El título lo tomé del corazón de un poema de Terrance Hayes. El texto es uno de la serie «Soneto americano para mi asesino pasado y futuro» (American Sonnet for My Past and Future Assassin). No terminamos de empezar y ya van dos imprecisiones: 1) no se trata de una serie titulada así sino que todos los poemas se llaman igual, todos llevan el mismo título; 2) mi traducción es poco fiel, el original dice The names alive are like the names / In graves.

Ensayé varias versiones, usé «tumbas», usé «lápidas», invertí el orden, retrocedí, probé la opción literal pero luego me fui quedando con esta, tal vez menos libre que caprichosa: ir directo a lo que quiere decir el verso y no detenerme en cómo lo dice.

Terrance Hayes nació en Columbia, en el estado de Carolina del Sur, en 1971 y hoy vive en Pittsburgh. Es profesor en la universidad estatal de esa ciudad, ha recibido varios de los premios literarios más importantes de su país por su poesía (National Book Award, Guggenheim, MacArthur). Está casado con la poeta Yona Harvey.Son datos apenas. También son nombres.

No retengo de memoria ningún poema completo (salvo uno del que luego les contaré). Admiro mucho a la gente que te dice (prefiero el sotto voce que la declamación) un poema suyo o ajeno de un tirón, sin leer, sin detenerse para recuperar una palabra o tantear en el aire por un pasaje esquivo. En cambio, los recuerdo por uno o un par de versos, o por la idea o sensación general que habilitaron o que habilitan con cada relectura. También pasa con la narrativa, obvio. Se sabe al toque, al avanzar sobre esas palabras por primera vez. Sobre la marcha, llegando al final de la frase, con el pensamiento que va debajo de la lectura, esa voz atenta pero bajita que no interrumpe la voz protagonista del texto, uno se dice «esto no se me borra jamás».

Entre muchos otros, me pasa con varias líneas de un poema fragmentado que leí por primera vez una noche hacia finales de 1996. En una habitación de una casa en Zapote, San José, con mi amiga N, una luz amarilla de pocos watts sobre el libro y parte de las manos y antebrazos, bajo las sábanas pero sentados sobre el colchón, las espaldas contra la pared. Por la ventana abierta entraban, desde el patio, conversaciones ahogadas de los vecinos y la frecuencia alta y rítmica del frotar de patas de los grillos. Ella leyó para los dos aquella dicción rara, aquella música nueva a la que, veinte años después de haberla descubierto, vuelvo cada tanto:

—y te acordá del viejo / que creía ser san jorge / y yevaba al matungo / a tomar agua / a la zanja / se sentaba siempre / sobre el caño ése / que estaba roto / y miraba a la gente / y veía dragone corría / a los pibes les quería / sacar lo dragone / de la cabeza / te acordá / —sí, eran piojo / —no, loco / eran dragone en serio / — espok / no digá boludece / y decile a tu piba / que compre faso y gayetita.

Leíamos los dos de la página 63 y 64 (lo tengo aquí en este momento), pero sólo ella en voz alta. Es decir, por un momento, mi voz de lectura, la interior, la misma voz muda del pensamiento, fue sustituida por la de N. Más aun, durante aquellos segundos el texto parecía creado, sí la ba por sí la ba, pausa por pausa, por N.

Pero el poema «La zanjita» lo escribió Juan Desiderio. El libro en cuestión era (es) Poesía en la fisura, una selección de poetas jóvenes argentinos preparada y prologada por Daniel Freidemberg para Ediciones del Dock y publicada en 1995. El efecto dominó de varias decisiones me llevó a vivir en Buenos Aires unos años después y conocí al autor de las líneas que me incendiaron la cabeza una noche lejanísima. Puedo decir que Desiderio es un gran poeta y una persona entrañable, combinación poco usual.

Una tarde de semana, iniciaba el milenio, me acerqué a la boletería del multicine de un centro comercial. Compré el boleto sin saber nada de la película que iba a ver. Era parte del horario marginal de la programación de un festival de cine independiente: media tarde de día laboral, tanda para estudiantes, desempleados y diletantes. Estudiante había dejado de ser casi una década antes y para entonces mi vida se columpiaba entre los otros dos territorios. A veces los mezclaba, otras era difícil saber cuándo salía de uno o entraba en la otra.

