(Preámbulo)
Walter Benjamín dice que los niños lloran cuando descubren que las palabras no tienen poderes mágicos, con lo cual conecta la infancia con un cierto poder del lenguaje, con una confianza en el poder del lenguaje. Una conexión que me parece absolutamente legítimo llevar a la literatura. En qué otro ámbito sino en la literatura aparece esa misma apuesta a que las palabras hagan cosas, a la idea de que las palabras puedan afectar a la realidad del mundo. Junto con esa fe, junto con esa necesidad de que las palabras hagan algo en el mundo, aparece necesariamente cierta percepción, cierta captación del límite de ese poder, que es eso que Benjamín señala tan justamente en el llanto de los niños.

Se puede pensar, entonces, una relación entre las palabras y el mundo precisamente porque en la base hay una escisión: las palabras no tocan las cosas inmediatamente. De alguna manera el Quijote trata básicamente sobre esta cuestión, por eso es esa gran novela de la literatura, pero en los dos sentidos de la expresión, no sólo porque sea una gran novela de la literatura en castellano, sino que también es una gran novela sobre la literatura. Me parece que es justamente por lo que tiene de “novela de literatura” que el Quijote también tiene algo del orden de lo infantil: ese principio de separación entre el mundo de las palabras y el mundo de la realidad es lo que al Quijote le falta, por eso no llora todavía, por eso es jocoso, por eso vive todavía en un mundo de felicidad, un mundo donde las palabras y la realidad parecieran estar fusionadas. Como dice Michel Foucault en Las palabras y las cosas, “el Quijote sale al mundo como si estuviera en la literatura”, y en algún sentido se resuelve a que el mundo sea como es la literatura, en la percepción que muchos tenemos de que la literatura es mejor que la realidad del mundo; por lo tanto, lanzarse a vivir el mundo como si fuese la literatura correspondería a esa creencia en la magia verbal que Benjamín atribuye a la infancia.

Este acercamiento de Benjamín a la infancia se prolonga en otros aspectos, por ejemplo en el interés que tenía por los juguetes y por las miniaturas. Benjamín era un gran coleccionista de juguetes infantiles y también tenía un gran interés por la posibilidad de disponer de un mundo a escala. Al disponer de la realidad del mundo a una escala manipulable, reaparece, de algún modo, ese principio de la magia.

El juguete, la miniatura, el lenguaje, representan el mundo, pero al mismo tiempo serían el mundo, desde alguna clase de pensamiento mágico. Se podría pensar también en los poderes mágicos de los juguetes en miniatura: no sólo imitan el mundo sino que promueven la ilusión de que son un mundo, o de que son el mundo.

Yo tengo ahí una diferencia de criterio con mi hijo. Tengo un hijo de ocho años, se llama Agustín. Conservo de mi infancia la fascinación por los autos de colección, los autos en miniatura, que tienen correspondencia con automóviles realmente existentes. No sé qué tan cerca están ustedes del mundo de la infancia, pero tal vez conozcan una colección de autitos que se llama Hot Wheels. La apuesta de los Hot Wheels, es justamente aportar la miniatura de lo que no existe, la miniatura de lo completamente fantástico, de lo irreal: son miniaturas que no tienen correspondencia con la realidad, son miniaturas de autos que en la realidad no existen. Mi hijo se fascina con ellos, y yo no logro adaptarme; todavía espero del pequeño auto que sea miniatura de una realidad existente, y de algún modo me parece que hay una falla ahí. La falla es mía en verdad, pero no dejo de sentir que hay una falla, porque ese auto no dice nada sobre ninguna realidad. Lo que yo veo como falla es en verdad su potencia, eso sí mi hijo lo entiende bien, porque en verdad en el mundo de los juegos precisamente habría ahí una división entre el principio de imitación de las leyes del mundo y la idea –mucho más estimulante e interesante– de una modificación, la idea de que eso precisamente no sea como es el mundo. O sea la posibilidad de que en ese mundo en miniatura pase lo que en el mundo real no puede pasar y no podría pasar. Esta diferencia que yo tengo entre los Hot Wheels y los viejos autos netamente representativos, se traslada también al modo de jugar: yo nunca levanto un cochecito mientras lo hago andar, por la sencilla razón de que los autos no vuelan, y a mí me parece una regla imposible de violar; con mucha más libertad y completamente a favor de que “en el mundo en miniatura pueda pasar algo que en el mundo no pasa”, mi hijo juega a que el coche se levanta. Yo necesito reponer la lógica del mundo, pero por qué el juego debería responder a la lógica del mundo, si la ventaja de que se trate de un mundo de juego es precisamente que no está sometido a las leyes del mundo. Ese corte, y siguiendo la línea que Benjamín traza, entre el lenguaje en la infancia y los juegos de infancia, dice algo también sobre la literatura: hasta qué punto la literatura estaría supeditada a la lógica del mundo imperante bajo un principio mimético, por lo cual debería representar la realidad del mundo tal como es, y hasta dónde, por el contrario, podría contrarrestar al mundo, algo como el orden del universo Hot wheels por decirlo así, o a la manera del Quijote, que por eso es infantil, porque al Quijote lo que le interesa de la literatura es que no se parece en nada a la realidad del mundo.

