Baldomero Melville
Hay un cuento de Baldomero Lillo que podría haber escrito Herman Melville. Se llama «La ballena» y es un pequeño Moby Dick: está dedicado casi por completo a describir una larga escena de caza marítima que sucede no en la mitad del Pacífico ecuatorial sino en la humilde costa de Lebu. Se trata de un cuento muy breve, además;
en su Obra completa, publicada el año 2008, ocupa unas diez páginas a lo mucho. Es, en el fondo, un Moby Dick chileno: cortito y discreto. En «La ballena» todo recuerda a Moby Dick, y eso pasa porque Moby Dick consiste, al menos desde cierto punto de vista, en una larga descripción de la caza de la ballena. Igual que en la novela de Melville, uno siente compasión por el animal, que en este caso no es un cachalote blanco sino una ballena azul que se pasea con su pequeña cría por la costa chilena. Los pescadores son también un poco prometeicos y un poco ingenuos, como los de Melville, y en general se respira el mismo aire trágico y sublime de esos esfuerzos un poco absurdos en los que los pobrecitos mortales nos metemos cuando nos dan ganas de dominar unas fuerzas que nos superan largamente.

La fiebre comparativa se me despertó, sin embargo, en un momento muy particular del cuento. Es una de esas escenas que uno no sabe que ha conservado en la memoria hasta que un detalle la despierta por casualidad. La cuerda del arpón, clavada ya en la ballena, se mueve a tal velocidad que termina por calentarse, y los marineros intentan enfriar ese cabo que ahora es como una brasa echándole agua de mar. Para ser honesto, el cuento de Lillo me llevó a la película de John Huston, y solo desde la película de John Huston reboté otra vez a la novela de Melville. Así y todo, creo yo, el parecido es innegable. Lillo lo cuenta de la siguiente manera (el cabo se llama «línea», la Delfina es una de las chalupas balleneras):

De improviso los cetáceos desparecieron y la «línea» empezó a deslizarse pasando por la ranura de proa de la Delfina con vertiginosa celeridad. La polea, calentada por el roce de la cuerda, comenzó a despedir una leve humareda que Santiago hizo cesar arrojándole un cubo de agua.

Esta es la versión de Melville (en la cuidada traducción de Fernando Velasco Garrido el cabo se llama «estacha» y no hay polea sino un tocón, un pedazo de madera clavado al bote, alrededor del cual gira la bendita cuerda):

Los remeros echaron agua atrás; en el mismo instante algo caliente y silbante pasó a lo largo de cada una de sus muñecas. Era la mágica estacha. Un momento antes Stubb le había dado dos vueltas adicionales sobre el tocón, donde, a causa de los giros cada vez más rápidos, un humo azul de cáñamo surgía hacia arriba y se mezclaba con las constantes fumaradas de su pipa. Igual que la estacha pasaba una y otra vez sobre el tocón, así también, justo antes de llegar a ese punto, pasaba y pasaba haciendo ampollas por ambas manos de Stubb, de las que accidentalmente se habían caído los tipos de mano o cuadrados de lienzo acolchado que se suelen llevar en estas ocasiones. Era como tener agarrada por la hoja la espada de doble cortante filo enemigo, y que ese enemigo en todo momento tratara de arrancarla de tu presa.

–¡Moja la estacha!, ¡moja la estacha! –gritó Stubb al remero de cubeta (el que se sienta junto a ésta), que, sacándose el sombrero, arrojaba agua de mar a ella.

Mi primera impresión, lo confieso, fue la de haber descubierto una especie de plagio. Tenía claro que los cuentos de Sub terra estaban inspirados en Germinal, la novela de Zola que también tiene como tema la explotación del carbón, y pensé que esta vez el procedimiento le había salido mal al pobre Baldomero. En vez de poner a Zola
patas arriba, como había hecho al hablar del moridero de Lota, con el asunto de las ballenas solo pudo convertirse en un Melville chiquito, con menos cuerda. Un Melville atenuado, local, en la medida de lo posible.

Quizá todos los cuentos sobre panaderos se parecen, y lo mismo debe suceder con los cuentos sobre cazadores de ballenas. También es posible que una pura página imprima en nuestra memoria los detalles de un oficio para siempre. Es mi caso, al menos: todo lo que puedo saber sobre faros lo aprendí en Coloane.

Números, nombres

Ya, pero los nombres.
Los que han estudiado a Baldomero Lillo nunca han hablado de alguna relación suya con Herman Melville. Sí dicen que leyó a Émile Zola, a Oscar Wilde y a León Tolstói. A Enrique Pérez Escrich (o sus pseudónimos Carlos Peña-Rubia y Tello), a José María Eça de Queirós, a Alejandro Dumas. A Francis Bret Harte, a José María de Pereda, a Benito Pérez Galdós. A Guy de Maupassant. El Quijote. El Gil Blas de Santillana, incluso. Pero no hay nada sobre Melville. Nada de nada.

