Los poco más de dos meses que Luis Mesa Bell alcanzó a dirigir la revista Wikén, en 1932, bastaron para acumular sobre su prestigio una lista larga y pesada de enemigos. Tan larga e importante, de hecho, que en la revista Hoy se les ocurrió enumerarla a modo de tributo cuando hubo que escribir el obituario del periodista (“uno de nuestros hombres mejores, más capaces y mejor inspirados”), asesinado poco antes de que terminara ese año. Se detallan allí sus campañas:

“Contra la Bolsa Negra.
Contra los servicios de Aseo y Jardines.
Contra la Guardia Blanca o Milicia Republicana.
Contra la Dirección de Caminos.
Contra el tráfico de drogas heroicas.
Contra el prefecto de Investigaciones de Valparaíso, Alberto Rencoret Donoso, por el asesinato del profesor Anabalón.
Contra la Sección de Investigaciones y contra sus jefes señores Armando Valdés, Diego Ruz, Carlos Alba y agente Carlos Vergara.
Contra don Manuel Vásquez, ex jefe del Departamento de la Habitación.”

Había muerto recién un hombre de rivales famosos, con nombre y apellido, ganados a puro reporteo y redacción inspirados más en un amor sincero por la investigación que en los ideales de izquierda que como joven lo azuzaban. Moría con Luis Mesa Bell una de las voces más importantes del periodismo de denuncia de los años veinte y treinta en Chile, pero, sobre todo, un símbolo de que no había otro modo de ejercer la crónica disidente que con una dedicación vital completa; consciente, incluso, de los riesgos extremos a los que se exponía en la época una voz atrevida con buena tribuna. Su asesinato alevoso mereció en su momento una indignación que contagió incluso al presidente Arturo Alessandri.

¿Pero quién sabe hoy algo de Luis Mesa Bell, más allá de su popular animita? Los reporteros, incluso los mártires, consiguen una fama heroica de corta duración. Pocas veces una muerte tan masivamente lamentada fue borrándose con tanta rapidez de la memoria nacional.

El título de “primer mártir del periodismo chileno” de poco ha servido para mantener a mano su legado, impresionante, sobre todo, por la premura con que se forjó. No es rara la precocidad en el periodismo, pero la juventud le impuso a Luis Mesa Bell un excepcional deber de liderazgo en torno al oficio. Antes de los treinta años de edad, ya había sido editor de La Nación y director de El Correo de Valdivia y La Crónica. Sobre su paso a Wikén –primero como colaborador, luego como reportero y, al fin, como director– el escritor Claudio Rodríguez, curioso e investigador de su historia desde hace años, destaca que “de inmediato modificó el estilo liviano y de variedades de la revista por otro más agresivo e ideológico, semejante al que ya había desarrollado en La Crónica. Así se sucedieron las denuncias sobre los corredores de la Bolsa Negra, los servicios de Aseo y Jardines, las Milicias Republicanas (para infiltrarse en sus cuarteles se disfrazó de albañil), además del tráfico de morfina, heroína, cocaína y opio en el puerto de Valparaíso ante la inoperancia policial”. Es en todas esas páginas de archivo donde hoy resulta más confiable pesquisar pistas acerca de su personalidad:

“El sudor del obrero de la pampa se convierte en champagne que burbujea en Biarritz o San Sebastián. La sangre de los obreros lesionados en Sewell o Chuquicamata se juega a la ruleta en Montecarlo. ¡Hasta cuándo!” (8 de octubre, Wikén).

Sus textos atrevidos e increpadores fueron escritos con indisimulada urgencia, la de un hombre joven entregado a los riesgos de su osadía. Rodríguez cree que Mesa Bell habría sido el candidato ideal para sumarse al periodismo político sarcástico y encendido que se legitimó en Chile más tarde con la Unidad Popular: “Me lo imagino, no sé, avivando la cueca en el Clarín o en el Puro Chile”.

