Mariana Enríquez no sabía. No solo no sabía –de la manera natural en que los seres humanos ignoran su futuro– que iba a dedicarse a escribir, que sería uno de los nombres más importantes de la literatura argentina de su generación, sino que no lo sabía de una manera rampante, estructural y primigenia: a los diez, a los quince, a los dieciséis años, no había en ella un solo pensamiento que la llevara a responder «escritora» cuando le  preguntaban qué quería ser. Mariana Enríquez fue, primero, una niña tímida y, después, un íncubo en éxtasis lanzado a toda velocidad contra un horizonte en cuyo vientre desalmado latía una sola cosa –el miedo–, y no quería ser escritora sino música.

* * *

«Cuidado, que es mala.»

La gata se llama Emily. Es negra y tiene una de las orejas derribada por las secuelas de una alergia que se complicó a punto de desastre.

La vena de la oreja se le hinchó, se reventó, se le hizo un agujero. Hubo que operarla, llevarla a la veterinaria. Ahora, cuando alguien se le acerca, ataca.

Mariana Enríquez tiene la piel muy blanca, los ojos oscuros y una expresión que fluctúa entre la dulzura y la seriedad, como si fuera un animal del bosque sorprendido por una luz demasiado fuerte. Aunque habla pausadamente, y sus modales parecen salidos de una novela de Scott Fitzgerald, es, también, la mujer que en un artículo llamado «Donde yo no importe» escribió: «… yo odio a los Beatles. No estoy diciendo que no me gustan, o que prefiero a otros grupos, o que los escucho poco. Digo claramente que odio a los Beatles. Odio sus canciones infantiles y estúpidas que no me parecen ni luminosas ni alegres ni llenas de gracia; me dan bronca y ganas de destrozar con las manos, como se trituran las galletitas, con el puño cerrado y solo quedan migas entre los dedos, restos que caen como una lluvia, imposibles ya de comer». Y la que escribió, en otro artículo llamado «Yerma», esto: «No recuerdo un segundo de mi vida donde haya sentido el deseo de tener hijos. (…) Suelen decir que tener un hijo cambia la vida. Pues bien: yo no quiero que me cambie la vida. Me gusta tal como es y quiero que mejore. Ninguna de las mejoras que imagino incluye un hijo».

–Sentate. ¿Querés Coca-Cola?

Nació en 1973 en Lanús, un suburbio industrial en las afueras de la ciudad de Buenos Aires, y vive desde 2009 en esta casa de Parque Chacabuco, un barrio alejado del centro porteño, con su marido australiano, Paul Harper. La casa tiene un patio interno que da paso a la cocina que da paso a la sala donde hay un televisor, una biblioteca, una mesa baja, un altar: un casco con cuernos, collares de colores, una cruz invertida, medio cráneo humano y un hueso difícil de identificar.

–La cruz la encontramos en la calle. La calavera también. El otro hueso lo traje de un viaje. Fui a las catacumbas de París. Un tipo se desmayó y yo aproveché y me metí un hueso en el gamulán. Supongo que es un horror, robo de tumbas, pero bueno, ahí está.

¿Y el altar para qué sirve?

–Es un adorno.

Sentada entre esa parafernalia (que no es una radiografía del estado de su mente sino un comentario sarcástico a, precisamente, las cosas que la habitan), Mariana Enríquez toma, golosamente, Coca-Cola.

* * *

La casa de Lanús, donde vivió hasta los  diez años, no era una sino dos: en una vivían ella, su padre –Salvador– y su madre –Juliana–, y en otra, detrás, su abuela, una mujer criada en la provincia de Corrientes, un sitio donde la religiosidad es frondosa y abarca desde la creencia en santos populares espeluznantes hasta la visita periódica a curanderos, personas a quienes se cree dotadas del don para curar. En ese mundo, Mariana Enríquez era una nena tímida, con pocos amigos, que pasaba horas leyendo libros de la biblioteca de su padre.

