiastas, que traían bandas de rock e incurrían en populismos similares, pero cuya administración no quedó en la memoria del estudiantado. Al fragor de los delirios postadolescentes de un puñado de camaradas marginales, gente muy buena, entre nerds y reptilianos (los hoy periodistas Roberto Farías, David Ponce y Johnny Venegas eran la base de mi comando; siempre los consideré «ultraanarcos moderados»), fue tomando fuerza la idea de presentarme como candidato.

No pasaba de ser un juego, hasta un episodio clave ocurrido cierta mañana. Yo estaba como siempre, sentado en el patio, mirando al Sudeste, apoyada mi espalda en una puerta que nadie abría desde dentro, porque se sabía que no faltaría el tontito que la ocupaba como respaldo. Se me acercó una compañera que con los años se convertiría en una consumada editora de matinales. Ella encabezaba la otra lista, una majamama de tendencias de oposición a la dictadura en la que además estaba el hoy periodista Rodolfo Nieto. Ni siquiera me saludó. Solo me preguntó: «¿Vas a ir al foro?». Yo le respondí, no muy convencido, «sí». «¿Y para qué?», me volvió a preguntar, burlesca. Eso me hizo hervir la sangre y me prometí quitarle el mayor número de votos que pudiera.

Y fui al famoso foro. Cuando me correspondió el turno de dirigirme a los estudiantes les dije: «Si me eligen les aseguro que voy a ser el primer presidente del centro de alumnos que cumpla al pie de la letra su programa. Y este programa se resume en una sola frase: no voy a mover un dedo». Dicho eso, volví a mi asiento. Entonces el moderador del foro me hizo ver, preocupado, que el reglamento para estos casos estipulaba que debía hablar durante al menos cuarenta minutos, y que de lo contrario mi candidatura no sería válida.

Miré a la  compañera  que  se  había  burlado de mí y ante ese brillo socarrón en sus ojos no lo pensé dos veces y le pregunté al moderador: «¿Puedo ocupar esos cuarenta minutos hablando de cualquier cosa?». Revisó nervioso unas hojas que tenía en sus manos y al cabo de unos segundos me contestó: «El reglamento solo dice que deben ser cuarenta minutos». Así que me largué a hablar literalmente de cualquier cosa. Conté chistes, dividí a los asistentes en tres grupos, los hice competir entre ellos, hice como que los estaba hipnotizando para que me dieran su voto e imité los gestos más histriónicos de los candidatos «de verdad», demostrando que tenía esa característica de los que triunfan en instancias electorales.

Un frío día de junio fue el momento de la verdad. La mesa de votación estaba tomada por mis partidarios, que  vociferaban  mi  nombre  y se pasaban los sufragios emitidos de mano en mano. Supe un tiempo después (como tres horas después) que si mis secuaces sospechaban que alguien no había votado por mí ese papel tenía muy pocas posibilidades de llegar a depositarse dentro de la urna.

Gané por dos votos (uno mío, creo). En el conteo, cuando presentí que era el nuevo presidente de los estudiantes de Periodismo de la Universidad de Chile, empecé a acercarme a la puerta de la cafetería sin que nadie lo notara y me largué a correr cruzando una cancha hacia Arquitectura. En plena carrera sentí un estruendo. Había triunfado la involución. Y la consecuencia: al fin tendríamos un representante que cumpliría sus promesas de campaña.

Así fue como empezó mi carrera política. A poco andar, al ver que los más comprometidos me reprochaban mi estoica y feroz apatía al frente de la Escuela, en una breve pero emotiva ceremonia, duchándome antes de partir a clases, decidí proclamarme emperador. Así tendría el poder que realmente me interesaba, el simbólico, el que no se ejerce. Lo hice, y como por arte de magia las quejas cesaron.

Aunque suene difícil de creer, estuve un año (de junio de 1988 a junio de 1989) cultivando deliberadamente la nada como dirigente estudiantil. Miento, una vez hice una colecta en la Escuela para comprarme una chaqueta negra de cotelé preciosa en una tienda de ropa americana de la calle Bandera (me la iban a reservar solo 24 horas).

El día en que casi cayó María Eugenia Oyarzún

Al día siguiente del plebiscito del 88 intenté derrocar a María Eugenia Oyarzún, a la sazón directora de carrera, y nombrar en su lugar a mi padre. Finalmente no se pudo, por una razón técnica: la señora del moño no quiso recibirnos cuando le contamos a su secretaria el motivo de nuestra visita.