Los dardos de su prosa no apuntaban siempre a instituciones o personajes identificables; más bien, tomaban a estos como síntomas de dramas más amplios que el periodista gustaba de recordar apenas podía. Su breve paso por Wikén dejó esquirlas de una crónica opinativa y alerta a abusos hasta hoy reconocibles en el capital extranjero o en las prerrogativas de clase. Su pelea escrita con la Policía de Investigaciones marcó su fama y también su suerte. En varios textos de la época, Mesa Bell insistía en presentar a Investigaciones como un cuerpo más interesado en resolver conflictos políticos que de desorden o delincuencia. El último editorial escrito por el periodista se presenta como una carta al recién electo Arturo Alessandri en que le advierte sobre la miseria campante “que recibiréis como herencia de los malos gobiernos anteriores”:

“No le creáis, Excelencia, a la Sección de Investigaciones. Ella no os va a señalar jamás a los que verdaderamente conspiran contra vos y la tranquilidad social. Son el hambre, la miseria y la desesperación, y se alimentan con la ceguera y las torpezas de muchos de los que os rodean, esos mismos que especulan con la depredación de la moneda, que piensan enriquecerse con la consolidación de la deuda externa, que negocian con el salitre o con la acaparación de los artículos alimenticios. Vos no los toleréis a vuestro lado, excelentísimo señor”.

Menos de una semana después de esa advertencia, Mesa Bell yacía muerto en una acequia, por golpes de funcionarios obedientes a autoridades que creyeron un deber profesional silenciar esa prosa insolente.

“Nació para la inquietud de las mesas de redacción, donde su figura serena ponía una nota de extraña quietud”, recordaba Hoy en su obituario. De Mesa Bell impresionaba tanto el ímpetu de su trabajo como la tranquilidad de su trato. Parecía incluso tímido en el intercambio superficial. Manuel Eduardo Hübner lo describía en su obituario como “tranquilo, dulce, suave hasta la exageración; [aunque] era violento y enérgico, resuelto a todo cuando se sentaba frente a la Underwood […]. Lucho era calmoso, flemático, linfático. Hablaba con una lentitud casi desesperante. Sus ademanes parecían al ralentisseur. Y, sin embargo, de toda su persona fluía un acento de indestructible seguridad, de contenida dinamia, de auténtica robustez moral”.

Un accidente infantil le había herido el ojo para siempre, problema que unos gruesos anteojos oscuros taparon el resto de su vida. Fernando Mesa, sobrino-nieto del periodista, escuchó alguna vez de parientes que un juego a caballo, con un crucifijo amarrado a un lazo, le reventó el ojo en la infancia. “Se hablaba de él en la familia como de alguien irreverente, desbandado, pero sin darle mayor importancia a su aporte profesional”, explica Mesa, también periodista.

La falta de datos privados, la total ausencia de novias e hijos registrados en su biografía, refuerzan la idea de que la vida de Mesa Bell es aquella marcada por su muerte. Los escasos datos personales que afloraron públicamente tras su asesinato aparecieron en el momento de los obituarios, mezclados con la hipérbole propia de los textos escritos con la conciencia de una pérdida absurda e irremplazable. Su revista, Wikén, se ocupó en el número posterior a su asesinato en una edición especial bajo el título: “EL MÁRTIR DE LA LIBERTAD DE PRENSA”. Su retrato quieto, resguardado por unos anteojos aun más oscuros que su pelo, acompaña las líneas de despedida de un equipo al que el reportero alcanzó a contagiar de entusiasmo en los escasos meses que lo lideró:
“Huyó de toda pompa. Encarnó a la hormiga. Fue modesto y laborioso. Y la vida quiso premiarlo sacándolo del medio con toda la apoteosis de un héroe.

Lo quisieron matar y lo han hecho inmortal. Lo quisieron silenciar, y su voz resuena como si fuera un millón de clarinadas.

Nunca su pluma se estremeció ni por el temor ni por el rencor. Creía cumplir con su deber, y lo hacía plácidamente. Por eso, desde los más opuestos campos ideológicos, sobre su tumba se alzan elogios y se hace guardia cerrada […]. En medio del homenaje grandioso que el país le tributa, esta revista le brinda, en la intimidad de su dolor, lo que más tiene de valor: las lágrimas de sus compañeros. Lágrimas de hombres que nunca pudo hacer brotar la amenaza y que hoy se desparraman a raudales sobre el amigo y orientador”.