–Me dejaban leer cualquier cosa, así que agarraba Vicente Blasco Ibáñez, Pérez Galdós, Henry James, Stevenson o José Donoso. El primer libro que entendí y que me gustó fue Cumbres borrascosas. Pero una vez me tuve que quedar en cama con hepatitis o algo así y mi mamá me leyó Las flores del mal.

¿Te gustó?

–No entendí mucho, pero me dio miedo. Miedo por extrañeza. Yo tenía siete años.

Su madre era médica, su padre un ingeniero mecánico que pasó por un largo período de desempleo, y la preocupación por la falta de trabajo y de dinero era constante. En 1976, cuando ella tenía tres años, empezó la dictadura militar que se instaló hasta 1982.

–La pasaron muy mal mis viejos en la dictadura. Sin tener militancia, en la casa había mucha conciencia de lo que pasaba. Y yo creo que esa es la gran fuente de los miedos de mi infancia: la sensación de terror, ser chico en ese momento y no entender lo que pasaba.

En esa casa donde todo era más o menos explícito (el desvelo por la precariedad laboral, el pánico por la dictadura, los libros que podía saquear sin restricciones) ella jugaba sola, leía, pasaba muchas horas con su abuela.

–Yo le leía y ella me contaba de su vida en Corrientes. Historias de su hermana suicida. O de la hermanita que habían enterrado en el fondo. O de cuando se escapó un tipo de un manicomio y la perseguía para violarla. Me imagino que me contaría otras cosas, pero yo solo recuerdo las terroríficas.

Tenía diez años cuando su padre consiguió trabajo en La Plata, a sesenta kilómetros de Buenos Aires, y toda la familia se mudó a esa ciudad. Allí, en ese lugar en el que no tenía un pasado al que rendirle cuentas, empezó a ser lo que sería por mucho tiempo: la rabia viva.

–Me mandaron a una escuela de monjas. Aunque era buena alumna, me empecé a portar muy mal. Una vez tapamos todos los desagües con algodón para que la escuela se inundara, y se inundó. Cuando nos fuimos de viaje de fin de curso nos hicimos amigas de los chicos de otro colegio y las monjas nos encerraron en la habitación. Yo fingía estar enferma y me metía los dedos y vomitaba por todas partes. Cuando nos dejaron salir las puteamos de una manera muy hostil, muy agresiva.

¿Tus padres se preocupaban?

–No. Eran los años ochenta, la primera democracia. Había otras preocupaciones, estaban distraídos en eso, y con el tema del laburo y la falta de plata. En la adolescencia empecé una etapa más rocker. Tenía el pelo súper largo, un diente de perro en el pelo. Me empecé a drogar a los quince. Marihuana al principio, pero rápidamente pasé a tomar otras cosas. Con mis amigos lo vivíamos como el fin de los días.

¿Y tus padres?

–Ni se dieron cuenta. Pero yo prefería una relación así. Me llevo muy bien con ellos, nunca sentí ofuscación por lo que hicieron o lo que no hicieron.

Cuando tenía quince, sus padres se separaron. Su madre regresó a Lanús y ella se quedó en La Plata, con su padre y un novio de veinticuatro.

A mí siempre me gustó escribir terror, y de hecho es lo que más me gusta leer, pero en las novelas no me salía. Y en los cuentos pude. El problema es que es muy fácil el lugar común, el cliché. La pirotecnia tiene que estar, porque es terror, pero no puede ser solo eso. Y el otro problema es quedarte sin tema: ¿cuántas veces podés escribir sobre el fantasma, el muerto vivo?

–Gabriel. Era relindo. Y a pesar de la diferencia de edad duró bastante.Como ocho meses.

Aunque leía mucho (Rimbaud, poesía francesa del siglo xix, novelas decimonónicas), la música y una revista alternativa de cultura y rock llamada Cerdos & Peces fueron su biblia y su grial.

–Yo escuchaba a Patti Smith, y ella hablaba de Rimbaud, y entonces yo leía a Rimbaud. Mi mamá me regaló una guitarra eléctrica, pero no tengo oído. Entonces decidí estudiar periodismo para ser periodista de rock. Hasta el día de hoy la música sigue siendo lo que más me interesa. Yo escucho una canción perfecta, y me parece mejor que cualquier novela.

