Debo haber tenido como ocho años y la amenaza del escobazo se cernía sobre mí. Mi mamá no quería ver a su hija jugando fútbol. Y me perseguía por el pasaje cada vez que me divisaba jugando una pichanga con los amigos. Pero el pasaje terminaba en rotonda. Por más que corría la pobre, “en llamas”, nunca me alcanzó.

Soñaba con conocer el Estadio Nacional. Y mi primera experiencia fue emocionante. Todavía no cumplía los diez y mi tío Carlos me invitó a ver a Coquimbo Unido. Yo –niñita de provincia– lo vi gigante, hermoso. Habíamos viajado desde el puerto pirata, especialmente, pero tuvimos que regresarnos antes de que terminara el primer tiempo. En un ataque de furia por un gol del rival en off side, mi tío agarró mi botella de Coca Cola y se la lanzó al árbitro sin más.

Adiós a mi bebida, al sándwich de potito recién comprado y mi bandera pirata. Un carabinero me levantó del polerón y yo zapateé al aire todo el camino al bus policial. Mi tío le echaba la culpa a los nervios y yo seguía atenta a la radio de la micro que relataba el partido. Estuve en la Comisaría de Ñuñoa hasta la 1 de la madrugada, mi mamá lloraba y yo le alegaba al carabinero que mi tío tenía razón: el árbitro nos había robado el partido.

Llegué a mi casa con la tristeza del uno a cero, el palito de mi bandera roto por el forcejeo con el carabinero, y totalmente convencida: es verdad, los árbitros son unos ladrones.

Pero ningún régimen del terror me iba a asustar.

Nunca le conté a mi mamá que me arrancaba al estadio de Coquimbo –que quedaba a tres cuadras de casa– para seguir los entrenamientos de mi equipo. Esperaba hasta el final para que los jugadores me enseñaran a practicar los tiros de esquina y los cabezazos. Mi mayor orgullo fue haberle anotado un gol de palomita al Loco Rodríguez –arquero titular– con celebración estelar incluida. Corrí a la esquina del banderín del corner a bailar samba. Así festejaban los delanteros brasileños de Coquimbo los domingos. Y yo tenía que celebrar semejante golazo, a la misma altura. Los jugadores –sentados en la orilla de la cancha– se mataban de la risa.

Yo era futbolista de cuneta… parte de una generación perdida a la que todos miraban feo, pero que –estoy segura– abrió puertas. El fútbol me costó varios palmazos, una tarde entera presa, las dos rodillas y hartos insultos. Pero es el fútbol. Siempre vale la pena.

En la universidad, soñaba con ser periodista deportiva. No tenía otra meta en la vida. Y mi mejor amiga pensaba igual que yo. A veces me preguntaba: ¿se podrá ser hincha y periodista? Pero nos daba igual. Para allá íbamos. Y nuestra primera entrevista fue a Marcelo Salas, en ese entonces joven promesa de la U y un deportista de provincia, como se dice, bien picado de la araña, porque cuando le dijimos que éramos estudiantes y queríamos entrevistarlo, se las dio de galán y nos invitó a almorzar. Pero claro, en aquel entonces no le dio más que para el McDonald’s.

El destino y alguno que otro jefe nos llevó –a ambas amigas– a terminar de periodistas políticas. Ella en un diario, yo en televisión. Y le encontré la vuelta: los políticos sí que saben de fintas y casi siempre salen jugando.

Habría sido raro congeniar mi pasión y un trabajo así. Soy de esas que siguen jugando al fútbol como cuando tenían 15. Y cuando no me queden piernas, seguiré en la barra hasta la muerte. Entre hinchas nos entendemos, definitivamente. La tele de mi casa, me la gané en un sorteo. No tengo más. Y se prende solo para ver partidos. Tengo decenas de camisetas y hartos años en el cuerpo, pero hasta que muera –lo juro– voy a transpirar fútbol. Y cuando ello ocurra –por favor– quiero la banderita pirata y mis zapatos regalones.