Su personalidad, monolítica, era la de un hombre definido por su vocación. Claudio Rodríguez intuye una posible filiación masónica debido a su militancia en la Nueva Acción Pública, movimiento de izquierda fundado por Eugenio Matte Hurtado, quien llegó a ser Gran Maestro de la Gran Logia de Chile. Hace años, el escritor llegó a reunirse con un sobrino del periodista, ya fallecido. “Era la única visión familiar y cercana a la que podía acceder entonces, pero no tenía mucha información ni tampoco me pareció que fuese consciente de la importancia de Mesa Bell en la historia del periodismo chileno”, cuenta Rodríguez. “Es una ignorancia arrastrada por décadas. En los últimos años, casi no existen menciones a su persona en la prensa. Es como si fuera un fantasma”.

Son los obituarios de 1932, sin embargo, piezas vivas de admiración y entusiasmo por un chileno cuya muerte le aseguraba trascendencia. “Luis Mesa Bell: eso es lo que siempre entendí por periodista”, recordó Osvaldo Labarca en el respectivo adiós de Las Últimas Noticias. “Hacer del diario un trozo de vida humana, un ara de la verdad en que va haciéndose el sacrificio del corazón gota a gota y en que vamos dejando en el más sublime de los cultos no una idea, sino una célula del cerebro en cada oficio. ¡Que su lenguaje fue violento, fuera de las pragmáticas! Para usted, escritor moderado y adocenado, entrabado por los artificios de una cultura de mera forma, tímida y recelosa que no quiere y antes teme la claridad, la precisión, la exactitud”.

Para dar a entender pronto lo que sucedió la noche del 20 de diciembre de 1932, la prensa publicó viñetas de dibujos en los días posteriores al crimen. Se muestra allí una caricatura de Luis Mesa Bell abandonando la redacción de Wikén, en Moneda con Amunátegui, junto a un amigo. La revista funcionaba en una antigua casona, en el primero de cuyos patios estaban las instalaciones de Topaze. Al poco andar de los amigos, en plena calle, dos hombres se les acercan para detener al periodista. “Los dos individuos decían ser agentes de Investigaciones y tener orden de arresto”, describiría más tarde Héctor Pedreros Jáuregui, el acompañante del reportero. “Uno de ellos exhibió una placa. Mesa Bell les exigió una orden escrita. Le replicaron que bastaba con una orden verbal. Y como él no accediera a acompañarlos, lo agarraron por la fuerza y lo arrastraron hasta un auto que esperaba”.

El grupo de amigos que más tarde llegó hasta Investigaciones a solicitar más información se enteró de que no existía tal orden de detención. Nadie allí conocía el paradero del periodista. A la mañana siguiente, temprano, Víctor Arellano Fuentes encontró el cadáver de Mesa en una acequia de calle Tucumán, cerca de Carrascal. Los golpes le habían dejado el rostro apenas reconocible.

Las investigaciones sobre el asesinato fueron rápidas pero confusas. Al poco andar aparecieron dos testigos, un herrero y un niño, que habían visto a dos hombres arrastrando a un tercero por calle Tucumán y golpeándolo hasta dejarlo inconsciente. Los dos sujetos arrojaron el cadáver a la acequia y escaparon en un auto por calle Carrascal, aseguraron.

En las horas siguientes, aquel móvil que los investigadores no querían ni podían aún articular, salió fuerte y claro de las salas de redacción:

“Ante la bárbara premeditación del crimen, la opinión pública ha emitido una sola hipótesis: los autores no pueden ser sino algunos de los afectados por las campañas periodísticas de Luis Mesa Bell”, aseguró Hoy tres días después de haberse encontrado el cuerpo. “Se ha querido silenciar la voz del periodista acusador”.