Agrego a lo dicho sobre Benjamín una observación que hace Theodor Adorno, con quien Benjamín tenía tanta afinidad en tantos aspectos, sobre los dibujos animados. Dice Adorno que lo que fascina de los dibujos animados es la ilusión de la no consecuencia, una ruptura mágica, en definitiva. Adorno nos devuelve la idea de Benjamín del lugar de la magia en el mundo de la infancia, que es la ilusión de que las cosas puedan no tener consecuencias, puedan cerrarse en sí mismas y recomenzar como si nada hubiese ocurrido. Yo creo que aquí hay dos tiras, El coyote y el correcaminos, es un caso, y Tom y Jerry es el otro.

La idea de que lo más tremendo, lo más cruento, sanguinario y destructivo pueda acontecer y al cabo de eso las cosas puedan recomenzar como si nada hubiese pasado. Se vuelve, incluso, una y otra vez, desde la muerte.

En Benjamín además de esta dimensión mágica, de este contrarrelato en términos de la causalidad del mundo real, aparece otra idea que yo quisiera retomar a propósito de la infancia, que no es ya la infancia como una manera de relacionarse con el lenguaje y con la magia, sino una determinada manera de estar en la ciudad y de recorrer la ciudad. El libro de Benjamín Infancia en Berlín hacia 1900 es, en ese sentido, para mí una cifra muy reveladora de un tipo de experiencia y de concepción de la infancia: en qué momento, de qué modo recorre una ciudad que es completamente familiar el niño que va a circular sólo por el barrio que conoce, o que va sólo a las casas de parientes. Moverse en la ciudad es moverse en un ámbito familiar porque es moverse en el mundo de la familia, es ir y venir de un lugar de familia a otro lugar de familia, y eso “familiariza a la ciudad” para el niño. Así como antes Benjamín decía que los niños lloran porque descubren que las palabras no tienen poderes mágicos, dice ahora que el final de la infancia es el momento en que alguien comienza a exceder ese circuito urbano de lo conocido y de la familiaridad. El que sale de esa ciudad conocida es el que empieza a salirse de la infancia, está unido lo uno con lo otro, para salirse de la infancia hay que salirse de un tipo de recorrido urbano y empezar a aventurarse de esa ciudad familiar a la ciudad desconocida, a esa parte de la misma ciudad, en el caso de Benjamín Berlín, que uno no conoce bien. Benjamín pone ahí la marca del comienzo del final de la infancia. (Yo tengo el mío definido, yo considero que mi infancia va a terminar cuando muera mi abuela, por ahora permanezco niño).

