El texto es un bosque en el que el lector es el cazador”, dice Walter Benjamín, y me parece una primera entrada en materia, con el lector de por medio, a la literatura del yo: considerar al lector respetuosamente, pero no ceñirse a sus aspiraciones. Escribir para complacer al lector es un absurdo.

Bergson en Materia y memoria dice algo que me complace enormemente: “Hay que saber otorgarle valor a lo inútil”, porque la gente piensa que todo texto pretende tener una validez universal y al mismo tiempo una capacidad de resonancia. Lo cierto es que lo único que vale la pena en un diario –y no quiero ser dogmático– es el hecho de acordarse.

En La memoria, la historia y el olvido, Paul Ricoeur dice que “al acordarse de algo, uno se acuerda de sí”, y concluye que “la memoria garantiza la continuidad temporal de la persona”. Pero existe un riesgo al recordar, sobre todo en las memorias, porque los diarios son mentirosos, y uso la palabra mentira sin la carga que tiene en la tradición judeo-cristiana, sino en la acepción antigua de mito, de fabulación, de recomposición, de transposición.

Existe, decía, un riesgo en las memorias, el de la imaginación retrospectiva que modifica ciertos vestigios de la humanidad de uno, de la desesperación, haciendo de un hecho insignificante una entrada a la epopeya, volviéndonos recién ahora al escribir invulnerables frente a la página en blanco, en medio de una absoluta calma. De ahí que uno, cuando recompone y trata de aceptar los desafíos de los paisajes de la memoria, se encuentra con un problema: si de niños vimos el jardín de la casa en el sur como una especie de abadía, de gran espacio, o una especie de espacio –para utilizar la expresión que le gustaba a Perec–, lo cierto es que ahí cabe todo, cabe el árbol en que me encaramaba para ver si aparecía la española de la novela La Isla del Tesoro, por el río Cautín hasta llegar cerca de mi casa, podía ver al capitán y a los miembros de la tripulación, la botella de ron y el cofre con los doblones, etc. Yo estaba ya fingiendo un paisaje que era real.

Ahora, todos los escritores tienen una relación con el paisaje muy compleja. Siempre he admirado un libro que se llama Adiós a todo eso, son las memorias de la Guerra de 1914, de Robert Graves. En ese libro, él cuenta que peleaba en las trincheras, regresó a su casa en vacaciones, retomó el libro que había leído antes de enrolarse –me parece que los poemas de Robert Browning– y mirando por la ventana que daba a un bello jardín comenzó a notar un cambio en él, lo vio “como un lugar preciso en donde se podía emplazar un cañón, cuidando el emplazamiento lateral, pensando en la posible entrada de la retaguardia”. Se transformó en un paisaje militar lo que había sido un tranquilo paisaje civil, donde él escribía y leía.

El paisaje se había vuelto instrumental, utilitario, lo mismo ocurre en un bello libro del escritor inglés Siegfried Sassoon, Memorias de un oficial de infantería. Todo en él cambia una vez que va a la guerra.

Pero, ¿qué pasa con los diarios? Hay una obra de Maurice Blanchot, que se llama El espacio literario, donde él dice todo lo que uno podría querer decir: “el diario no es esencialmente confesión, relato de sí mismo, es un memorial. ¿Qué debe recordar el escritor?, debe recordarse a sí mismo. Al que es cuando no escribe, cuando vive la vida cotidiana, cuando está vivo y verdadero y no moribundo y sin verdad. Pero el medio que utiliza para recordarse a sí mismo es, cosa extraña, el elemento mismo del olvido: escribir. De allí, no obstante, que la verdad del diario no esté en las notas interesantes, literarias, sino en los detalles insignificantes que lo atan a la realidad cotidiana. El diario representa la serie de puntos de referencia que un escritor establece para reconocerse cuando presente la peligrosa metamorfosis a la que está expuesto”.

La memoria es el intento de recordar para siempre. Al recordar hacemos que el pasado germine, no es el traslado mecánico de un pasado autárquico, que valga por sí mismo, que se desarrolle por sí mismo, sino que germine. Germina, porque crecen ramas, que a veces pueden ser excesivas o exuberancia pura para recorte, pero que otras veces crecen bien.