Una hora antes de eso mi viejo, que es más loco que una cabra, faltó a su trabajo e hizo el revolucionario anuncio de que nos estábamos tomando la Escuela en una sala atestada de alumnos. Se presentó como Epaminondas López, dijo ser un intelectual que volvía del exilio en Centroamérica y cada cinco minutos miraba por una ventana, asegurando que era víctima de seguimientos. Un solo ejemplo de lo estrafalario de su presentación: anunció que su primera medida sería clausurar el cuarto oscuro de la clase de fotografía. Cuando le consultaron por la razón explicó que ahí se trabajaba con negativos y que «no quiero nada negativo en mi administración».

La chirigota se descubrió cuando un compañero de curso, tras notar el espeluznante parecido físico, le preguntó si teníamos algún parentesco. Mi padre, sintiéndose cercado, solo atinó a responder «habría que preguntarle a la mamá» y huyó por la puerta más cercana, imitando la disparatada forma de caminar de Groucho Marx. La mayoría celebró la performance con risas y aplausos, pero hubo quienes quisieron pegarme. La bromita del emperador, según ellos, había ido demasiado lejos. Era gracioso: me culpaban por no hacer lo que ellos nunca hicieron.

No fue el único acto subversivo que impulsé. Había un nieto medio punkie del escritor filonazi Miguel Serrano, estudiante de otra carrera. Cuando supo que había sido elegido se me acercó con otros tipos, todos muy extraños, y me dijo que ellos pensaban como yo y me preguntó qué podíamos hacer como acción conjunta. Para mis adentros me pregunté cómo podían saber qué pensaba yo, si ni yo lo tenía claro. Mientras, les comentaba que pensaba quemar todos los pupitres y muebles viejos de la Escuela, como un símbolo de los nuevos tiempos, marcados por la anarquía. Para mi sorpresa, se la creyeron. Y al día siguiente uno de mis leales «soldados» me avisó que se presentaron en «las termas» premunidos de algo parecido a un bidón de parafina. Comprenderán que me escondí en uno de los habitáculos del baño del segundo piso y solo salí cuando había oscurecido.

Para cierta gente, el hombre detrás de Larry Moe también es un personaje. Tal vez por episodios que muchos periodistas de mi generación se han encargado de divulgar con lujo de detalles, aunque son contados con los dedos de las manos de una serpiente quienes los llegaron a presenciar realmente.

La transición desde El Mercurio

No fue fácil aprobar la prueba de práctica para El Mercurio. Me tocó reportear el Servicio Electoral. Se acercaban las elecciones de 1989, las primeras presidenciales en diecinueve años. Lo que más nos recalcaron fue que iban a evaluar la rapidez. Yo no fui el primero en entregar mi reportaje. Ni el segundo, ni el tercero ni el cuarto. Ni siquiera el quinto. Fui el último. En todo momento frente a esa máquina de escribir pensaba: «Tengo que hacer algo bueno». Y me fue tan bien que me dieron la oportunidad de escoger en qué sección del diario hacer mi práctica. Me incliné por Política. Era un gran desafío, considerando los tiempos que corrían. No contaba con el alud de miradas feas que recibiríamos los jóvenes reporteros cuando nos presentáramos en conferencias de izquierda como enviados de El Mercurio. Nos sentíamos como los críos que los argentinos mandaron a combatir a las Malvinas.

En los cuatro primeros meses de 1990 hice la práctica, pero luego seguí yendo a la redacción del diario, porque sí, así que no les quedó más remedio que contratarme. Tuve mis roces con algunos colegas que ya estaban en la planta, como un viejo reportero que un día me retó por entregar mis notas «demasiado rápido». Me hizo ver que estaba dejando mal al resto y que lo que se acostumbraba en la sección era soltar los temas cerca de la hora de once, para que hacerlo y salir de la pega fueran una sola cosa. En un principio no encontré muy defendible el apretón que me hizo, pero, poniéndome en el pellejo de un chileno medio, flojonazo y malentendidamente solidario, me pareció hasta razonable. Como tampoco quería dejar de escribir a la velocidad de la luz (pese a que lo hago con un solo dedo), cada vez que me encargaban el seguimiento de una noticia o uno que otro asesinato de imagen que por supuesto nunca perpetraba («partiste a la casa de Schaulsohn y otros socialistas y volvís a describir el lujo en que viven», etc.), le decía a mi editor que me diera más notas y se las iba entregando durante el día. Así, terminaba junto con los zapatillas de clavos pero producía más, lo que me dejaba con mi conciencia en paz.