En general, los diarios y revistas se aplicaron en frases vehementes de denuncia e indignación, combinando el tributo al compañero caído con la exigencia de justicia eficaz. Se habló sin tibiezas de barbarie e inhumanidad (La Nación); salvajismo y villanía (Las Últimas Noticias); ruindad y degeneración (Zig-Zag); cobardía y “ausencia completa de respeto a las ideas” (La Opinión). “Uno de los crímenes más horribles de los que hay memoria en el país”, fue como lo describió revista Hoy; “lo más torvo que hay en el alma humana debía revelarse frente a este joven valiente y honesto; la ferocidad de los seres inferiores, la furia de los espíritus monstruosos, debía arrojarse no obstante cobardemente sobre Luis Mesa Bell y hacerlo sucumbir en un momento cuya angustia debe haber sido espantosa”. Incluso El Diario Ilustrado observaba que, aunque la prosa de Mesa Bell “sobrepasaba los fueros de la estricta y levantada fiscalización que son patrimonio de la prensa […], esto no justifica en forma alguna el asesinato”. El escritor Daniel de la Vega sentenció: “Al que dice la verdad, lo matan”.

El asesinato del periodista se convirtió en una causa gremial transversal, vinculada a la defensa de la libertad de expresión y a la labor fiscalizadora del periodismo. “El mártir de la libertad de prensa”, fue como lo despidió su revista, Wikén. Los efectos del crimen en el gremio los resumió así El Mercurio:

“Se comprenderá que todos los periodistas se sientan amenazados ante el hecho inaudito que comentamos. Si el periodista que denuncia un hecho punible y pide sanción para los culpables tiene suspendida sobre su cabeza la certidumbre de que sus días están contados, si a cada campaña así emprendida responden en vez de la acción judicial que tiene expedita la persona o funcionario ofendido, el puñal, el laque o el revólver, toda la obra de fiscalización que compete a la prensa y que está encuadrada dentro de sus deberes elementales para con el público queda anulada en su base”.

Los lectores también así lo entendieron. El funeral de Mesa Bell fue un desfile masivo (los reportes de la época varían en el cálculo de entre treinta y cincuenta mil asistentes) en el que se fusionaron dolor e indignación.

“Lo trajeron a Santiago y lo velaron en el hall de La Nación”, escribió tres décadas más tarde Tito Mundt en revista Zig-Zag.

“Todavía recuerdo a un muchacho de pantalón corto que hizo cola durante dos horas para ver el cadáver del periodista asesinado. Era yo”.

Tampoco su lápida pudo obviar su oficio:
La dignidad y honradez del periodista
divisa fue de él.
Estas virtudes serán siempre la gloria
del mártir Mesa Bell”.

Latía en la noticia del asesinato de Luis Mesa Bell el recuerdo sobre la última investigación de riesgo a cargo del periodista. Dar con los asesinos del profesor primario Manuel Anabalón Aedo se había convertido en su obsesión de turno. Con 20 años de edad, Anabalón era un militante de izquierda (del Frente Único Revolucionario) que fue catalogado como subversivo por agentes de la dictadura de Carlos Dávila, arrestado en Antofagasta y embarcado hacia Aysén junto con otros presos políticos. Al llegar a Valparaíso, Anabalón quedó a cargo de funcionarios de la Policía de Investigaciones y nada más se supo de él. Solo después de la alarma pública, y tras varias crónicas de denuncia firmadas por Mesa Bell en Wikén, su cadáver fue encontrado bajo el mar, en pleno muelle de Valparaíso.

Mesa Bell consiguió el apoyo de un buzo porteño identificado como Bartolo, quien le relató extrañas visiones de bultos submarinos. No tardaron en surgir testigos que una noche escucharon a dos policías borrachos jactarse de haber participado en los sucesos. A grandes rasgos, apenas llegado a Valparaíso Anabalón había enfrentado en una pelea a gritos al teniente jefe de guardia de la Aduana, tras lo cual el encargado ordenó “darle un baño” al profesor. Anabalón fue amarrado, metido a la poza del puerto y encerrado en una celda en la que murió por torturas. Complicados con el deceso, los policías a su cargo decidieron lanzar el cadáver al mar, no sin antes despojarlo de quinientos pesos.

Juan Bautista Peralta, uno de los más insignes poetas de la lira popular, dejó escrito entonces:

“Seis meses en el misterio
permaneció Anabalón
fondeado por un Nerón
sin corazón ni criterio.
El mar fue su cautiverio
bajo sus aguas vivió.
Lucho Mesa descubrió
el sitio del pobre hermano
y al ministro Baquedano
cuenta de todo le dio”.