En Infancia en Berlín hacia 1900, Benjamín concibe la infancia como un tipo de relación con Berlín, un tipo de relación con la propia ciudad, y diseña cierta estrategia para salirse de ese Berlín conocido, y salirse de la propia infancia. En algún texto habla de un paso que él inventa, una manera de caminar que él inventa cuando aún es niño, para perder el compás de la madre, para desacompasarse de la madre y con eso obviamente cortar con el paseo familiar y también con el Berlín familiar, cambiar el paso, cambiarle el paso a la madre.

En otro texto lo que aparece es un desencuentro, Benjamín tiene que encontrarse con un pariente, con quien tiene que asistir a una ceremonia religiosa con la familia. Ahí están todos los componentes del rito de la religiosidad y de la familiaridad. Pero Benjamín se larga solo por la ciudad y no acude a la cita con el pariente, entonces produce al mismo tiempo: el desencuentro, la desfamiliarización de lo familiar y la profanación de lo sacro, porque con esto también va a estar faltando a la ceremonia religiosa. Y se larga solo a caminar por la ciudad de Berlín y a meterse en los barrios que no conoce. Ese texto se llama “Despertar del sexo”, porque lo que le ocurre a ese niño –que está dejando de serlo– precisamente en esa situación y en ese desencuentro es que descubre el barrio de las prostitutas en Berlín, entonces está todo unido, el despertar del sexo es también el término de la infancia. Precisamente porque se ha desacompasado del andar de la madre es que llega a las prostitutas, la ciudad le procura el mundo de las prostitutas, el paseante entra en alianza con la ciudad, lo que le permite salirse de la madre y “salirse de madre”, aquí esta expresión se vuelve literal, para Benjamín ahí es donde termina la infancia.

Hay un armado distinto en Proust, por pensar en otra gran representación de imaginario de infancia. Para Proust obviamente el tiempo perdido a recobrar es el de la infancia, no podría ser otro. Benjamín dispone también de escenas de regreso, en Infancia en Berlín hacia 1900, el adulto vuelve a la ciudad de infancia, o el adulto vuelve a los barrios de infancia, con una ilusión absolutamente conmovedora de que podría reencontrarse a sí mismo. Benjamín vuelve al Tiergarten, ese gran bosque que hay en la ciudad de Berlín, y no puede sino ilusionarse con la posibilidad de que las estatuas del Tiergarten lo reconozcan. Es esa idea y esa definición que Benjamín tiene del aura: el objeto aurático devuelve la mirada. Él vuelve ya adulto al Tiergarten, y más que ser él quien reconozca a su Berlín de infancia, tiene la expectativa de que sea Berlín la que lo reconozca a él: que reconozca en ese adulto al niño que paseaba en ese lugar cuando salía de la escuela.

Eso que Benjamín hace espacialmente en el Tiergarten, lo hace Proust con la temporalidad y con la memoria, la recuperación del tiempo de la infancia con una añoranza que a mí me ha quedado muy grabada en mi lectura, que es cuando Proust niño espera en la cama el beso de la madre a la noche, y teme que la madre no venga. Esto se convierte en la contracara de lo que sucede con Benjamín, porque el problema de Benjamín era deshacerse de la madre. Pero en Proust está ese temor por la ausencia de la madre, que conectaría infancia con tristeza, infancia con miedo. En ese punto yo diría que hay un rasgo más, y es que hay una especie de hipersemiosis en la infancia, de semiótica sobredimensionada: todo significa. Vuelvo a la situación de ese niño de En busca del tiempo perdido que espera en la cama mientras escucha las voces de la gente en la casa y trata de adivinar si la madre va a venir a darle el beso de las buenas noches, o se ha olvidado de él. Cada mínimo elemento significa, todo es señal de algo y todo significa en demasía. En este sentido, me parece que se ve muy bien ahí, el lugar de significación que el detalle tiene para esa percepción, y para esa captación de la infancia, eso que Benjamín llama “huella”. El detalle que se constituye en huella por la significación que es capaz de concentrar y de acumular, lo cual a mi entender nos remite nuevamente a la cuestión de la “miniatura”. Lo fascinante en la miniatura es la reproducción en detalle y del detalle.