¿Mejor que Cumbres borrascosas?

–Totalmente.

«La guitarra de Blixa Bargeld  suena  como una agujereadora y el piano como un detalle de banda de sonido de horror clase B. Una canción sobre sexo, muerte y obsesión que es erótica y adictiva y violenta», escribió en 2011 en el suplemento Radar, de Página/12, acerca de un disco de Nick Cave. «Me enteré de que mi banda favorita, Manic Street Preachers, tocaba en Cuba. Estaba enamorada de ellos, de su sonido enorme y glorioso, de sus letras que parecían escritas a seis manos entre Joe Strummer, Dylan Thomas y Sylvia Plath», escribió en 2012 en la revista El Guardián, con una prosa capaz de producir efectos físicos –parecidos a los que producen algunos poemas o ciertas canciones– a fuerza de elipsis y metáforas radiactivas.

* * *

A los diecisiete años no había escrito nada. Nunca. Ni cuentos, ni poemas, ni dos páginas.

–Empecé a escribir una novela. Tenía a los dos personajes muy claros, y los empecé a escribir sin mayor plan.

Resultó ser una historia gótica de amor desencantado y gay (el sexo entre hombres es una de las obsesiones de la obra de Enríquez, que escribió, en «Entre la moda y el desconcierto», un artículo publicado en la revista argentina Lamujerdemivida: «Una aclaración previa y muy necesaria: a mí siempre me calentó horrores ver dos hombres teniendo sexo»). La trama está protagonizada por el hermosísimo y lúgubre Facundo, que cobra a otros hombres por tener sexo con ellos, y de quien Narval, hundido hasta el cuello en drogas y alcohol, está enamoradísimo.

Una periodista, hermana de una amiga suya, supo del libro que estaba escribiendo y se lo pidió para presentarlo en Editorial Planeta.

–Me pareció una locura, pero se lo di. El editor era Juan Forn y me dijo que la novela le había gustado, pero que tenía problemas. Me dijo: «Tu generación cree que puede hacer ciertas cosas en la literatura», y yo no entendía de qué me hablaba. ¿Qué generación? Yo era sola. Era un bicho raro. Yo leía a Emily Brontë.

La novela fue publicada en 1995, se llamó Bajar es lo peor, y la transformó en una versión alternativa de lo que ella siempre había querido ser: una rockstar, pero de la literatura. Reseñada solo por dos diarios –uno la trató muy mal, el otro muy bien–, produjo entre los lectores un fanatismo de misa y de crucifixión.

–Venían y me preguntaban dónde quedaba la casa de Facundo. Me escribían cartas. Una vez una chica se había peleado con la novia y quería regalarle un encuentro conmigo. Fui a la tele, a la radio, me llamaban para opinar de los chicos que se drogaban. Y yo me drogaba, y tenía miedo de que me llevaran presa, así que no sabía qué decir. Una vez me hicieron una entrevista en la revista La Maga, y el periodista me preguntó si a mi literatura la inscribía en lo autorreferencial o lo narrativo. Por ese momento representaban dos posturas opuestas, por las que se había peleado una generación de escritores. Y yo no tenía ni idea de qué era eso, entonces le di una respuesta patética. Le dije: «Ah, las dos están buenas, estaría bueno reunir a las dos». ¡Reunir a las dos!

Conciliadora.

–Conciliadora. Se estaban matando entre ellos, y yo «Estaría bueno reunir a las dos». Me dio vértigo. Pensaba: «Toda esta gente está formada, hablan de cosas que no sé, de escritores que no conozco». No estuvo bueno publicar tan joven. Yo tenía veintiún años y me di cuenta de que no sabía nada.

El libro la catapultó a la fama automática, y le produjo daños colaterales (la inseguridad, la fobia a la exposición pública), pero la ayudó a conseguir trabajo.