Todos decían que era el regalón del temido editor general. Les sorprendía que él esperara mis textos con una paciencia que no le dispensaba a nadie más. A veces se escondía detrás de mi Harris (esos computadores con fondo de pantalla negro y enceguecedoras letras verdes), asomaba la cabeza y me preguntaba paternalmente: «¿Falta mucho?». Yo creo que me daba más tiempo porque sabía que podía confiar en mí. Una noche me encargó la edición de una nota sobre un discurso de Pinochet en la Escuela Militar, hecha por un colega que llevaba años en el diario. No podía creer lo que llegó a mis manos. Era un resumen del discurso casi textual y ordenado cronológicamente. La pirámide invertida que nos enseñaban en ese tiempo se había ido absolutamente a las pailas. Venía titulado «Comandante en jefe del Ejército se dirigió ayer a la institución». Y en el penúltimo párrafo estaba la verdadera  noticia, que Pinochet pedía «lealtad irrestricta» al Ejército. Eran los inicios de la transición, los tiempos de los pinocheques, el boinazo, todo muy tenso. Retitulé «Comandante Pinochet pide lealtad irrestricta al Ejército», hice una introducción periodística como la gente y recién entonces liberé el texto.

El otro editor que recuerdo fue un experimentado periodista paraguayo. El día en que mataron a Jaime Guzmán lloraba como un niño. Una vez me llamó y me hizo ver que la tenida con la que yo iba a trabajar (polera negra estampada con el escudo de Guns’ n’ Roses y pantalones de cotelé ceñidos con tajos remendados con riguroso y ordinario hilo negro) no calzaban con la imagen de El Mercurio. Le conté que me había comprado un terno, lo que hizo que le brillaran los ojitos. Al correr de las semanas, tras percatarse de que seguía yendo a trabajar de lunes a viernes con mis pilchas metaleras y que solo los turnos de fin de semana sacaba mi tenida elegante, me volvió a llamar. Me pidió que le explicara por qué no iba formal en la semana e informal sábado y domingo, como toda persona normal. Le contesté, muy serio, que era para que el terno no se me gastara tanto. Se puso rojo como tomate, me clavó sus ojos empinándolos por sobre sus lentes, dejó escapar un resuello de impotencia, se dio media vuelta y se alejó. Nunca más volvimos a cruzar palabra.

Fonopitanzas

Sebastián Campaña, un periodista a quien conocía de la Escuela, estaba lleno de pega y me pidió que fuera en su lugar a una conferencia de los presos políticos en la Cárcel Pública. Me pasó un papelito con un nombre, el que, emocionado como estaba, apenas tuve tiempo de guardar en un bolsillo. Pedí mi móvil (los fotógrafos tenían su propia pauta y llegaban siempre en autos propios), pilas nuevas para mi grabadora, busqué mi libreta y mi credencial y partí rumbo a la gloria. Al menos era lo que yo pensaba. Llegamos a la puerta del penal, jadeante me identifiqué como periodista de El Mercurio y le comuniqué al gendarme que venía a la conferencia de los presos políticos, que estaba fijada para «las diecisiete horas». El hombre me miró con un dejo de extrañeza (hasta diría que sonrió) y me dijo que esperara. Al cabo de diez minutos volvió y me informó que «la conferencia había sido cancelada». Volví, con la tristeza propia del caso, a la fortaleza de Lo Castillo. Apenas me vio, Campaña me preguntó cómo me había ido. «Mal –le contesté, explicándole el problema–, la conferencia no se hizo.» Mi colega parecía estupefacto, hasta tartamudeó un poco. Me pidió que le contara paso a paso lo que había dicho al llegar a la cárcel. Le relaté lo mismo que a ustedes. Se agarró la cabeza a dos manos. «¿¿¿Y el papelito que te di???», gritó. Recién entonces me acordé del papelito. No alcancé a preguntarle quién era la persona cuyo nombre aparecía allí cuando Campaña ya me estaba fulminando con un «¡¡¡Pelotudo, estas conferencias son clandestinas!!! ¡Tenías que hacerte pasar por un familiar de un preso y preguntar por él!»…

Pero en general lo pasé muy bien en El Mercurio. La carta del casino era imponente. Las dietas estaban pensadas para cubrir los requerimientos nutricionales de un rango que iba desde las secretarias hasta los camioneros que llevaban las páginas del «decano» hasta las más apartadas regiones del país. Y yo comía como camionero. Rara vez había alcanzado a digerir completamente el almuerzo al momento en que me estaba sentando a tomar once.

