Todo sale a la luz es la consigna que cruzó mi vida mientras fui evangélica o, en realidad, mientras fui persistentemente mala evangélica. Me corrijo, al releer esta primera frase: el verbo «cruzó» es más débil de lo que quisiera.

Entonces. Todo sale a la luz fue la consigna que dagó mi vida mientras fui, persistentemente, mala evangélica. Yo, que quería mantener todos mis pecados ocultos de la iglesia, del grupo de jóvenes, de los amigos que sí eran buenos evangélicos y de mis padres, estaba bajo la amenaza asfixiante de Lucas capítulo ocho versículo diecisiete: «Todo, absolutamente todo, sale a la luz».

Pero había un reverso. Si salir a la luz implicaba que lo que yo no quería decir iba a ser dicho de cualquier forma, también podía ocurrir justo lo contrario. Una vez le conté a un amigo que ya no creía en el infierno. Teníamos diecisiete años, yo estaba convirtiéndome en apóstata, él estaba a punto de ser misionero y nos queríamos mucho. Después de escucharme, consideró que no podíamos seguirnos viendo y, preocupado por mi alma, fue a contarle todo a mi mamá. Ella se enfureció. No tanto porque ya no creyera en el infierno sino porque eso se supiera.

Me sentía entrampada. Lo que quería ocultar iba a salir a la luz, pero estaba obligada a mantener en secreto lo que sí quería nombrar. Fue así que partí escribiendo, en un fotolog, abierto para todo el mundo y escondido de mis papás. En ese impulso había mucho susto y deseo. Más deseo que susto, al final, porque del fotolog vino la película Joven y alocada, y de la película el libro, y hasta ese momento me conté siempre la misma historia. Que mis ganas de escribir tenían que ver con poder empezar a nombrar el mundo como yo quería nombrarlo. Y que eso no era solamente necesario sino también justo. Tenía derecho a vengarme un poco, a escribir de mis padres y nuestra vida en común porque había sido una vida en común impuesta, porque yo no había escogido a mi familia ni a su religión. Es una explicación medio culposa y se me hace cada vez menos válida. O tal vez sí sea válida pero sólo para el caso de Joven y alocada, porque cada libro –también en un proyecto autobiográfico, como ha venido siendo el mío– tiene sus propias modulaciones. Hablé antes de deseo. Quizás es eso: su propio deseo.

Entonces me pregunté, me pregunto, cuál es el deseo de mi segundo libro, No te ama. Cuál el deseo de un libro que ya no habla de las relaciones impuestas sino de las que yo misma elegí. Qué pasa con un texto que ya no puedo contarme desde la venganza ni desde la justicia. Qué pasa con un texto cuyo deseo ya no sé de dónde viene. Qué pasa cuando constato que quiero escribir porque quiero escribir. Ya lo dije: soy culposa. Si el deseo es el de la escritura por la escritura, ¿qué pasa con las personas sobre las que hablo en este segundo libro? ¿Puedo narrar la intimidad que alguna vez compartimos en un relato autobiográfico? ¿Cómo no dañar a los otros en ese relato?

Puede sonar a un tema periférico de la escritura: cuánto daño haces a los otros con un texto y cuánto daño, de paso, te haces a ti misma. Pero para todos los que escribimos relatos que son recibidos autobiográficamente debería ser un tema crucial. Leí un artículo a propósito de Mi lucha de Karl Ove Knaussgard. O, más bien, a propósito de cierta gente furiosa por Mi lucha. La exmujer lo retó a un duelo radial para que contaran sus versiones. El tío lo demandó. Y Knaussgard se defendía, en el artículo, diciendo que para él las palabras y las cosas que son nombradas por esas palabras no son lo mismo. Lo cual es cierto. Pero no te libra de la ex herida, del tío enardecido.

Voy a citar una cita: Rodrigo Fresán, mencionando a John Gardner: «Es difícil ser un buen escritor y una persona culposa al mismo tiempo».

Cuando le mostré un borrador de mi segundo libro a mi hermana, me dijo: «Parte de nuevo. Tienes que escribir como si ninguna de las personas de las que hablas lo fuera a leer». Había calibrado a mis personajes sin dejar de pensar en que había personas que se iban a reconocer o a desconocer en ellos.Y partí de nuevo, ahora pensando solo en la efectividad del relato. Modulé al personaje que se identifica conmigo también en función del relato. Constaté mi maldad. Recordé de nuevo a Fresán diciendo que el problema «es usar la vida de otros y que el libro sea malo, es decir, si la maldad resulta mala». Sufrí un poco. Deseé que mi maldad resultara buena. Me prometí que nunca-nunca-nunca más haría un relato que pudiera enmarcarse en lo autobiográfico. Acepté que esa promesa era una mentira. Entendí que el deseo de mi escritura ahora era escribir. Y entonces pensé en Sylvia Molloy, cuando en una charla alguien le preguntó qué se hacía para no dañar a los demás al escribir de ellos. Pensé en Sylvia Molloy, sonriendo, mientras movía la cabeza y decía:

–No tengo respuesta.