Cuando a una le entregan una distinción como esta, de una universidad que ha hecho del desarrollo del pensamiento crítico uno de sus pilares, y cuyo rector es un intelectual que alimenta permanentemente el debate en profundidad, que nos obliga a mirarnos al espejo en lo que como país estamos haciendo, uno no puede más que también mirarse al espejo y escudriñarse: «¿Me merezco esta distinción?».

Escudriñarse es un proceso complejo y doloroso. Para empezar, porque como hija de la educación pública soy un producto neto del trabajo en equipo. Soy parte de esos equipos y lo que he hecho y hago es un producto de los compañeros con los que a lo largo de la vida he compartido en equipo.

Soy también un producto de los excelentes maestros que, desde el inicio, me hicieron asumir el periodismo como un servicio público.Quiero nombrar a dos maestros, dos periodistas de excelencia que marcaron a fuego distintos tramos de mi formación. En el inicio, Mario Planet, quien fuera corresponsal de guerra y de importantes medios extranjeros, además de director de la Escuela de Periodismo y decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile. Y Edwin Harrington, uno de los pioneros del periodismo de investigación en Chile y director de dos revistas en las que trabajé y que también me marcaron: Ahora, durante la Unidad Popular, y Cauce, en dictadura.

Ninguno de los dos recibió jamás una distinción o un premio. Entonces, me da pudor hoy. Qué injusticia. Pero tengo que decirles que ellos jamás esperaron premios ni distinciones. Y me recordaron de manera casi brutal, día a día, que una de las pestes que carcomen al buen periodista es el ego: trabajar para ganar un premio. Escribir, en mi caso, para competir. Es ahí donde se inicia el camino del poder político y económico que se cuela en tu billetera y captura tu ímpetu y tus ganas de informar, tus ganas de investigar, tus ganas de develar verdades con o sin miedo, pero con rigor.

Cómo no mencionar al equipo que me alimentó de método y de fuerza, cuando yo me inicié en esto, con solo dieciocho años, en el diario El Siglo. Era un grupo de lujo. Allí estaba, entre otros, porque podría mencionar a muchos, pero hay muchos muertos y voy a contener la emoción, Carlos Berger, quien me obligaba a tomar cada día un litro de leche para alimentar a la primera hija que estaba en mi vientre. En El Siglo aprendí que la calle es el ingrediente clave de un periodista. Y que el ruido de la calle y el rostro de su gente son el pulso de mi país. Allí también aprendí a descifrar con otros parámetros la palabra injusticia y a no callar, fuera quien fuera el abusador. Incluso, si era un comunista en el diario del Partido Comunista. Eso me enseñaron.

Había debate, discusión, trabajadores experimentados. Ellos me contaron –nos contaron–cómo se habían hecho las primeras leyes que significaron, por primera vez, contratos para obreros y campesinos, vacaciones pagadas, jornadas de ocho horas, salud y educación pública. No eran historias de libro, eran testimonios de sobrevivientes, de protagonistas anónimos, de grandes luchas que forjaron paso a paso, ladrillo a ladrillo, que edificaron la base institucional que fue acotando el poder del latifundio, que fue achicando el mapa de la explotación y de la miseria en Chile.

Allí consolidé algo que mi padre, un buen obrero ferroviario y un excelente dirigente sindical, me enseñó desde niña: «Somos una gota en un río, en un río que brega sin tregua por cambiar el rostro de la miseria, el rostro de la miseria de los míos. Una gota, solo eso y todo eso». El secreto consiste en hacer lo imposible porque nadie corte, nadie asfixie, nadie logre cortar el caudal. En resistir todas las tentaciones y no querer jamás salirse de ese río. Porque allá en el horizonte el río llegará al mar, adonde confluyen cientos de miles de gotas y donde todo adquiere la fuerza necesaria para abrir, para empezar a levantar los muros de la palabra justicia. Una gota, una gota. La fuerza y la riqueza de ser una gota.

Todas las lecciones que hicieron esas gotas permitieron que yo después del golpe de Estado me convirtiera de verdad en la periodista que hoy soy. Muchos de los que integraron los equipos en los que participé, muchos de mis amigos sin más armas que su talento, nunca un arma de fuego, sin más armas que sus deseos de justicia, fueron asesinados, torturados y muchas veces fueron convertidos en hombres sin vida, en zombis por haber entregado un nombre, una casa, un número de teléfono. Ese balance del cual nunca se habla no es solo del asesinato físico, fue matar también nuestra inteligencia para poder convertirnos en marionetas del miedo.