Mi otra especialidad, además de visitar el casino, era hacer bromas pesadas a los colegas. Hice caer, por ejemplo, a un reportero de Deportes y hoy editor de 24 Horas haciéndome pasar, por teléfono, por un hincha de Colo Colo que estaba muy enojado porque se había topado en un puticlub con Marcelo Barticciotto, cuando se suponía que el futbolista debía estar concentrado para un importante partido. ¿Y se acuerdan de la fuga de los 49 reos políticos de la Cárcel Pública en enero de 1990? ¿Esa en la que cavaron durante meses un túnel y escondieron cincuenta toneladas de tierra? Al día siguiente llamé a mi propia sección desde otro teléfono y pude ver cómo contestaba otra alumna en práctica, actualmente editora de un importante diario de circulación nacional. Le dije, con voz entrecortada, que era uno de los evadidos y que quería que tomara nota de un comunicado, pero que tenía que ser muy rápido porque no iba a permitir que localizaran la llamada. Gocé viendo cómo empezó a lanzar desesperados manotazos a otras dos practicantes, respetables y conocidas periodistas en la actualidad, pidiéndoles papel y lápiz para anotar. Yo la amenazaba con «voy a cortar» y más aleteaba la pobre. Finalmente me compadecí y le dije que mirara a su espalda y la saludé con la mejor cara de «sorry» que pude articular entre el ataque de risa.

Cómo metí preso a Aylwin

También mandé preso a Aylwin. Fue en 1991. Claro que eso no fue broma. Las cosas fueron como sigue. El día en que el editor general me dijo que iba a empezar a ayudar a los editores a ordenar los textos que les llegaban, me tomé esa responsabilidad lo a pecho que corresponde y me quedé después del trabajo un par de horas, ensayando en el computador los comandos necesarios para comprimir y ensanchar las letras de los titulares. Lo hice hasta que le tomé el pulso al asunto. Lo último que ejercité fue «Pdte. Aylwin sufre» arriba y «percance automovilístico» abajo. Y como bajada agregué: «Hasta el cierre de esta edición el primer mandatario permanecía privado de su libertad por infringir una serie de normas de tránsito». Pura ficción, ciertamente.

Era tarde. Pedí el radiotaxi para volver a casa y estaba con demora. Aproveché de matar el tiempo terminando la imaginaria crónica. Escribí, por ejemplo, que el Vicepresidente Enrique Krauss llamaba a la calma a la ciudadanía, e incluí reacciones del Ejército, la Iglesia y varios políticos. A todo esto las mentadas infracciones eran ir contra el tránsito, pasarse una luz roja y resistirse a la acción policiaca. Contaba que, según testigos, cuando un patrullero le pidió sus documentos Aylwin le hizo ver que era el Presidente de la República, a lo que el oficial respondió volteándolo enérgicamente contra el vehículo y separándole las piernas, para registrarlo.

Fotocompuse la nota para tenerla de recuerdo, la fui a buscar al primer piso y al volver a mi máquina quise borrarla, pero el sistema no obedecía mi instrucción. Pensé algo así como «ya se borrará» y me fui.

Cuando llegué al día siguiente todos me miraban como si fuera un condenado a muerte caminando hacia la silla eléctrica. Una periodista, que alguna  vez  escribiría  columnas  sobre  televisión bajo el seudónimo «La Hechizada» en la revista Caras, me contó que la nota había sido tomada por la cadena mercurial en el norte y sur del país. Que todos llamaban a Santiago preguntando si era verdad la noticia sobre Aylwin que iba en primera página (yo le había puesto todas las claves y señas pertinentes para una nota de primera página, porque eso quería ensayar). Que como efectivamente iba una foto de Aylwin en portada, algo menor (bueno, comparado con su detención, todo era menor), de Santiago les respondían que sí, que era verdad lo de la nota en portada. Que fueron tantas las verificaciones que se pedían desde regiones que uno de los jefes máximos del diario decidió ver la famosa noticia. Me contaron que se puso amarillo, que casi se desmaya.