El recurso del diario, también dice Blanchot, “indica que quien escribe no quiere romper con la felicidad, quiere que los días continúen de verdad”, y los días continúan de verdad en la página. Cuando tengo el espacio de una hora, digo, a ver, ¿qué estaba haciendo en 1945, 48, 50, 52, el mismo día de hoy?, entonces tengo la ventaja de haberlo escrito, pero me pregunto a mí mismo, ¿lo que puse ahí, es verdad? Y tengo serias dudas acerca de si no son ya mentiras iniciales. Ahora las emplazo de otra manera, vuelvo a contar en el diario y a la historia le surgen ramificaciones que son evidentemente posteriores, pero que pude haber pensado entonces. También hay infinitos personajes que pasan, y cada cinco años más o menos hay un cambio de piel, y por cierto que se rectifica o ratifica algún acontecimiento del pasado.

Otro punto que me parece muy importante, es cuando alguien dice “le falta un peso metafísico a tus diarios”, lo que es en el fondo una forma de agraviarme, pero yo tengo siempre a mano fichas para responder (no respondo por mí mismo porque me da vergüenza). En los diarios de Fernando Pessoa hay una frase: “la metafísica: caja para contener el infinito. Siempre me hace pensar en aquella definición de caja que un día oí de la boca de un crío. ¿Sabes lo que es una caja?, le pregunté yo, ya no recuerdo por qué. “Sí, señor”, me respondió, “es una cosa para guardar cosas”. Entonces, esa caja de alguna manera está en mis diarios y si tiene alguna carga puramente física, me excuso aún por ello.

Indudablemente, el libro en que yo más aprendí sobre la relación autor-lector fue En busca del tiempo perdido de Proust. Y hay unas cosas que subrayé alguna vez, donde dice él, en El tiempo recobrado: “No serían a mi entender mis lectores, sino los propios lectores de sí mismos. No siendo mi libro sino como aquellos lentes de aumento que ofrecía a un comprador el óptico de Combray, mi libro gracias al cual les proporcionaría yo el medio de leerse en sí mismos”. Creo que esa es la posibilidad que todo diario tiene. Puede que sea de toda obra literaria, pero me limito al diario.

He leído muchos diarios, he leído todos los diarios de Julien Green, que no está traducido al castellano desgraciadamente. Mi admiración es tal, que hace muchos años lo visité en su departamento de Passy, próximo a la casa donde Balzac estaba condenado “a novela perpetua”, con el fin de apaciguar a los acreedores. Y en donde se hallaba una clínica para enfermos mentales, en la que languidecía, entre otros artistas, Guy de Maupassant. Green, que en ese momento tenía ochenta años, dijo que el diario era un modo de ir página a página dejando señas para que la muerte no le arrebatara lo mejor de él, lo que le ocurría día por día y lo de afuera, las cosas del mundo en el que vivía.

¿Qué es lo principal de un diario? Todo, nuestras falencias, el orgullo, nuestras obsesiones, el amor, los fracasos, las mentiras, los malentendidos, los afanes por hacerse de aquello que Nietzsche llamó “la gloriola”. Muchos escritores viven de su voluntad de no estar una hora solos, fuera del aplauso, de los halagos.

En los diarios encuentro el gran registro de la vida, las 6000 páginas del diario de Daimiel; las 5000 de Paul Léautaud; las 4000 de los cuadernos de Paul Valéry; los dos volúmenes de Paul Claudel.

Sé muy bien que mis propios diarios, ocho volúmenes publicados, dos en prensa, 6000 páginas, son formas autobiográficas soslayadas. A veces el texto mismo sobreviene como una especie de interpretación de hechos puros, en ocasiones me parecen reelaboraciones de algo que es y no es verdad.

En el cuarto oscuro siempre me acecha el poder de la memoria, no siempre hablo de la feria tal como me ha ido en ella, he elegido más de alguna vez no hablar de algo, evitando así dolor a otras personas. En amores y muertes la discreción es necesaria, el privilegio a la ofensa hay que guardarlo para quien trata de envilecernos y dejar caer lentamente la réplica.