El golpe de Estado y lo que vino fue una explosión que hizo estallar en mil pedazos el mundo que me había educado, protegido y cobijado. Nos quedamos a la intemperie por muchos, muchos años. Hay que saber vivir en la intemperie. Hubo que recordar que éramos una gota, aunque el río se cubriera de cadáveres, aunque el ruido de la calle trajera aullidos de dolor y los rostros no pudieran ocultar la peor huella de la falta de pan, de amor, además del miedo que carcome. Ese terror que se cuela por cada recodo de tu cuerpo, que te inunda de hielo y te paraliza. Nadie que sea honesto puede dejar de decir que nos inundó el miedo muchas veces y que la gracia fue entender que éramos gotas para volver a caminar.

Fue un largo camino. Pero allí es donde de verdad, con la ayuda de miles de compatriotas y de periodistas, mis colegas, me convertí en periodista, en periodista de investigación. Volví a ser la gota, volví a recuperar el cauce, porque eso soy.

El rigor es la principal arma para desarmar la máquina de muerte. Datos fidedignos, nombres de los asesinos y torturadores, descripción exacta de cómo siguieron a quienes se convirtieron en desaparecidos, cómo los secuestraron, a qué cárcel secreta los llevaron, cómo los torturaron y, al final, esa verdad que nunca hubiésemos querido conocer y menos escribir: cómo los tiraron al mar, cómo los hicieron explotar, cómo quemaron sus huesos o cómo los enterraron en una fosa clandestina. Nunca hubiera querido escribir esa historia, esas historias.

Fue así como, sin quererlo, fuimos construyendo los mapas de las muertes. Yo me hice una experta. Y tuve que entender que para poder frenar la máquina de muerte había que mostrar a los chilenos que, además de asesinar, robaban. Fíjese, no solo son asesinos. Porque a lo mejor eso usted lo entiende. «Más vale un comunista muerto», ¿no? ¿Cuántas veces escuchamos eso? Pero no, son además ladrones. Asesinos y ladrones.

Tuve que aprender economía, aprender a descifrar balances. Tuve que descifrar susurros y hacer nuevamente mapas. Los cartógrafos de la historia, para que nadie olvide y para que cuando tengamos nuevamente justicia surja la verdad. Un ejército de cartógrafos de la vida. A ese ejército de millones de gotas yo he pertenecido como tantos otros miles. Por eso duele a veces recibir una distinción. Son tantos, tantos… Y ahí están los equipos de Cauce, Análisis, de La Época, donde colaboré. Las largas jornadas contra la censura, los sueldos miserables, la oscuridad total, pero también los mejores días de nosotros. La mayor solidaridad, la alegría para combatir la muerte. Aprendimos a decir «cuídate» al despedirnos. Lo peor y lo mejor de cada uno de nosotros. Nos convertimos en expertos de la vida.

Ahí es donde yo asumo que soy parte de una generación diezmada y privilegiada. Diezmada, porque los nombres de los que yo amé ya no están, a los que les debo incluso los zapatos cuando no los tenía. Son muchos. Y acá los llevo, acá adentro. Y privilegiada, porque la vida nos enseñó a ser mejores. Cómo no voy a ser una privilegiada si después de veinticuatro años de democracia tengo la posibilidad de estar los últimos siete años en un equipo como el de Ciper. La posibilidad de trabajar con un grupo de personas que sienten que lo único que los mueve es hacer un periodismo que permita mejorar la vida de nosotros, los chilenos. A ese equipo yo pertenezco, soy parte de él, ahí está mi talento y ellos me han alimentado de su talento. Pero hay muchas personas más, muchas de ellas acá presentes, que han contribuido a que Ciper viva, para que Ciper saque lo mejor de sí, entre estas la Universidad Diego Portales. Para hacer periodismo sin anteojeras, para trabajar con un solo norte. Y así ser nuevamente gotas en un solo río, un caudal.

Quiero terminar diciendo que para honrar este premio no solo necesitamos mirarnos al espejo. Estamos en un nuevo punto de inflexión en que los métodos de hacer periodismo deben ser remecidos, estudiados, reexaminados y cambiados radicalmente, porque no estamos haciendo bien el trabajo.