–Empecé como freelance en Página/12, en la sección Sociedad. Una de las primeras notas que hice fue con un comisario que había decomisado un camión de éxtasis. Tenía las pastillas abajo de  un vidrio, sobre un manto negro. Eran relindas. Y yo pensaba: «A ver si se descuida». Pero hay algo que nunca pude superar: agarrar la miseria de una persona y escribirla lindo me daba vergüenza. Me parecía absolutamente narciso para el periodista y completamente inútil para esa persona. Así que ahí duré un año y pasé a Espectáculos.

Durante la década siguiente, Mariana Enríquez expulsó aquella novela de su ecosistema y de su casa (recién el año pasado consiguió un ejemplar, y este año consintió a la reedición), trabajó como freelance en varios medios, terminó la carrera de Comunicación, escribió otra novela que le rechazaron –llamada Los magos–, vivió un año y medio con su madre en Lanús y, en 2001, se mudó a Buenos Aires.

–No estaba segura de querer ser escritora. Tenía esa sensación de que no sabía nada. «Se van a dar cuenta de que soy un desastre», pensaba. Me sentía muy de otro palo. Me daba mucho temor volver a mostrar algo.

Pero, en 2004, terminó otra novela y se atrevió a mostrarla a un editor. El protagonista, Matías, era un chico violado por su padre que sobrevivía a una madre atiborrada de pastillas y a una hermana con la cara desfigurada –casi sin lengua, sin nariz– por el tiro de un suicidio contrariado. Fue publicada por Emecé y se llamó Cómo desaparecer completamente: «Está tan flaca, pensaba Matías, que da miedo. El codo puntiagudo era difícil de mirar, parecía el de un cadáver, una momia seca. Y verla masticar así, con tanta insistencia y tirar la cabeza para atrás al tragar, ayudándose con los dedos. No le gustaba vigilarla para comer, aunque sabía que tenía que hacerlo porque Carla podía ahogarse. Él no quería que se ahogara, le parecía. Por lo menos no quería que se ahogara delante de él. Matías trató de imaginarse cómo sería no tener lengua y no pudo».

–Tuvo muy buena crítica pero fue de lo más raro. Salió la novela, y todos hablaban de la nueva narrativa argentina, de la que se suponía que yo formaba parte. Y yo, otra vez, no tenía idea de qué era eso. Seguía sin conocer escritores, sin tener idea de nada.

Ese mismo año empezó a trabajar en el suplemento cultural del diario, Radar (del que hoy es subeditora), y el error de paralaje empezó a revertirse. Un día llegó a la redacción –pidiendo que le hicieran una nota– un hombre delgado, australiano, de nombre Paul Harper, que viajaba desde hacía seis años en bicicleta para que se condonara la deuda de los países africanos. Ella lo entrevistó: escuchó hechizada la historia de la malaria que lo había aquejado en Tombuctú, los peligros que había pasado en Pakistán, escribió, publicó y, con cualquier excusa, lo llamó por teléfono.

–Se iba a quedar dos días en Buenos Aires, pero se quedó un mes. Siguió viaje a Chile, y yo viajé para verlo. Después, volvió a Australia. Lo fui a visitar, él vino, yo fui de nuevo. Estuvimos como tres años así. Yo estaba totalmente segura. No tenía ninguna duda. Había problemas, pero no dudas.

«Ni bien suelto la valija y me acomodo a su lado en la combi o el taxi –según el presupuesto– me acuerdo de esa primera noche, cuando todavía no estaba tan flaco y me contó sobre las iglesias coptas de Lalibela, en Etiopía, y del sabor del café. Afuera llovía y yo tuve un orgasmo en el que se podía chapotear. Entonces él era Rimbaud y Chatwin y todos los viajeros demacrados por la malaria, con los ojos rodeados de arrugas de tanto mirar el sol», escribió en «El eterno retorno», un texto acerca de esos viajes publicado en Lamujerdemivida. Paul Harper se mudó a la Argentina en 2009 y, desde entonces, cambió su oficio de mecánico de bicicletas por el de profesor de inglés. Ella, a su vez, ya no escribe por las noches sino por las mañanas («Cuando vivís con alguien tenés que estar dispuesta a pasar tiempo juntos, y es mejor pasar tiempo juntos a la noche que a la mañana»), siempre consumiendo volúmenes hipercalóricos de música.

