Empecé esto con la vaga idea de que en mi mundo no existía la brevedad. Cuando regresé a vivir a Temuco noté que había una frase que se repetía seguido: Acá los tiempos son otros. A modo de explicación o justificación viene a decir que acá, en el Wallmapu, los ritmos de vida no coinciden con los acotados programas oficiales ni con la velocidad de las grandes ciudades, como si sus habitantes hubieran quedado atados a unos ritos y unas prácticas de otra época. Y en parte es así, la ritualidad mapuche y sus protocolos son más bien largueros y quienes trabajan la tierra, que no son ni pocos ni solamente «campesinos» sino también jóvenes profesionales mapuche que decidieron volver al campo para recuperar así el modo de vivir «antiguo», viven pendientes de los ciclos naturales, que no se rigen por minutos sino por signos.

Mi escritor más querido se llama Manuel Aburto Panguilef y transitaba entre ambos tiempos: el eterno del campo en su casa en Collimalliñ, donde arreglaba cercos, barbechaba y pedía prestados bueyes y carretas, y el de la ciudad, donde hacía trámites y lobby, pendiente de los horarios de los trenes y juzgados y consultando siempre su reloj. Su obra, que son sus diarios, no es breve, porque escribió todos los días durante al menos veinte años, y tendríamos serios problemas para abordarla si no fuera porque en 1929 Carabineros le confiscó parte de su archivo (como presidente de la Federación Araucana era considerado un peligro) y sus descendientes no tuvieron mayor celo documental. Solo resistieron los diarios de 1940, 1942, 1949 y 1950, y su edición fue otro trabajo extenso: ocho años con sus días, entre transcripciones y revisiones. El resultado es un mamotreto de 1.020 páginas, el tipo de libros que cuando estudiaba Edición los profesores recomendaban pensar dos veces antes de publicar: trabajosos de editar, caros de imprimir, difíciles de almacenar, imposibles de vender, decían.

La brevedad depende de la perspectiva, pero qué rápido se evaporan de la memoria los actos y sentires de las generaciones pasadas y cuán largos son los efectos de algo tan breve y fugaz como un disparo. La bala que en 1925 mató a mi bisabuelo, Juan Mariman, de 28 años, viajó a 700 metros por segundo y la disparó un carabinero. El hecho apareció en el Diario Austral y también lo relató Mariano Latorre en su cuento «Mariman y el cazador de hombres», parece que para vengarse de su hermano policía, porque retrata al sargento que dispara como un ser despreciable (su hermano, el «capitán señor» Armando Latorre, era parte de la partida que pretendía encarcelar a mi bisabuelo). En ambos textos Juan Mariman es un cuatrero, un forajido y un malhechor. En el relato de la familia, su muerte vino a coronar una serie de eventos trágicos que, extrañamente, parecen emanar del bienestar económico del que gozó nuestra familia a inicios del siglo XX gracias a la empresa de ladrillos de mi tatarabuelo. Se dice que Juan Mariman tenía todo para surgir pero, producto del tedio o la rebeldía (o la rabia: uno de sus hermanos murió por los perros de un fundo vecino y sus padres se engarzaron en un infructuoso juicio que iría esquilmando sus bienes hasta extinguirlos), escogió las malas juntas, mató a un carabinero, estuvo prófugo y se ganó un nombre y una fama que hasta el día de hoy viejos del sector recuerdan («Era bueno pa’ la bala, tiraba un peso al aire y le daba»). Su hijo, mi abuelo, nunca quiso explayarse en esta historia, la cubría un manto de pudor; fue una de las razones que lo harían considerar maldita a su tierra y, tras venderla, expulsarlo rumbo a Santiago. Seguro le parecería demasiado breve el tiempo que separa el pudor de una generación de la desvergüenza de otra, y que borra las razones que lo alejaron de un territorio para hacer a sus descendientes volver a vivir en él.