La apuesto de los Hot Wheels, es justamente aportar la miniatura de lo que no existe, la miniatura de lo completamente fantástico, de lo irreal: son miniaturas que no tienen correspondencia con la realidad, sin miniaturas de autos que en la realidad no existen. Mi hijo se fascina con ellos, y yo no logro adaptarme: todavía espero del pequeño auto que sea una miniatura de una realidad existente, y de algún modo me parece que hay una falla ahí. La falla es mía en verdad, pero no dejo de sentir que hay una falla, porque ese auto no dice nada sobre ninguna realidad

Quisiera agregar a un último autor, argentino en este caso. Quisiera agregar a César Aira, en la medida en que hay algo de infancia en la literatura de César Aira, no sólo porque haya representación de un mundo y de personajes de infancia, sino que me parece que hay algo de “infantilidad” en la propia idea del relato literario en Aira. A veces la infancia sí está tematizada, Aira tiene novelas como por ejemplo Yo era una niña de siete años, Cómo me hice monja o El juego de los mundos en las que aparecen personajes niños y aparece representada la infancia. Pero a mi entender en Aira la infancia no aparece sólo como lo narrado, sino como un modo de narrar, la infancia como “infantilidad”, como modo narrativo. Y es la idea de que puede pasar cualquier cosa: algo del mundo de la magia, como decía Benjamín, y algo del mundo de la inconsecuencia del que hablaba Adorno. El modo de narrar de Aira tiene que ver con la inconsecuencia, con que pueda pasar cualquier cosa, con la transgresión de cualquier forma de verosimilitud, con la inconsistencia. Y aparece finalmente el mundo del juego, en realidad es una literatura hecha a partir del juego, no en el sentido del juego del adulto, cuando es por azar y es por dinero, sino desde la gratuidad, el juego como ruptura de las conexiones lógicas, que es lo que pasa en las novelas de Aira. Hay una tensión –que es la tensión propia del juego infantil– entre las reglas ya existentes y la proclividad constante a inventar nuevas reglas, que es lo que me parece que también se tironea en cada una de las novelas de Aira. La percepción de que ya hay reglas para el mundo y reglas para el relato, y a la vez de que cada libro es la ocasión para inventarle nuevas reglas al relato, y aún nuevas reglas al mundo. Por eso me parece que algo del juego de infancia hay en esos textos, que quedarían entre lo que no tiene consecuencia y la más absoluta catástrofe, como en los dibujos animados.

De este modo intento delinear algunos rasgos de lo que sería el mundo de infancia, para concentrarme ahora en lo que más específicamente me interesa, que es lo que paso a hacer a continuación, la relación entre la política, la experiencia y la infancia.

(Texto)
Leía los carteles de la calle con el entusiasmo de las destrezas flamantes. Ya no precisaba pararme para hacerlo, tenía que leer de corrido –en el sentido literal de la expresión– porque las letras se perdían en el golpe de vista del paso veloz del auto en el que iba. Yo tendría ocho años, ocho o nueve; en general me costaba retener el contenido de lo que leía en esos carteles, como me pasa ahora con los libros. Pero me gustaba leerlos de todas formas, como me pasa ahora con los libros. No obstante hay uno que sí retuve, y eso hasta el día de hoy. En los años sucesivos precisé interrogar con alguna constancia su sentido, decía así: “Prohibido estacionar o detenerse. El centinela abrirá fuego”. La imagen de un centinela armado ilustraba la advertencia, que viraba del lenguaje del tránsito urbano al lenguaje de la guerra, sin por eso hacer sentir que se estaba cambiando de tema.

Esos carteles aparecían en distintas partes de la ciudad. Por razones de vecindad, lo más común para mí era verlos en el contorno de la Escuela de Mecánica de la Armada, que fue el principal centro clandestino de detención, tortura y desaparición forzada de personas en la dictadura argentina. Pasaba por ahí, por la ESMA, casi todos los días porque varias de las coordenadas geográficas de mi infancia: mi casa, la mueblería de mi papá, mi equipo de fútbol en el barrio, lo propiciaban.