De algún modo, cada uno de nosotros escribe para no morir, no para ser inmortal, lo cual es muy propio de los granujas presuntuosos. Mark Tan tuvo mucha razón al definir la autobiografía como “el más verdadero de los libros”, describiendo además el juego de los hechos, porque dice: “aunque apaga verdades, las rehúye o las revela de manera parcial, ofreciendo apenas retazos de la verdad llana y clara, ésta aparece implacablemente y queda ahí entre líneas. Cabe preguntarse qué es la verdad de un diario”.

Mis diarios son muestras de la fragmentación de mi yo, pero también de la línea de discontinuidad, de los saltos al vacío, de las contorsiones, de las máscaras que llevo puestas desde el día en que nací. “Maque me a más”, escribió Dylan Thomas.

En El libro que vendrá, Maurice Blanco se refiere al compromiso de escribir un diario íntimo y dice: “Los pensamientos más lejanos, más aberrantes se mantienen en el círculo de la vida cotidiana y no deben perjudicar su verdad”, y termina: “Nadie debe ser más sincero que el autor de diario (…) Hay que ser superficial para no faltar a la sinceridad –gran virtud que también exige valor–, la profundidad tiene sus comodidades, por lo menos la profundidad exige la resolución de no limitarse al juramento que nos liga a los demás por medio de alguna verdad”.

Hay otro autor que es muy poco leído, pero que en mi juventud me deslumbró por lo inteligente, que se llama Charles Du Vos, él es autor de un espléndido libro de memorias que se conoce como Fragmentos de un diario y dice que el diario representó para él: “el supremo recurso para escapar a la total desesperación ante el acto de escribir…” Du Vos insiste: “lo curioso, en mi caso, es cuán poco tengo el sentimiento de vivir cuando mi diario no recoge el sedimento”. Blanco, tomando pie en el diario de Virginia Woolf, dice que éste es “el ancla que rastrea contra el fondo de lo cotidiano y se engancha a las asperezas de la vanidad”.

En el género, uno de los libros preferidos míos es el diario en cuatro volúmenes de Jules Rendar. Es un parloteo constante, pero un parloteo en que apoya como palanca para mover el mundo “la insignificancia”, los hechos de la vida cotidiana. En una ocasión, hablando con un cerdo (un cerdo de verdad), le expresó: “A mí, a ti no nos estimarán, hasta después de muertos”.

Su juicio, en ocasiones, levanta polvareda mediante la impresión ingeniosa, por ejemplo: “Nada peor que las novelas de Balzac, son demasiado pequeñas para él. Cuando posee una idea, escribe una novela”. También le preocupa la idea de la muerte, y muere relativamente joven. Anota: “desde que una mujer me enseña sus dientes, por bellos que fueren, yo veo en ella su calavera”. O su molestia con las mujeres que escriben: “George San es la vaca lechera de la literatura”. Por otro lado, se indigna con Verane, lo encuentra sucio, dice que tiene “algo de can y de hiena…”, “que se ríe con la nariz, que se parece a una trompa de elefante”.

También dice: “nadie quiere hablar bien (…) es necesario hablar ligero para encontrar cuanto antes la respuesta, no importa ni qué ni cómo” y le molesta la cháchara de los ancianos, de uno reclama: “es tan viejo, que de su boca salen palabras con aire histórico”. Y la malevolencia alcanza a su familia, presenta a su esposa diciendo: “mi ordinaria”. Hay una nota de malignidad al referirse a Toulouse-Lautrec: “Es tan pequeño, dice Madame Bernard, que me produce vértigo”.

Otro diario que me parece importante recordar es el diario de André Guide, que creo que hoy en día vale más que todas sus novelas. Antes se leía un diario cuando no había otra cosa que leer, había que leer novelas, poemas, leer teatro, pero leer un diario parecía una forma malévola de la ociosidad.

Hernán Díaz Arrieta escribió en 1950 sobre el diario de André Guide y dijo cosas muy importantes. Primero se negó a aceptar que el diario era un subgénero, como se llamaba entonces. Porque es el tipo de libro en que existe la máxima libertad, “debe ser –dice Alome– o parecer vivido, se busca en él la sensación de vida lo más directa posible”.