Mesa Bell publicó la primera de varias notas sobre el caso el 22 de octubre de 1932. Desde un principio, involucró a funcionarios de la Sección Seguridad de Investigaciones (entonces dependiente de Carabineros) en los hechos:

“Las madres de todo el país han sentido tambalear sus corazones ante el misterio de aquel profesor de 20 años que desapareció en las fauces mismas de la Sección de Investigaciones. Sin otro delito que una mentalidad puesta al servicio de los obreros, el profesor Anabalón, maestro primario de Antofagasta, aparece ahora como nueva víctima de las dictaduras que el oro de la burguesía imperante levanta para detener el avance de las ideas que amenazan con derrumbarlas”.

En sucesivas crónicas, el reportero fue afinando su puntería, ampliando las acusaciones desde el caso Anabalón hacia vicios más amplios, extendidos e impunes, silenciados y protegidos por las propias autoridades. Cuando tuvo todos los cabos atados, lanzó sin problemas: “La Sección de Seguridad es responsable de la muerte de Anabalón. Alberto Rencoret (prefecto de Investigaciones de Valparaíso) es el asesino”. En las siguientes semanas fue dando más nombres de funcionarios involucrados. El texto editorial de la edición quincuagésima de Wikén (10 al 17 de diciembre de 1932) se ocupaba del crimen y aludía, sin tibiezas, a “la Sección de Investigaciones: baldón de Chile y vergüenza del cuerpo de Carabineros”.

Una semana después, la revista se jactaba del efecto político de su campaña: el presidente electo, Arturo Alessandri, anunciaba como primera medida de su gobierno la reestructuración de Investigaciones. Pero Wikén no conseguiría ese triunfo gratuitamente. El dueño de la revista, el argentino Roque Blaya, fue una noche atacado y golpeado por un sujeto que resultó pertenecer a la Sección de Investigaciones de Santiago. Más tarde, la revista fue asaltada. Solo días después del citado editorial, Mesa Bell sería secuestrado y asesinado.

La suspicacia hacia Investigaciones por el asesinato de Mesa Bell superaba al día siguiente el nivel de comentario. Treinta y seis horas después de ser encontrado su cadáver, periodistas de diversos medios aprobaron una declaración pública que pedía al gobierno recién asumido “que destituya y encarcele a todos los jefes de Investigaciones; que se reorganice todo el servicio de Investigaciones de la República; que Investigaciones se abstenga de participar en el esclarecimiento del crimen y que se dicte con prontitud una ley de garantía del ejercicio periodístico”. La revista Hoy habló de que “hay algo en el país –un organismo, un grupo– cuya descomposición es una vergüenza para todos los chilenos […]. Revela un mal sordo, una putrefacción que ha alcanzado a partes vitales del organismo social”.

El funeral de Mesa Bell fue un desfile masivo (los reportes de la época varían en el cálculo de entre treinta y cincuenta mil asistentes) en el que se fusionaron dolor e indignación. «Lo trajeron a Santiago y lo velaron en el hall de La Nación», escribió tres décadas más tarde Tito Mundt en revista Zig-Zag. «Todavía recuerdo a un muchacho de pantalón corto que hizo cola durante dos horas para ver el cadáver del periodista asesinado. Era yo».

Una semana después, la revista se jactaba del efecto político de su campaña: el presidente electo, Arturo Alessandri, anunciaba como primera medida de su gobierno la reestructuración de Investigaciones. Pero Wikén no conseguiría ese triunfo gratuitamente. El dueño de la revista, el argentino Roque Blaya, fue una noche atacado y golpeado por un sujeto que resultó pertenecer a la Sección de Investigaciones de Santiago. Más tarde, la revista fue asaltada. Solo días después del citado editorial, Mesa Bell sería secuestrado y asesinado.

La suspicacia hacia Investigaciones por el asesinato de Mesa Bell superaba al día siguiente el nivel de comentario. Treinta y seis horas después de ser encontrado su cadáver, periodistas de diversos medios aprobaron una declaración pública que pedía al gobierno recién asumido “que destituya y encarcele a todos los jefes de Investigaciones; que se reorganice todo el servicio de Investigaciones de la República; que Investigaciones se abstenga de participar en el esclarecimiento del crimen y que se dicte con prontitud una ley de garantía del ejercicio periodístico”. La revista Hoy habló de que “hay algo en el país –un organismo, un grupo– cuya descomposición es una vergüenza para todos los chilenos […]. Revela un mal sordo, una putrefacción que ha alcanzado a partes vitales del organismo social”.