–Si escribo ficción, escribo con música. Aturdida. Una palabra, un ritmo, me dictan una historia, un personaje. Para escribir periodismo no tengo ningún ritual. Escribo en la redacción, mientras me hablan, con la tele prendida. Pero para escribir literatura tengo un montón de rituales. El de la música, el de ciertas lecturas que hago antes o durante, y que me colocan. Miro fotos. Y escribo a mano. El periodismo es como si yo le dictara a otro. Y la literatura es como si me dictara la voz de otra persona.

Y un día de 2005 esa voz empezó a dictarle otras cosas.

* * *

«Ese es uno de mis terrores pánicos, la catástrofe, la miseria, la vida en una habitación de la casa de mis padres, el desprecio y la inutilidad, el castigo por no haber gozado, por insatisfecha, por ingrata», escribió en el artículo «Cuando ya no importe».

–Para mí no hay nada más grato que la seguridad de un laburo. No entiendo a la gente que renuncia. Me da miedo. Yo agarro todo lo que me ofrecen, porque tengo un temor supersticioso: pienso que, si digo que no, se va a acabar todo y voy a terminar… en Lanús.

Quizás fue ese pánico cerval el que hizo que dijera que sí, aunque jamás había escrito un cuento, cuando un editor le preguntó si tenía un relato para incluir en la antología La joven guardia, en la que participarían las voces más destacadas de la nueva generación de escritores argentinos.

–Fue el primer cuento que escribí en mi vida. Me preguntaron, dije «sí» y lo escribí. No fue mucho más misterioso que eso.

En el cuento, llamado «El aljibe», una niña acompaña a su madre, su tía y su hermana a consultar a una curandera en Corrientes. Al salir, su vida se ha transformado en un infierno. Todo le produce terror –abandonar su cuarto, ir a la escuela, pasar por delante del retrato de un muerto– y deviene un ser quebradizo, una lisiada psíquica. El cuento termina con una revelación atroz: las culpables del miedo que la consume son su madre, su tía y su hermana, que la han ofrecido como víctima propiciatoria en aquel encuentro con la curandera.

–A mí siempre me gustó escribir terror, y de hecho es lo que más me gusta leer, pero en las novelas no me salía. Y en los cuentos pude. El problema es que es muy fácil el lugar común, el cliché. La pirotecnia tiene que estar, porque es terror, pero no puede ser solo eso. Y el otro problema es quedarte sin tema: ¿cuántas veces podés escribir sobre el fantasma, el muerto vivo?

En 2009 reunió doce relatos de terror, los publicó en Emecé bajo la forma de un libro llamado Los peligros de fumar en la cama, y la crítica la puso por las nubes. «Leer buenos cuentos de terror es algo más bien raro. (…) No muchos escritores se atreven a explorarlo. A veces se limitan a imitar, de oídas, los tics de las historias que un día los asustaron. Cuentan historias de terror pero no hablan del miedo. El miedo es la intención pero no es la materia con que escriben. (…) Hasta que aparece una escritora que, como Mariana Enríquez, no imita las historias de terror sino que las escribe desde cero», escribió acerca del libro la argentina Esther Cross.