A veces hay encuentros con algunos diarios de personajes desesperanzados, el primer desesperanzado que encontré en mi vida fue León Blay y leí uno a uno los diarios que se publicaban en Chile. Pero el más importante de los autores que se desencantaron de la vida es naturalmente Ciaran, con él siento una ilimitada admiración. Toda autor referencia en él no es otra cosa que el tránsito de la amargura a la desesperación. Sé muy bien que se trata de un rumano que “aúlla con los lobos”, al igual que Ionesco. Uno de los primeros textos que leí, hacia 1965, fue Ese maldito yo, seguido muy pronto porEl aciago demiurgo, Silogismos de la amargura, En las cimas de la desesperación –vean sólo los títulos–, Del inconveniente de haber nacido. Una muestra de su temple de ánimo: “La vocación de un amante consiste en comenzar como poeta y en terminar como ginecólogo”.

Por otra parte, el amor al prójimo es para él algo inconcebible, pues se pregunta “si acaso se le pide a un virus que ame a otro virus”, admite la necesidad de ciertos cursillos de camisa de fuerza, y en sus expresiones cotidianas dice “nunca he podido entusiasmarme por cosas destinadas al éxito, mi predilección era por las que parecían secretamente condenadas”. Siempre estaba, por instinto, de parte de los perdedores, aunque su causa no fuera válida: “la tragedia es preferible a la justicia”.

Mi amigo Martín Cerda, un desesperado nuestro, fue a visitarlo a su casa de París. Éste fue finísimo, un caballero, lo recibió con té y galletas, muy pronto llegaron otros invitados, Ernst Jünger, y estaban Ionesco y un rumano normal que sólo se comía las uñas con desesperación. Martín dice que de pronto sonó el teléfono. Ciaran lo atendió, del interior del fono escapó una voz que murmuraba algo en una lengua extraña. Ciaran cortó y explicó que lo había llamado, como todos los días, Samuel Beckett, para avisar que estaba vivo y para preguntar si él también lo estaba.

Un poco de alivio en la escritura testimonial se puede apreciar leyendo al gran Brasa, un fotógrafo que era amigo de Henry Miller y que da cuenta de la vida de Picasso en un libro maravilloso que se llama Conversaciones con Picasso.

Ahora, más de 3000 páginas en siete volúmenes tiene la versión española del diario de Anaïs Ni que abarca desde 1931 a 1974, ella lo llamó “su útero de papel”. Después agregaron el Diario de infancia y el Diario íntimo, que ella no publicó para no causarle dolor a su marido. Volviendo a Anaïs Ni, ella explicó que su diario era “mi hachís, mi opio. Mi droga y mi vicio” (…) “En lugar de escribir una novela, me tiendo con una pluma y este cuaderno, sueño, me dejo llevar por los reflejos rotos (…) necesito volver a vivir mi vida del sueño. El sueño es mi verdadera vida”. Se siente muy segura en las páginas del diario, es su único amigo de verdad y fiel, y la confesión prosigue: “cuando escribo veo mucho más, comprendo mucho más, me desarrollo y me enriquezco”. Y admite que “escribir para un mundo hostil me ha descorazonado, escribir para mi diario me ha dado la ilusión de un ambiente cálido que era lo que necesitaba”. Que el hombre vaya a la luna es un hecho importante, mas lo es para ella, sin embargo, un viaje maravilloso el del diario, pues no requiere salir jamás de ella misma.

El problema de cómo uno está instalado en la escritura tiene que relacionarse a partir de las diferencias existentes entre un diario y una novela. En un libro muy reciente, una autobiografía de Amos Oz, creo que encuentro la mejor descripción de las diferencias entre un novelista y un diarista. Dice Amos Oz: “para escribir una novela de ocho mil palabras, debo tomar algo así como un cuarto de millón de decisiones, no sólo decisiones sobre el boceto o la trama, quién vivirá y quién morirá, quién amará o quién traicionará, quién se volverá rico o se volverá loco; cuáles serán los nombres de los personajes, cómo serán sus caras y cuáles sus costumbres u ocupaciones, cómo dividirla en capítulos, cuál será el título del libro. Esas son las decisiones sencillas, las decisiones más burdas, y no sólo cuándo contar, cuándo silenciar, qué va antes o qué va después, qué se revelará en detalle o sólo con alusiones; sobre todo se deben tomar miles de decisiones sutiles, como por ejemplo, si poner ahí en la tercera frase hacia el final del párrafo: ¿azul o azulado o celeste, o celeste oscuro, o tal vez azul ceniza? … ¿y poner ese azul ceniza al comienzo de la frase no será mejor? (…) o mejor escribir sencillamente cuatro palabras: ‘luz de la tarde’, y no teñir esa luz de la tarde con ningún gris azulado y ningún celeste polvoriento”.