“Si este crimen llegara a quedar impune ello sería una vergüenza y una amenaza; entraríamos a una nueva era en que las conciencias puras tendrían que someterse a una tenebrosa tiranía y en que maleantes, trabajando en la sombra, suprimirían a su antojo a todos los que con su voz acusadora pudieran constituir una amenaza. En tal caso, habría que confesar que en Chile no habría prensa ni justicia”.

El caso mantuvo una amplia cobertura e incesante atención por más de doce meses. No solo tuvo su propio ministro en visita, sino que este llegó a entrevistarse con el presidente Alessandri para informarle del avance de las investigaciones. A modo de homenaje, Wikén mantuvo en el colofón el nombre de Luis Mesa Bell como director. Su madre siguió recibiendo el sueldo de su hijo. La revista publicó el trato en un aviso especial.

Antes de que finalizara el año 1932, el 30 de diciembre, se detuvo e incomunicó por homicidio a los agentes de Investigaciones Leandro Bravo, Carlos Vergara y Joaquín González. Uno a uno fueron cayendo sus superiores: el subprefecto Fernando Calvo, el director general Armando Valdés y el prefecto Carlos Alba. En enero, Las Últimas Noticias consiguió hablar con Leandro Bravo en la cárcel. El acusado reconoció su participación en el crimen y no tuvo problemas en extender la responsabilidad a sus superiores: ““Esto es una cosa que usted hace en actos de servicio. Es cosa corriente y no hay razón para que la rechace”, me dijeron. Yo vi que así era. Los que en este sentido me ofrecían garantías eran jefes superiores, de cuya palabra no podía dudar, y cuyas órdenes no podía desobedecer. Eso es todo […]. Nosotros solo fuimos un instrumento a las órdenes de ellos. Sin embargo, a pesar de su culpabilidad, a varios de ellos se les mantiene con toda clase de facilidades, mientras nosotros estamos encerrados en una celda”.

Ninguno de los presos por el asesinato llegó a cumplir con la totalidad de su pena. Una amnistía presidencial los dejó libres al poco tiempo, y no hay registro de que algún familiar haya protestado por la medida. Alberto Rencoret se refugió más tarde en el sacerdocio y llegó a ser obispo de Ancud y arzobispo de Puerto Montt. El paso por la cárcel de esos funcionarios de Investigaciones, sin embargo, motivó una profunda reestructuración del cuerpo policial, cuya historia consigna como un hito de cambio el llamado “caso Anabalón” y las dos escandalosas muertes asociadas.

En avenida Carrascal con Radal se alzó un recordatorio cuya popularidad nadie previó. La animita de Luis Mesa Bell se convirtió en uno de los hitos mortuorios más conocidos de Santiago. En una columna, el escritor Antonio Gil la saludó como “la quintaesencia de todas las animitas”. Oreste Plath se refirió largamente a ella, y atribuyó en parte su popularidad al hecho de que el asesinato del periodista haya sido atestiguado por un niño: “Esta animita late en el corazón de todos. Le hacen mandas personas de distinta condición social. Es un verdadero santuario. Los domingos le dejan flores, velas, y le rezan sintiendo el drama de un hombre”, escribe el investigador de folclore en su libro La animita. Martirio de espontáneo interés para la poesía popular, su suerte fue circulando en un sinfín de poesías y canciones, muchas de ellas sin registro. Pueden, sí, recordarse aún los versos de Antonio Acevedo Hernández:

“Y ahora, Lucho Mesa, que fuiste asesinado
el pueblo reconoce que decías la verdad,
se hallaron los despojos del maestro fondeado
que fue echado al agua y muerto sin piedad.
[…] De ti quedó un recuerdo grabado en la
memoria
que honrará tu vida, por tu noble acción
tú fuiste asesinado por no ocultar lo malo
por eso caíste en la negra traición”.