Es notoria la renuncia al rodeo en quien dice “Prohibido estacionar o detenerse. El centinela abrirá fuego”, y sin embargo, sin dejar de percibir esa voluntad de ser directo, mis conjeturas de infancia requerían precisiones. Si parábamos, por ejemplo, por un desperfecto en el motor, ¿el centinela nos iba a disparar igual? Si parábamos por ejemplo porque se nos pinchaba una rueda del auto, ¿el centinela nos iba a disparar igual? Si el tráfico se atascaba y nos obligaba a detenernos, ¿el centinela nos iba a disparar igual? La respuesta, que era NO en todos los casos, me dejaba de veras conforme, pero por alguna razón no alcanzaba para evitar la reaparición de las preguntas en la siguiente vez. Puede que el gusto infantil por la repetición disimulara esa insistencia o le sirviera de coartada. Las cosas son así cuando uno es chico, el registro es muy preciso en lo inmediato, en la captación detallada del pormenor, pero también prontamente difuso en el intento de abarcar la comprensión de lo más abierto, de lo más general. Esa economía singular de precisión e imprecisión, me la iba a devolver, en el futuro, la miopía.

La memoria paga la deuda de esa ecuación singular entre proximidad y distancia. La paga o se la cobra, según cómo se mire. Los recuerdos en el futuro adoptarán esa misma forma: una gozosa exactitud para el detalle; el poder de hacer tangible la mera sugestión de las atmósferas vagas; una colección atesorada de huellas muy concretas; un raro hallazgo de lo directo en lo indirecto.

Cuando Pedro Eugenio Aramburu fue ajusticiado en Argentina –fue ejecutado por la agrupación Montoneros– yo tenía tres años. Cuando los peronistas se mataron entre sí en el aeropuerto de Ezeiza, yo tenía seis. Siete tenía cuando se murió Perón. Nueve cuando se produjo el último golpe de Estado. Once cuando la selección argentina ganó el mundial de fútbol en tiempo suplementario. Este arco, que es el de mi infancia, define el recorrido inicial de mi manera de entender, de mi manera de explicar, de mi sentido del recuerdo, de mi propio recurso al olvido. Interrogada desde el saber y la experiencia cabal, mi presencia en ese mundo lejos estaba de la plenitud de alguna clase de protagonismo. Si se la quisiera resolver, sin embargo, desde la formulación de una ausencia, hay algo que se resiste: el hecho de que yo estaba ahí.

De todo esto se deriva, según lo razono ahora, una especie de oblicuidad. Oblicuidad en la experiencia y oblicuidad en la memoria. El reparto posible de recuerdo y olvido, en las dosis y en los modos que puedan convenir, se produce de manera diferente bajo la marca de lo que visto en diagonal o visto desde un costado, no es menos palpable sino más. Se altera la línea de continuidad entre las causas y las consecuencias y es muy otro el equilibrio de lo que se entiende o se deja de entender.

Conozco una excepción: es la novela La casa de los conejos de Laura Alcoba, que tradujo Leopoldo Brizuela y fue publicada hace unos meses en Argentina por Edhasa. El relato de por sí nos impone algún trastorno, porque es la historia de una niña de siete años que, por circunstancias determinadas, sabe, hace y entiende lo que se esperaría que una niña de siete años no sepa, no haga y no entienda. Es la argentina de los años 70 narrada por una niña despojada del derecho a la oblicuidad. La inexorable frontalidad parece haber determinado tanto sus vivencias como su narración. Sus padres militantes son desaparecidos y ella está absolutamente involucrada, tanto en su militancia como en la desaparición. Ese verse involucrada por demás, produce necesariamente una percepción en exceso, una conciencia aumentada. Y la memoria de ese pasado no queda entonces exenta de agobio.