Esto a mí me parece una espléndida lección breve. Ahora, ¿qué pasa –y este es el segundo punto que yo quería tratar– con las teorías literarias? Muchas veces me han preguntado qué me parece tal o cual teoría literaria: yo padecí como siete en mi vida de la universidad y post-universidad. Comencé con algo que era la estilística alemana, el resultado fue que aprendí una impresión, que después vi en Amado Alonso aplicada a la poesía de Neruda: la enumeración caótica. No les voy a explicar a ustedes el tiempo que perdí leyendo todo eso y aceptando que era la verdad establecida.

Para curarnos un poco de espanto, vino después la teoría de la expresión poética de Bousoño y Dámaso Alonso, él era muy creativo e inteligente, son muy agudos sus estudios de poesía española, pero empezaron a aplicar un sistema de análisis algebraico. Con posterioridad llegó en gloria y majestad, por un amigo mío que creía que había una ciencia literaria, una Biblia que era el libro de Wolfgang Kayser, Interpretación y análisis de la obra literaria. Y entonces se llenó a los pobres alumnos de educación media de términos teóricos. Era un caos pero era la Biblia. Por ejemplo, no importaba nada lo que le había pasado en la vida a Blest Gana, ni lo que hay en Martín Rivas, los maravillosos cuadros de costumbres, la venta de zapatos en la Plaza de Armas, eso era lesera. Ni tampoco importaba la revolución que había en ese momento, o el problema de la reciente clase media y la siutiquería, todo lo que retrataba esa novela. Sino que importaba establecer un análisis que era estrictamente estructural. Toda una época.

Yo llamo a desconfiar de lo absoluto que pretende ser una teoría literaria; segundo, desconfiar del entusiasmo que puedan experimentar por ella. A veces en ciertos momentos necesitamos sucedáneos de las relaciones puras del lector y queremos sistemas: religiones, ideologías, posiciones, adoctrinamientos; después somos aquellos que están seguros de no tener respuestas, y en ese momento, esa gran seguridad que da, algunos la alivian con el prozac: no reemplazan las plegarias y las pérdidas de ilusiones y se mantienen a flote como almas en aflicción o en penurias.

¿Cómo estas opiniones llegan a ser verdades absolutas? ¿Cómo puede ser absoluta una teoría literaria? Si a mí me preguntaran qué libros tengo que elegir para llevar en una travesía larga, elegiría los libros que leo: la Biblia, Cervantes, Montaigne, algún diario, pero también Homero. Ahora, Neruda, cuando le preguntaron hacia el año 60 qué autor se iba a leer en el 2000, dijo que Homero. Pero Luis Oyarzún, que era muy hábil, decía que Neruda había escrito un Canto General y como creía que era la Ilíada, por eso lo alababa tanto.

Después que dejé de lado el dogma del grado cero de la escritura de Roland Barthes, creo que lo que he aprendido en Barthes sobre el arte de escribir es el arte de decir y de ver lo que otros no ven, es una cosa impresionante. Uno de los libros más bellos de Barthes se llama precisamente Barthes por Barthes, donde pasa revista a su infancia, a sus lecturas y a sus dificultades de ser.

El diario de alguna manera requiere de continuidad y paciencia, y debo confesarles que yo hace tres meses que tengo sólo manuscritos del diario. Antes siempre al día siguiente lo pasaba a máquina. Porque estoy tratando de convencerme de que aún debo continuar el diario sin aburrirme, y si me aburre a mí hago la proyección de inmediato del aburrimiento para los demás (lo cual no me importa porque no busco un público para mi diario), pero de repente me pregunto si no es el momento de callar después de miles de páginas. Eso es lo que les puedo plantear como escritura del yo o como parte de la imagen de la escritura del yo.