Tras la natural corte marcial de estos casos, todos los jerarcas quisieron echarme. Todos salvo dos: el editor general, por supuesto, y el editor de Espectáculos, que era el más joven de todos y quizás por eso no lo tomó como algo tan grave. El del temido editor general fue mi voto clave. Dijo que una clara señal de que no estaban ante un sabotaje era que me había identificado en los recuadros respectivos de la nota.

Renuncié unos meses después. Quería concentrarme en terminar mi tesis de título. Mi madre lloró. Me dijo que estaba tirando al tacho de la basura la oportunidad de mi vida.

My name is Moe, Larry Moe

En 1997 eran muy esperadas las columnas que Marco Antonio de la Parra ofrecía desde La Segunda bajo el seudónimo de Zap Zap. A un excompañero de curso en la universidad (hoy subdirector de Las Últimas Noticias) le encomendaron la misión de dar con quien pudiera ser la respuesta LUN a Zap Zap. Algo así como los Monkees frente a los Beatles. Alguien le dijo a mi excamarada que quizás yo sirviera para eso, él me habló del tema y al día siguiente le envié por fax tres críticas a modo de prueba. En menos de una semana me dijo que el puesto era mío. Fui al diario, a Bellavista, y cuando me presentaron a Rommel Piña, otro periodista de espectáculos, mi primera reacción fue de genuina admiración: «¡Qué buen seudónimo!». Pensaba que todos tenían chapas.

Ah, mi seudónimo. Yo era partidario de Paul Tergeist, graciosísimo juego de palabras basado en la película de terror que parte con los puntitos de un canal de televisión que ha dejado de transmitir. Ni siquiera discutieron la idea. Entre mi excompañero y un revoltoso diagramador se les ocurrió fundir dos de los nombres de Los tres chiflados y, dado lo tarde que era, dejar hasta ahí la «tormenta de ideas». Yo me fui a casa pensando que mi idea era mucho mejor, pero cuando empecé a escuchar mi seudónimo en boca de los famosos de la tele (Raquel Argandoña me nombra seguido), «Larry Moe» empezó a sonar como música para mis oídos.

Mi primer comentario apareció el 25 de julio de ese año y fue sobre Corazón de melón, un programa de UCV-TV en que Javiera Contador leía poemas enviados por los televidentes. Nunca leyó el que mandé yo. Se titulaba «Suspiros huracanados, volteretas azules y tu voz, deletreando mis sueños». Seguramente recibió mejores.

Todo era nuevo para mí en los primeros años como este enigmático francotirador. Cuando un conductor de TV, José Tomás «Coté» Correa, rompió al aire mi columna contra su programa Grado 28 en Canal Rock & Pop, con mi esposa de entonces saltábamos abrazados y alborozados. Larry Moe había empezado a pisar callos.

Por entonces boleteaba para LUN pero el fuerte de mis ingresos era mi trabajo en CONAF. No, no era Forestín, aunque varias veces me tocó meterme en ese pesadillesco y asfixiante traje de coipo gigante. Era editor de tres publicaciones institucionales. Prácticamente no almorzaba. Ocupaba esa hora para ir a mi casa desde el Paseo Bulnes, ver en tiempo récord los VHS con programas de televisión que había grabado entre la noche anterior y esa mañana, y preparar mi comentario del día, el que era impreso y enviado por fax al diario. Un día estaba en medio de este estrés y me di cuenta de que la entrega para el suplemento Primera Fila, que consistía en tres comentarios, estaba quedando muy amorfa porque me había embalado mucho en los dos primeros textos, lo que me dejaba un reducidísimo espacio para el tercero  de  los  programas, que  era  Los  Venegas.

Como nunca me gustó esa sitcom, salí del paso escribiendo: «Para este programa he decidido escribir una cantidad de texto equivalente a la gracia que me causa». Y punto final.

Derecho a réplica

El hecho de que mantuviera fieramente resguardado el anonimato enervaba a muchos de los criticados. Cierta vez del diario me advirtieron que el locutor en off de uno de los tantos matinales siniestrados de Canal 13, Manuel Enrique Thompson, llegó hasta las oficinas de LUN con intenciones  evidentes  de  ponerme  un  par de tatequietos. Todo porque había escrito que su voz era «demasiado engolada». Lo más curioso fue que llegó preguntando «por ese señor inglés que habla mal de mí». En otra ocasión opiné que la actriz Soledad Pérez «no estaba ni en edad ni en forma para aparecer en portaligas» en el segmento que hacía con Che Copete en el nocturno Lunáticos de Chilevisión. Ella me mandó a decir que pusiera «hora y lugar» para mostrarme «qué tan en forma» estaba. Nunca supe si aquello fue una invitación a una cita a ciegas, a un encuentro erótico o simplemente a una conversación. Un colega que hoy escribe libros sobre fútbol me pidió casi de rodillas ir en mi lugar, pero no accedí. ¿Qué pasaba si me dejaba mal parado?