Después del ascenso lento de las escaleras eléctricas llegué a una sala prácticamente vacía. Se apagaron todas las luces en el momento exacto en que me senté, como si el respaldar reclinable de mi butaca fuera el interruptor. Empezó la peli, The Agronomist, un documental en el que Jonathan Demme, el director, presenta y acompaña a Jean Leopold Dominique, el dueño y frontman de la primera estación de radio independiente de su país. Radio Haiti-Inter, transmitiendo siempre en creol, no en francés, fue la voz crítica contra una sucesión de regímenes totalitarios, manejada a pulmón y coraje por Dominique y Michele Montas, su esposa. Con material de archivo y entrevistas directas, Demme va armando al personaje carismático e imperfecto que se apodera de la narración. Se nota la cercanía entre protagonista y director en un filme que parece que se va haciendo sobre la marcha y no en el ambiente climatizado de las salas de edición. Anticipado en diversos momentos de documental por el mismo protagonista, consciente del camino sin regreso de su apuesta, Jean Leopold Dominique es asesinado durante el rodaje. El tramo final del filme es también sobre Dominique, claro, pero ahora muerto.

En aquella sala oscura, con luz de día afuera, totalmente entregado a la historia que me contaba una película elegida al azar, vi una de las posibilidades de lo que muchos años después iba a leer en el poema de Terrance Hayes. Jean Leopold Dominique: el mismo nombre, dos momentos.

Recientemente volví a soñar con mi madre. Cerca de su muerte en diciembre del 2016 y por un par de semanas después, aparecía frecuentemente (ya fuera como personaje central o con papel de reparto) en sueños o pesadillas. Luego cesó, quedó fuera de la actividad subconsciente de la madrugada profunda. Hasta hace poco. En uno de los sueños también estaba mi esposa, me acerqué a ella para decirle que volteara a ver con disimulo al fondo de la habitación (esa parte del sueño se desarrollaba en una casa donde había muchos extras en actitud-vernissage) porque ahí estaba mi madre, no había muerto como creíamos. Pero, ya a su lado, vi que mi esposa se había tatuado buena parte del torso, incluso el cuello. Como en los sueños no mejoro, soy el mismo imbécil que en la vigilia, en lugar de alegrarme por la compañía de Mayra Campos, mi madre muerta, me entristecí al entender que era inevitable la separación con mi esposa, no podía vivir con alguien que de un día para otro se tatuara con aquella violencia. Vamos, no podía vivir con alguien que se tatuara.

En septiembre de 2016, entré al bar Touring en Santiago de Chile. Iba para un evento a la Feria del Libro pero salía del hotel cuando llamó mi hermano desde San José; Mayra, ya doblegada por la etapa final de un cáncer agresivo y doloroso, había empeorado. Le daban pocas horas, yo estaba a miles de kilómetros de distancia y, antes de llegar a la estación Mapocho, me imantó la entrada amplia y sin engaños del Touring, mostrando

Se sabe al toque, al avanzar sobre esas palabras por primera vez. Sobre la marcha, llegando al final de la frase, con el pensamiento que va debajo de la lectura, esa voz atenta pero bajita que no interrumpe la voz protagonista del texto, uno se dice «esto no se me borra jamás».

de una vez la barra larga para tomar de a parado. Entré, pedí una Escudo y me puse a escuchar conversaciones ajenas, a leer los rótulos escritos a mano en la estantería, a marcar círculos húmedos sucesivos en la barra con el culo de la botella. Pedí más, me quedé un rato ahí, de pie, a la espera de algo, escuchando el mundo de afuera mientras debajo, adentro, aquella voz muda del pensamiento trataba de imaginarse lo que cruzaba la cabeza de una mujer que tenía un pie en el otro lado. Alguien que se enfrentaba al final de la espera, la gran espera. No llegué a la feria y tampoco murió Mayra esa vez.

La habitación donde N leyó el poema de Desiderio está en la casa que fue de mi abuela, donde creció mi madre y sus hermanos, donde luego crecí yo y donde ahora vivo con mi esposa y mis hijas. Van cuatro generaciones que pasan por ahí, nombres detrás de otros nombres. Los grillos del patio son los mismos.

Jonathan Demme murió hace unos meses. Ahora está del lado de Jean Leopold Dominique, de Mayra Campos. «Snow is the afterlife», dice Dorothea Lasky. ¿Qué quiere decir exactamente? Traducido al vuelo se pierde la ingravidez que hace flotar el verso de Lasky, la nieve es la vida después de la muerte. William Stanley Merwin, que acaba de cumplir noventa años, lo dice de otra forma en su poema «To Waiting».

Estamos todos esperando, eso está claro. Unos esperamos sentados, otros huimos hacia adelante. Cada quien a su gusto y como pueda. Mientras tanto, nos damos el gran gusto y lujo de distraernos. Pienso ahora en el único poema que me sé de memoria, uno del enorme poeta dominicano Homero Pumarol:

ESTE POEMA

De vez en cuando vuelvo a leer este poema.

Me gusta, es corto y fácil de olvidar.

No tiene asunto, anda rápido, no tiene tiempo.

Uno llega al final buscando otra cosa.

Terrance, Yona, N, Jonathan, Jean, Michele, Mayra, Dorothea, William, Homero, traigan faso y gayetita.