Laura Alcoba dice con franqueza que si escribe su libro tantos años después, no es para recordar lo que pasó sino para olvidarlo. Le pasa lo que a la memoria de Funes el memorioso de Borges. Recuerda en demasía porque percibe en demasía. Precisa olvidar.

Con todo, es rara esa franqueza, no es tan fácil declarar abiertamente un propósito de olvido, un discurso de esa índole no circula con soltura en sociedad. Lo evidencia el ejemplo de otra evocación de infancia en la Argentina, la de Albertina Carri en la película Los Rubios. Otra niña, otra hija de militantes puestos en peligro, otra indagación retrospectiva de lo que pasó en los años 70. Prevalece, a lo largo de la película Los Rubios, una necesidad acaso legítima de sacarse de encima esa historia, liberarse de su peso, aliviarse del pasado. Un ejercicio de olvido: no es menos laborioso olvidarse que recordar. Un neto ejercicio de olvido que suscitó no obstante –más que significativamente– la necesidad de verlo expresado en términos de alguna memoria. Los Rubios fue puesta como una memoria heterodoxa, memoria irreverente, memoria diferencial, o redimida con prefijos: neomemoria, postmemoria; lo que sea, pero siempre memoria. Una posible opción por el olvido parece haber resultado no muy fácil de aceptar.

A la vez, sin embargo, abundaron recientemente las reticencias por la memoria. No pocos teóricos han advertido sobre los peligros de un abuso de memoria, lo de verse demasiado vueltos hacia el pasado, lo de subsumir lo que ahora pasa siempre en eso que ya pasó. Leímos a Andreas Huyssen, leímos a Todorov, tomamos nota de esas prevenciones, sabemos por otro lado que no hay memoria sin olvido, que el olvido es parte de lo que se precisa hacer para poder recordar de veras. Y aún así, pese a lo dicho, parece necesario distinguir ese olvido, que se entrelaza de una manera dialéctica con la producción del recuerdo, del olvido que apunta a liquidar al recuerdo sin más, de una manera para nada dialéctica. El olvido no siempre es lo otro de la memoria, pero a veces sí lo es. Y a fin de cuentas que “no hay que quedarse en el pasado”, es algo que en la Argentina gustaba mucho de decir Carlos Menem, aunque lo dijera en términos muy elementales y muy huecos.

De la memoria desconfío si la pienso en cambio desde la literatura misma. Me pregunto si es posible comprometer una narración literaria con la memoria vivencial de los años 70, sin por eso subordinarla al imperio de la realidad, a la exigencia de dar cuenta de los hechos tal cual fueron, y sin ponerla al servicio de un sentido de lo político que siempre es previo y con frecuencia está fijado. Me pregunto si es posible anclar la literatura en la memoria vivencial de los años 70 sin reducirla a documento, como si la literatura fuese la continuación de la realidad por otros medios, o por los mismos. Me pregunto si es posible hacerlo sin apaciguarla en un deber de testimonialidad, sin privarla de la potencia que el lenguaje adquiere apenas se lo redime de tiranías referenciales o mandatos de constatación. La memoria vivencial predispone, eventualmente en una tramitación literaria, el balance generacional y un veredicto no siempre tácito de absolución pasional o de autocrítica. Son relatos de sentidos plenos, donde incluso las dudas hablan el idioma de la univocidad. Y es que la vivencia no entrega su significación a cambio de nada, la literatura tiene luego que tributar con la admisión de que esa significación decida el tono de lo que se escribe. Es posible que la memoria cuando es plena funcione así (plena no es la que no admite olvido, sino la que hace del olvido un momento de sí misma). Las posibilidades narrativas del haber vivido se vuelven inseparables de sus impedimentos, tantas trabas como promesas. Me pregunto a cambio por una memoria oblicua, derivada en última instancia de una experiencia sesgada, acaso atemperada, más bien indirecta, dispuesta a anularse, pero no por eso menos concreta, sino más; y no por eso menos intensa o menos política. Hay cosas que la literatura le hace decir a la política, cuando no se deja decir por ella y que la política no podría decir por sí sola.