Trabajo desde mi casa. Por razones de seguridad. Además, como lo hago más horas de las habituales (en un día normal veo televisión desde las ocho de la mañana hasta pasadas las dos de la madrugada), una condición humanitaria mínima es que pueda hacerlo en pantuflas, por poner un solo ejemplo.

Por lo anterior, no han sido pocas las veces en que he debido dictar a mis colegas de LUN diálogos televisivos que he visto y grabado. Una vez me llamó uno de ellos para saber si había estado atento a un pelambre de Vivi Rodrigues (ex Porto Seguro y musa del axé) contra Lola Melnick en el reality Granjeras. En un momento dicté un pasaje en que la brasileña se refería al plano afectivo de la ucraniana: «Ella es muy carente», soplé a través de la línea telefónica. Al día siguiente el titular era «Lola Melnick es muy caliente». Tampoco es tan malo, filosofé.

Sobre los editores tengo algo que decir. Siempre he  pensado  que son  una  raza  maligna. Se interponen entre redactor y lector y, blandiendo más escrúpulos de los que sentirán en toda su vida ambos conjuntos, tuercen el destino a su amaño. Parecieran gozar tijereteando oraciones, desfigurando analogías, malogrando conceptos y arruinando ironías mediante el torpe expediente de intercalar innecesarias explicaciones en todo momento. En una oportunidad comenté un espacio de moda del cable y rematé con un juego de  palabras  que  creí  deliciosamente  detectable a simple vista: «En síntesis, un programa como Dior manda». Claro, al editor de turno no se le ocurrió nada mejor que creer que me había equivocado de tecla y al día siguiente todo el país asistió al cierre de columna más desabrido de la historia mundial de la crítica de televisión (firmado por mí, por supuesto): «En síntesis, un programa como Dios manda». Si serán.

Un salado encuentro

El 2005, en el programa Mucho gusto, la excantante y hoy opinóloga Patricia Maldonado me encaró mirando a cámara. Me dijo que era un cobarde  por  ocultar  mi  identidad  y  exclamó: «¡Cuánto daría por tenerlo al frente cinco minutos!». Algo en su tono encolerizado me decía que sus intenciones no eran tan sugerentes como las de Soledad Pérez hacía unos años. Ese mismo día fui con una compañía femenina al restaurante El Parrón de Providencia (hoy demolido) y adivinen con quién me encontré en la mesa contigua. Estaban Raquel Argandoña, el Lolo Peña, la señora Maldonado y su marido Jorge Pino. En un momento dado, Patricia empezó a buscar con la vista, al borde de la desesperación, a su garzón.

«No nos puso sal este huevón», se le escuchó claramente. Como un rayo, me levanté de la mesa, tomé el codiciado condimento y se lo facilité, mirándola a los ojos. Ella, de cuyo cuello colgaba su famoso corvo, me sonrió toda cocoroca. Al día siguiente, le respondí vía columna su bravuconada televisiva: «Pero, Patricia, si anoche en El Parrón te pasé la sal y no me dijiste ni pío». Ahí quedó tirada. Me sentí como Manuel Rodríguez cuando le abría la puerta del carruaje a Marcó del Pont. Heme aquí. Tras dieciséis años y dos meses de  ver  ininterrumpidamente  televisión  chilena en cinco televisores, y llenar 2.494 videocassettes VHS y 873 discos DVD, que se traducen en 16.710 horas grabadas y almacenadas en bodegas de diferentes edificios del Gran Santiago, puedo decir que después de todo mi vida no es tan aburrida como sugiere mi caminar cansino y mi vista perdida en las próximas columnas.

En todo caso, no ignoro el daño que una televisión como la chilena puede causar en la salud mental de alguien que ha estado expuesto a ella sistemáticamente, como yo, por lo que estudio por estos días la presentación de la primera querella criminal contra los que resulten responsables de semejante agresión. No se la van a llevar pelada. Y si no gano en tribunales, por lo menos que se cree conciencia para que algún día esto sea cubierto (o cubrido, como dicen los estadistas de ahora) por el AUGE.