Ser cartógrafo significa mucho más que eso: es entender el porqué. Por ejemplo, es inaudito que no nos hayamos dado cuenta de que el lucro en las universidades y en la educación superior se permitió y se expandió como una lacra porque la ley no tuvo reglamento, porque no hubo conceptualización de lo que era el lucro y porque tampoco se estableció sanción. Que muchas de las leyes que salen del Parlamento, y que están destinadas a proteger a los ciudadanos, no tienen dotación para fiscalizar, ni menos conceptualización de los posibles delitos. Y eso hace que muchos fiscales y jueces tengan que «sacudir la ley», como dice Juan Andrés Guzmán, para poder encontrar un artículo preciso en el código que permita llevar a un corrupto a la cárcel. El origen de la impunidad.

Eso no lo estamos reporteando en profundidad. No nos hemos apropiado del sistema para entender e identificar con nitidez dónde anida la corrupción. Hay que volver a cambiar los sistemas de búsqueda de información, porque es la información diaria la que puede mostrar la urgencia de subsanar los vacíos. Tenemos que apropiarnos de nuestros sistemas, entender que cuando sale la ley, no es que después se crea la trampa, sino que la ley sale con la trampa. Hoy día descubrimos que el Servicio Electoral no tiene ni facultades ni dotación para fiscalizar el financiamiento de las campañas electorales. Entonces, la ley es una farsa. Los topes de campaña, los límites de los aportes reservados, la reserva de los aportes reservados… ¿No existían desde el 2003? Sí existían. Pero nadie fiscaliza.

El periodista, el periodismo, tienen el deber de decirle a la sociedad dónde se cobija la hipocresía y el cinismo. Estamos involucrados, sumergidos en muchas mallas, redes y telarañas de cinismo. Y quiero decir que, posiblemente, muchos piensan que no hay urgencia en provocar el cambio porque no es grave, porque no está en peligro el derecho a la vida, porque no hay riesgo de un golpe de Estado. Lamento decir que no creo lo mismo. Hoy en día el gran poder económico, los poderosos, no permiten los golpes de Estado porque estos detienen los intercambios y flujos de capitales. A diferencia de ayer, el golpe de Estado se hace igual pero de otra manera. Se hace con una norma perfectamente legal, pero absolutamente impresentable. Por eso urge que hagamos bien nuestro trabajo, porque son cientos de miles de ciudadanos los que están a merced del abuso, del robo a plena luz del día en un banco, en una tienda, en tu AFP, en tu isapre, cuando pagas tu cuenta del agua, cuando matriculas a tu hijo en una universidad que el Estado te dice, con su sello, que es seria y en realidad no lo es.

Somos los cartógrafos de la vida. Sin nuestro trabajo idóneo los ciudadanos son ciegos, sordos y mudos. Todos juntos tenemos que enfrentar el gran desafío. Nunca el periodismo fue tan importante en la vida de los países, aquí y en toda Latinoamérica. Sin nosotros la ciudadanía está indefensa, porque hoy el poder es más importante que ayer, corroe y coarta, compra conciencias, incluso las de nuestros propios colegas. Nosotros estamos dispuestos a empezar esta lucha por cambiar nuestros métodos, por escudriñar a la sociedad, por diseccionar la información, porque también cometemos errores. Yo misma he cometido muchos errores. Asumo delante de ustedes que me he robado muchos documentos y no me arrepiento. Porque muchas veces, si no me los hubiera robado, alguien los habría quemado y las pruebas de un delito en que se fue la vida de muchos chilenos habrían desaparecido. Eso forma parte de mi archivo. No fue bonito robar, pero hubo que hacerlo. He cometido errores al buscar información, pero puedo presentarme ante ustedes con la cara digna. Cada vez que he cometido un error he tratado de enmendarlo. Cada vez que he cometido una equivocación, lo digo, busco ayuda, para que no salga perjudicado alguien inocente.

Quiero agradecer a mi gran colega Patricia Verdugo, que ya no está aquí, que fue mi compañera de muchos años de trabajo construyendo mapas. Quiero agradecer a mis amigos, a los hijos de mis amigos que han sido mi familia, que me han permitido en los días de mucho frío y mucho terror volver a pararme. Quiero agradecer a mis colegas que me han acompañado y ayudado. Y quiero decirles que esta distinción la recibo, a diferencia de otras que he recibido, con una emoción íntima especial. Hay que asumir una distinción así con responsabilidad, porque este premio me lo entregan en mi país, en lo mío, y gracias a eso hoy puedo decirle a mi papá: «No tengo un título, pero tengo esto».