Es notable y a la vez curioso el papel que juega la publicidad en una sociedad como la nuestra. A estas alturas no es posible sostener que se limita al simple acto de avisar productos, generar necesidades, seducir incautos o estimular el consumismo. Ciertamente estas dimensiones están en el ámbito de lo formal, el cual a menudo prescinde de la reflexión acerca de qué hace la gente con la publicidad, o en un sentido más amplio, acerca del valor cultural de la publicidad como un objeto comunicable: un artefacto, acotado e intencional.

La publicidad se ha constituido en un referente vivo de nuestra biografía individual y colectiva y parte de ese espacio sin llenar que llamamos lo “chileno” se encuentra en una colección de sensaciones y recuerdos, que mezclan tanto nuestra vivencia individual, lo que veíamos, leíamos, escuchábamos como espectadores y aquello que se “avisaba” acerca de cosas más o menos inservibles.

Más allá de la contingencia histórica o personal, la publicidad se nos aparece como una especie de “olor de época”, una coordenada sensitiva y vivencial acerca de quiénes somos y de cómo hemos vivido. Un relato al que echamos mano para testimoniar que estuvimos ahí, una herramienta que nos permite explicarnos nuestra biografía, más allá de creer o no creer es sus premisas de consumo. Un aroma capaz de generar sensaciones orgánicas y de viaje en el tiempo, una máquina virtual y personal que se activa en la conversación con otros o en el encuentro fortuito con un juguete antiguo, una foto en blanco y negro, una polaroid, un envase de un producto ya no existente (una botella de Free, una chapita del No, una gráfica de Crema Lechuga y cuanto otro cachivache que uno significa como “especial”).

La publicidad ciertamente es un ruido, que puede ser molesto y a veces pegajoso, una compañía no deseada a la que con el tiempo se le tiene cariño, se le mantiene a cariñosa distancia. Si de ruidos se trata y tomándome como ejemplo, pienso inmediatamente en el jingle de Manquehuito y el slogan “sabor genial Manquehuito pop wine”. La segunda imagen que viene a mi cabeza es la de la crema cayendo sobre la macedonia mientras un voz dulce canturreaba: “Todo mejora con crema Nestlé, gustosa hasta el fin”.

¿Por qué estos comerciales y no otros? La elección es, por supuesto, antojadiza, pero para mí esas piezas tienen una gracia que las hizo vivir más allá de la pantalla. Llegamos a creer que todo mejoraría usando esa frase de Nestlé como conjuro. Ambos son spots pegajosos, divertidos. Y bastante efectivos, también, pues alguna vez compré un Manquehuito solamente para recordar la canción y la macedonia con crema Nestlé todavía me parece el postre insuperable de la vida.

En este tipo de spots no hay un modelo económico, tipos irreales, aspiraciones de éxito, ni modelos publicitarios pluscuamperfectos, solo la invitación si se quiere irresponsable a pasarlo bien, a vivir un buen momento.

Era aquel un mundo más ingenuo en donde la simpleza se asociaba con la vida, una vida que se extraña o que se hace difícil de encontrar en el mundo de hoy.

Hoy en día rara vez encontramos este tipo de artefactos en la publicidad, nos hemos olvidado de la persona y la hemos reemplazado por sustantivos como cliente o consumidor. La invitación a la simpleza es urgente y en mi opinión necesaria.