Luego están los números.
«La ballena» se publicó el 13 de diciembre de 1908 en el número 199 de la revista Zig-Zag. ¿Pudo Lillo haber leído Moby Dick antes de escribirlo? Es difícil de descartar, por supuesto, pero ninguna conjetura plausible nos lleva en esa dirección. El ejemplar más antiguo de Moby Dick del que hay registro en nuestro país está en la Biblioteca
de la Universidad de Chile, donde Lillo trabajó varios años. Es de 1907. ¿Llegó el libro a la universidad ese mismo 1907? Muy difícil. Supongamos que lo hizo: ¿pudo leerlo Baldomero Lillo? Me atrevería a decir que no: si alguna vez salió de los límites del castellano, seguramente fue para leer a sus «amados franceses» –la expresión es de González Vera– Zola y Maupassant. Hay otra pista. Sabemos que su padre, José Nazario Lillo, estuvo en los Estados Unidos durante una breve temporada. Entusiasmado por la fiebre del oro, partió hacia California para intentar llenarse los bolsillos de dinero. Por supuesto, no lo consiguió. Tampoco se cruzó con la ballena blanca. José Nazario vivió entre 1848 y 1850 en California; Moby Dick, como sabemos, se publicó en 1851.

Para el registro: en las quinientas seis páginas de su completa biografía de Herman Melville, publicada el año 2005, el académico norteamericano Andrew Delbanco no menciona ni una sola vez el nombre de Baldomero Lillo.

Herman Lillo

Hay una novela breve de Melville que podría haber escrito Lillo. Se llama Benito Cereno. Escrita en 1855, cuenta un hecho curioso y dramático ocurrido en la Isla de Santa María, más o menos a veintinueve kilómetros hacia el oeste de la ciudad de Lota, mar adentro, en el territorio chileno (de la Capitanía General, digamos, y luego de la República). En ese libro se narra, con algunas libertades, el extraño encuentro del capitán Amasa Delano con el mercante español Trial, en 1805, a cargo del joven que probablemente se llamaba Benito Serrano pero que Melville prefirió llamar Cereno. El Trial, además de varias otras mercancías, llevaba una carga de esclavos africanos que viajaban desde Mendoza y debían llegar a Lima. En algún momento de su viaje los esclavos se amotinaron y tomaron el control de la nave. Exigían que se los llevara a «algún país negro que hubiera en aquellos mares», o bien «al Senegal o a las islas de San Nicolás», el Cabo Verde actual. La novela se trata de la terrible jornada que pasa el capitán Delano en compañía de Cereno: los esclavos, la tripulación y el capitán actúan como si el español todavía tuviera al mando; solo más tarde, casi demasiado tarde, Delano entiende que en ese barco el mundo se ha invertido. Que los amos son los esclavos y los esclavos, en el fondo, son los amos. Como puede preverse, la anomalía no dura demasiado.

¿Por qué digo que la podría haber escrito Lillo, por qué digo que quizá debería haberla escrito? Pues por la razón más obvia. Porque ocurre a veintinueve kilómetros de Chile, a veintinueve kilómetros de la casa en la que Lillo nacerá en 1867, apenas once años después de publicada la novela. Porque me resisto a pensar que las noticias
que tenemos de este incidente debamos ir a buscarlas a Boston, donde Delano publicó sus memorias marítimas en 1815, o bien a Pennsylvania, donde la United States Gazette publicó una pequeña nota en 1806 en la que señalaba que «el capitán Delano recibió ocho mil dólares de parte del gobierno de Chile, y el rey de España ha encargado a su embajador en los Estados Unidos que … le ofrezca … una medalla de oro como muestra de agradecimiento por haber salvado las vidas de sus súbditos a bordo del Trial». Tan cerca, tan cerca.

Tal como Lillo ignora la existencia de Melville en «La ballena», Melville ignora la existencia de Chile en Benito Cereno. Yo lo encuentro harta gracia, sobre todo  considerando que la novela trata precisamente de un darse cuenta, de una teja que cae, de entender que el mundo es mucho más de lo que nos imaginamos. Si hay algo que el capitán Delano advierte es que ahí mismo, delante de sus narices, otro mundo pudo haber nacido, un mundo en el que los esclavos africanos son los amos y los señores blancos los siervos. Entiende también que el lugar que ocupamos en nuestras sociedades se parece mucho al papel de un actor en una obra de teatro, que la comedia en la que vivió durante todo un día es perfectamente habitable como la realidad. «Trying to break one charm –escribe Melville– he was but becharmed anew»: al tratar de de romper un hechizo otra vez quedó hechizado.

Pese a todo lo que sabe, la ignorancia de Melville es oceánica. Mientras sigue creyendo que Benito Cereno es el capitán del barco amotinado le aconseja con pasmosa ceguera: «El mejor camino sería ir a la Isla de Santa María, donde podrían encontrar agua con facilidad, como hacían los extranjeros, ya que esta era una isla desierta». ¿Debo decir que no, que la isla ha estado habitada desde el año 2500 antes de Cristo?

Baldomero Lillo ignora a Herman Melville y sin embargo lo imita. Herman Melville ignora la existencia de Chile y pasa por el lado de Baldomero Lillo. No hay ninguna enseñanza en este cruce curioso, esta nube con forma de elefante, esta rara constelación. O una, tal vez: no todas las figuras tienen un sentido.