En «Cuando hablábamos con los muertos», uno de los relatos, un grupo de amigas, obsesionadas con el juego de la copa, se reúne para intentar que un espíritu devele dónde están los cuerpos de los padres de una de ellas, desaparecidos durante la dictadura. El cuento termina con una escena en la que el hermano mayor de una de las chicas interrumpe la reunión y le pide a su hermana que lo ayude con algo que carga en la camioneta. La chica lo acompaña y, de pronto, el hermano desaparece. Ella, histérica de horror, descubre que su hermano nunca ha estado ahí: que lo que se ha presentado no ha sido él sino otra cosa. «Hasta la ambulancia vino –escribe Enríquez–, porque la Pinocha no paraba de gritar que “esa cosa” la había tocado (el brazo sobre los hombros, en un abrazo que a ella le dio más frío que calor)». En «Carne», dos  fanáticas  de  un  cantante  muerto profanan su tumba y se lo comen, entre vómitos, dispuestas a incorporar –en el más amplio sentido del término– al objeto de su exacerbación. «Fin de curso», un relato que no incluye el libro y que publicó en Lamujerdemivida, empieza con la presentación de una de esas chicas «que hablan poco, que no parecen demasiado inteligentes ni demasiado tontas, y que tienen ese tipo de caras olvidables» y, apenas después, irrumpe esto: «Hasta que, en la clase de Historia, alguien dio un pequeño grito asqueado (…) mientras la profesora explicaba la batalla de Caseros, Marcela se arrancó las uñas de la mano izquierda. Con los dientes. Como si fueran uñas postizas».

–El terror no tiene que ser siempre sobrenatural. La vez pasada estaba obsesionada por este tema de las mujeres quemadas por hombres, y escribí un cuento en el que, después de una epidemia de mujeres quemadas, hay un grupo feminista que decide quemarse a propósito para cambiar la belleza. Y montan hospitales clandestinos y se van a quemar al medio de la pampa y hay mujeres grandes que organizan todo eso.

«Cuando cayó el sol –escribe Enríquez en ese cuento, que se titula «Arde» y que publicó en El buen salvaje–, la mujer elegida caminó hacia el fuego. Lentamente. Silvina pensó que iba a arrepentirse, porque lloraba. Había elegido una canción para su ceremonia, que las demás –unas diez: pocas– cantaban: “Ahí va tu cuerpo al fuego, ahí va / Lo consume pronto, lo acaba sin tocarlo”. Pero no se arrepintió. La mujer entró al fuego como a una pileta de natación, se zambulló, dispuesta a sumergirse…». El terror, en los cuentos de Mariana Enríquez, se desliza como un jadeo de agua negra sobre baldosas al sol. Como algo imposible que, sin embargo, podría suceder.

Hace poco leyó un libro: Déjame entrar, del sueco John Ajvide Lindqvist. No la asustó la trama sino un personaje lateral: un niño gitano al que le han arrancado los dientes para que pueda realizar fellatios más eficaces a sus clientes adultos: un niño irreal, pero posible.

–No puedo dejar de pensar en ese chico. Me pregunto de dónde sale Lindqvist. Quién es ese tipo, cómo se puede imaginar una cosa así.

¿No te  dio  impresión escribir  el  cuento de las mujeres que se queman?

–No, me salió muy fácil. El del juego de la copa me costó mucho más.El tema de los desaparecidos, de los años setenta, es la gran fuente de los miedos de mi infancia, pero es un terreno que está demasiado visitado y hay que visitarlo con muchísimo cuidado. Yo me acuerdo que cuando era chica en Lanús había una fábrica abandonada, Campomar. Me daba pánico pasar por ahí. Y ahora parece que fue un centro de detención clandestino. Todo viene de ahí, de esos pánicos infantiles.

¿Tuviste pesadillas con eso?

–Todas las noches tengo pesadillas, pero  no con eso. El otro día soñé con un tipo que me decía: «Te voy a llenar de cadáveres la cama». Pensé que me iba a servir para un cuento, pero no veo cómo. Tengo pesadillas recurrentes. Hay una, que sueño mucho, en la que estoy encerrada en una casa con alguien que no veo, pero que está y que me está buscando. Tengo muchas pesadillas sobre el fin del mundo. Explosiones en el cielo, estar en un cohete viendo cómo estalla el mundo. A mí me dan miedo los puentes, y tengo muchas pesadillas con tablones flotar sobre el agua, con tener que cruzarlos.

¿Y leer tantos libros de terror no te afecta?

–Sí. Pero no estoy dispuesta a dejar